Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 107
19 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Sala de ensayo
Gente de palabras
Rafael Fauquié

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"Lo que creo que sí es importante para un escritor
es haber estado de algún modo de acuerdo con su tiempo".

José Bianco.

"Gente de palabras", Rafael Fauquié BescosLos seres humanos vivimos interminablemente rodeados de palabras, inmersos en ellas. Ahora bien, ¿qué distingue al individuo que decide dedicarles su esfuerzo y su destino? ¿Qué compromiso asume el ser de palabras con su búsqueda y sus hallazgos? ¿Qué le imprime validez o perdurabilidad a éstos? Habría que comenzar por aceptar que gente de palabras es un término impreciso como pocos. De hecho, evoca sugerencias opuestas; para algunos, alude a individualidades y virtudes admirables por sobre todas: inteligencia, desprendimiento, idealismo, superioridad moral; para otros, se identifica a seres y características del todo despreciables: pusilanimidad, cobardía, doblez, inacción. Gente de palabras: para unos, soñadores inútiles; para otros, atalaya de los tiempos. En principio, ni mejores, ni peores; los seres de palabras suelen ser, eso sí, distintos, muy particulares en sus ilusiones y ambiciones, en sus debilidades y habilidades.

Cabría comenzar por decir que los seres de palabras propenden a una mala relación con la realidad que los rodea. Generalmente viven de una manera difícil, conflictiva incluso, su contacto con el mundo y con los otros. Tienden a ver las cosas más como quisieran que fuesen que como éstas son en verdad. Incluso suelen verse a sí mismos más como les gustaría ser que como realmente son. Los seres de palabras viven por y para la ilusión. Y escriben sobre ella. La ilusión los mueve. Ilusión muy variada: puede acercarse a lo inmediato, a lo más —aparentemente— banal; alcanzar prestigio, por ejemplo. Charles Darwin reconocía que para la realización de sus trabajos sobre la evolución de las especies, había sido motivado por un solo afán: obtener la admiración de sus colegas; y haberlo logrado, dijo muchas veces, fue más que suficiente para él. Pero las razones del ser de palabras pueden, también, rozar lo absoluto, lo quimérico. Platón pretendió que los filósofos, con su inteligencia y su saber, transformasen sus imperfectas sociedades en sociedades perfectas.

El signo natural del ser de palabras es la creatividad: intuición de lo nuevo en medio de lo ya existente. Descubrir nuevas palabras para decir aquellas cosas que, aunque tan viejas como el mundo, se perciben como nuevas. El ser de palabras debe ser original, esto es, debe poder decir de una manera nueva lo que, eventualmente, ha sido ya dicho muchas veces. Más que descubrir verdades, se trata para él de saber variar las entonaciones que enuncian las verdades de siempre. Su originalidad es una urgencia: de sentido, de trascendencia. No repetir; o, al menos, tratar de que exista algo nuevo en sus repeticiones. Nombrar con voces renovadas las viejas respuestas, las respuestas que siempre han dado los hombres.

De alguna manera, el ser de palabras no debería perder ni su inocencia ni su curiosidad. Inocencia y curiosidad frente a un universo donde todo puede ser nombrado y todo puede ser comunicado. La voz del ser de palabras nace de una interioridad empeñada en encontrarse y en dialogar con lo exterior. "Emprendí la más grande salida de mí mismo, la creación", dice en algún momento de su obra Pablo Neruda. El ser de palabras acaso escriba para encontrarse con una exterioridad que, permanentemente, observa y enjuicia. Escribe y sale de sí mismo y conjura, así, la estéril circularidad, el solipsismo de una palabra que nace y muere en ella, sin contacto con la vida ni con los días vivos. La comunicación es la forma más efectiva con que el ser de palabras conjura uno de lo principales peligros que lo acechan: el narcisismo, algo que lo arrastraría a interminables soliloquios y que implicaría hablar sólo de sí mismo; no desde sí mismo, esto es, desde su conciencia convertida en otero del mundo, sino únicamente sobre sí mismo.

Distinguía Montaigne dos formas opuestas de elocuencia. Una, la del ejercicio lento y solitario de quien escribe para descubrirse y distinguirse en medio de todos los argumentos. Otra, la de quien es capaz de responder eficazmente a lo momentáneo, a lo inmediato, pero cuya respuesta, sin embargo, se debilita en una meditación posterior. Doble posibilidad de la palabra: resultado de un lento y trabajoso esfuerzo que el tiempo logra tallar o rápido producto de una momentánea intuición. La primera es la palabra que concluye en la expresión de pensadores, escritores, filósofos, poetas; la segunda, en la locuacidad de oradores, políticos y leguleyos. En el primer caso, el silencio ejerce una influencia absolutamente necesaria. En el segundo, el silencio es mortal. Para el ser de palabras, el silencio puede convertirse, bien en espacio previo necesario para la expresión, bien en agónico vacío.

Kant habló de los "deberes necesarios" y Ortega y Gasset habló de los "entusiasmos necesarios". La ilusión propone que todas las opciones y todas las metas pueden ser consideradas posibles. El deber sugiere que, en la vida, hay respuestas sin opción fuera de las cuales todo pareciera ser error, equivocación o fracaso. El entusiasmo nos impulsa hacia una meta, un destino. El deber nos sostiene y ubica dentro de un lugar convertido en sitio insoslayable. Para el ser de palabras, entusiasmo y deber cristalizan en palabras diferentes. Palabras que nombran la ilusión que deslumbra y entusiasma, o palabras que dicen el deber que asienta y consolida.

