Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 4, del 1 de julio de 1996

Las letras de la Tierra de Letras

Comparte este contenido con tus amigos

Recordando a Borges

Jorge Gómez Jiménez

(Nota del editor: Borges ha fallecido, pero hace diez años de eso y la grandeza de su literatura le resta importancia a la poquedad de la muerte borgiana. Jorge Gómez Jiménez ofrece a los habitantes de la Tierra de Letras la presencia de Borges en dos cuentos breves).

El jardín de autobuses que se bifurcan

a Borges

Desde la esquina apareció una silueta que corría hacia la parada de autobuses, desesperada por cobijarse del aguacero. Un anciano, con un maletín negro y un paraguas, miraba la figura con aire aburrido e indolente.

—¿Pasó ya el 421? —preguntó el recién llegado entre jadeos.

—La verdad, no lo he visto —respondió el anciano.

—¿Lleva mucho tiempo esperando?

—Más o menos media hora. Han pasado, si mi memoria no me falla, el 417, el 468 y el 389, pero ninguno me lleva hasta la Plaza de San Sebastián.

—Es cierto —dijo el otro mientras se secaba el rostro con un pañuelo que le alcanzó cortésmente el anciano—. Es el problema de las ciudades grandes.

—¿Y a dónde piensa usted ir con el 421? —preguntó el anciano.

—A la Academia de Ciencias.

—Uh... —frunció el ceño el anciano—. Si continúa este aguacero, va a empaparse todavía más.

—Claro, el 421 me deja en los espacios abiertos de la academia. A lo mejor debería tomar el 459, ¿cierto?

—Conozco al chofer —dijo el viejo con un nuevo fruncimiento—, se quedó hoy en cama con un insoportable dolor de oído.

—El 311 podría dejarme bastante cerca... —replicó el otro.

—Lo dudo. Hace como una semana cambió la ruta por motivo de unas construcciones en la avenida Floriana.

—Ahí viene el 421 —dijo el recién llegado viendo el número iluminado en la unidad que se apareció desde la esquina.

—No es el 421 —volvió a intervenir el viejo—, vea bien: es el 427.

—Viejo...

—¿Sí, hijo?

—¡Pájaro de mal agüero! —gritó el recién llegado.

Dicho esto corrió por la avenida en dirección a la academia, justo en el momento en que el sol empezó a apartar las nubes allá arriba, en el cielo gris de la ciudad.

Caracas, 14 de noviembre de 1994.


Borgiana

Anoche soñé que era soñado por Borges. En el sueño (el de Borges, quien soñaba a través de mi sueño), Borges podía ver y yo era ciego. Estábamos sentados en un sofá en medio de una reunión. Al parecer nadie se percataba de que estábamos allí sentados (de que Borges estaba allí sentado).

Tanto podía ver Borges, que yo, ciego en su sueño dentro de mi sueño, sentía como aguijones molestos las puntas de sus ojos escudriñándome. Borges y yo conversábamos, pero las frases se oían entrecortadas, como si alguien hubiera editado la banda sonora del sueño para eliminar las parrafadas intrascendentes. Sentir sobre mí la penetrante mirada de Borges, me hizo pensar que posiblemente, si hacía un esfuerzo, podría verle la cara y saber cómo son los ojos de un ciego que ha dejado de serlo.

Borges me recriminaba el que tantas veces hubiese tratado de explicar sus motivaciones literarias. Me hacía sentir culpable: "Algunas palabras no tienen motivo. Se dicen y ya, se dicen sin la base de una historia pasada, de una cosmogonía".

Curiosamente, aunque sabía que lo que Borges estaba afirmando era una falacia proviniendo de él, y aunque tenía, en la mente de ese que era yo en el sueño que Borges tenía dentro de mi sueño, toda una estructura argumentativa con la que destruir la afirmación de Borges, no pude articular palabra.

"Si tan sólo pudiera abrir los ojos", pensaba. "Si tan sólo pudiera abrirlos y mirar dentro de los de Borges; si tan sólo pudiera robar un poco de su genio".

Borges seguía hablando: "Ustedes, los jóvenes que leen 'Las ruinas circulares' y 'El Aleph' como si estuvieran ante la presencia de una revelación, poseen la impetuosidad demoníaca de la cortedad. Incurren en el delirio de creerse por un momento Borges, y salen a disfrutar de su grandeza".

"Pero en cierta forma su grandeza me pertenece", le dije, recobrando el aplomo. "He leído con pasión todos sus libros, todos los que han caído en mis manos, me he ufanado de haberlos leído, más que de haber escrito ficciones inundadas de influencia borgiana".

"Borgiana", me interrumpió Borges. "Qué palabreja han inventado ustedes, idólatras indignos de convicción. Parece como si hubiera que designar las cosas extrañas con el apellido de mi familia".

"No puede evitarlo, Borges", repliqué. "Es usted el más grande escritor de nuestro tiempo".

"He ahí otra imperfección producto del delirio", me respondió. "No existen tales cosas que puedan ser nominadas con los términos 'el más grande' y 'nuestro tiempo'. Quién ha de ser el más grande escritor si hay escritores que fabrican historias sin palabras. Qué tiempo ha de ser el nuestro si nos perdemos en los minutos equívocos de nuestras propias ensoñaciones".

Iba a interrumpirle de nuevo, pero no me lo permitió. "Borges, como el sol, no existe sino en la enferma mente de los hombres. El ser real que llamaron Jorge Luis y que llegó a esta locura al filo del siglo diecinueve ha dado paso a un ser ideal, a un hombre soñado por el sueño de los hombres. De ahí que el delirio sea no más que un error, una reconstrucción imperfecta de lo que cada lector quiere que Borges exprese".

"Borges, detenga sus reflexiones", le increpé. "Piensa eso ahora que está muerto, ahora que han quedado sus amigos y su viuda para contarnos quién era usted. Pero cuando caminaba por el mundo con los ojos torcidos de tanto mirar a través del Aleph, estaba seguro de su grandeza, estaba seguro de la perfección numérica con la que escribía sus historias".

"Amigo", me dijo, "si obtuviera la gracia de un nuevo nacimiento, habría tenido menos seguridades. Respecto a esa perfección numérica de la que habla, tenga cuidado con ciertas expresiones. Algunos textos dan la idea de perfección porque sobrepasan el entendimiento del lector, pero no del lector como generalización, como cifra del departamento de administración de una editorial, sino el lector como individuo sufriente de nuestra producción literaria".

"Es que no hay manera de entenderle a cabalidad, Borges".

"Por supuesto que sí la hay. Despierte de su sueño y escriba, escriba como si en ello le fuera la vida. Descubra algunos secretos escondidos en los anaqueles de las bibliotecas y divulgue su conocimiento de manera subrepticia; procure que los demás eviten pensar que alardea".

"Yo no estoy exactamente en mi sueño. Usted ha invadido mi sueño con el suyo propio. En realidad yo debería estar despierto".

"No se haga ilusiones respecto al hecho de estar despierto, amigo. La vigilia es otro sueño que sueña no soñar".

Borges se levantó del sofá. De pronto me embargó la sensación de que hacía rato se habían ido las personas de la reunión en la que nos encontrábamos atrapados.

Antes de irse, sentí que Borges se volteó de nuevo hacia mí, y le escuché decir:

"Lo más importante es que no crea más en mí, ni en ningún otro. Ha de creer sólo en usted, y en sus propias letras".

Entonces, Borges se alejó. Pocos segundos después, Borges despertaba del sueño que había tenido dentro de mi sueño.

Abrí los ojos y, antes de que el recuerdo se esfumara, escribí esto.

1996.


       


< Anterior

Inicio de esta páginaContenido de la edición 4

Noticias culturalesLiteratura en InternetLas letras de la Tierra de Letras


Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983