Existen seres de palabras con un sentido muy práctico de la realidad. Hay otros que parecieran mantenerse totalmente ajenos a ella. Unos propenden a las fantasmagorías: visiones creadas por ellos mismos. Otros permanecen apegados a lo cotidiano, volcados en la interminable reflexión sobre todo cuanto consideran imprescindible y cercano. Hay seres de palabras que, constantemente, revolotean alrededor del brillo y el calor de algunos vocablos, desinteresándose de todo lo demás. Hay seres de palabras que precisan contemplar sus vidas bajo un sentido de unidad y que convierten la lucidez en punto de partida de todos sus hallazgos. La palabra es, para ellos, una forma de sobrevivir en el camino, un lugar desde donde avizorar por sobre las circunstancias y distinguir en medio de la confusión y la bruma. Su voz describe una y otra vez las ilusiones que cimentan sus itinerarios. Para ellos la existencia se apoya en ideas; no ideas abstractas, sino, por el contrario, visiones inspiradoras, argumentos. Hay seres de palabras para quienes la realidad es una sola cosa; para otros, ella es demasiadas cosas y, generalmente, contradictorias. Hay seres de palabras que erigen como indudable meta de su vida la esperanza. Otros creen sólo en la intensidad de ciertos instantes. Hay seres de palabras empeñados en vociferar a los cuatro vientos sus asombros y manifestar, interminablemente, los descubrimientos que acompañan su vivir. Otros, se expresan sin que apenas pueda escucharse su voz, una voz convertida en casi inaudible murmullo de incertidumbres, inseguridades y conjeturas. Para algunos, la vida es hechizo; para otros, razón. Unos tratan de gobernar su vida e, incluso, parecieran proponerse dominar la vida de todos. Otros se esfuerzan inútilmente por dirigir, apenas, algunos instantes de su propia vida. Asertivos o tímidos, atormentados o serenos, firmes o inseguros, los seres de palabras necesitan, cada uno a su manera, usar su voz para nombrar el tiempo que los rodea y los dibuja.

El ser de palabras sabio (y de algún modo, parecería como si los seres de palabras fuesen los más capaces de llegar a conocer la auténtica sabiduría) intuye que la vida sólo puede conocerse viviéndola. Sabe que si logra conservar su lucidez y permanecer atento a cuanto suceda a su alrededor, nunca dejará de aprender. Sabe que, a medida que los años avancen, conocerá más cosas, que nunca cesarán los fascinantes descubrimientos; pero sabe, también, que sus aprendizajes dependerán, sobre todo, de su actitud ante cuanto el camino le muestre. Adivina que los cielos o infiernos que en ese camino lo acompañen dependerán, sobre todo, de sí mismo. El ser de palabras se sabe y se asume caminante. ¿La regla de oro del caminante? Vivir el día a día. Optar por la pasión de vivir y por la curiosidad inacabable ante la vida. Aprender de las alternativas siempre impredecibles, eventualmente maravillosas, que la existencia le ofrezca.

El ser de palabras vive entre su lucidez y su imaginación. Todo lo que no acepta propende a dibujar lo que quisiera aceptar. Es, a la vez, un crítico y un utopista. De su mirada crítica se origina su visión de lo que le gustaría contemplar. Algunos de los grandes sueños de la humanidad, de las más bellas ilusiones de los hombres, nacieron de seres de palabras que, insatisfechos ante lo que veían, se propusieron imaginar lo que hubieran querido divisar.

El ser de palabras debe conocerse bien, enfrentarse a solas con su individual subjetividad, saber mirar cara a cara sus fantasmas, distinguirse en los espejos de sus actos. María Zambrano ha dicho que "el error más grave a que la humana condición está sujeta no es equivocarse acerca de las cosas que le rodean, sino equivocarse acerca de sí mismo". Afirmación especialmente cierta en el ser de palabras: sin un real asidero con lo que él es, sin una clara apreciación de sí mismo y de sus posibilidades, su obra —o lo que es lo mismo: su destino— podría desvanecerse en la nada, pasar a ser nada.

El ser de palabras se muestra, quiere ser escuchado. Quiere y necesita decir y quiere ser entendido por eso que dice. Suele ser, también, orgulloso: de su palabra, de su voz. Sólo que su orgullo es interior, nunca abiertamente postulado ante los otros. Si así fuese, se convertiría en necia presunción, pretensión pueril. Su orgullo debe nacer, sobre todo, de sus propias convicciones, de sus acuerdos interiores consigo mismo, de su aceptación de pasos propios y de propias búsquedas. Debe ser un orgullo tenue, personal, solitario. Un orgullo que, en ocasiones, es también su única defensa.

El ser de palabras vive su búsqueda en estricta soledad. Soledad y silencio son sus aliados fundamentales. En medio de ellos, se descubre a sí mismo y conjura la indescifrabilidad de lo exterior para aferrarse a sus descubiertas o intuidas opciones. La soledad del ser de palabras le sirve, más que para abstraerse del mundo, para descubrir ciertas peculiaridades del mundo dibujándose en su propio rostro y para ordenar los territorios de su conciencia. Con la soledad llega, también, el aislamiento y el asilo. Sobre todo el asilo: éste lo previene de cuanto puede ser fortuito y circunstancial, y lo fortalece ante lo imprevisible. El asilo le permite conjurar diversas inseguridades y temores: al fracaso, a la anonimia, al desvanecimiento. Escribir es, para el ser de palabras, una manera de asilarse en sí mismo, de permanecer dentro de un orden que le permita ciertas íntimas formas de coherencia. En el asilo el ser de palabras reconoce sus espacios, aprende de sus recuerdos y define su significación presente.

El exilio sería lo exactamente opuesto al asilo. Nos exiliamos cuando nos desconocemos, cuando esperamos hallar nuestra verdad fuera de lo que somos, lejos de nuestra experiencia. "Quien pretenda, por otros caminos, buscar en lo ajeno a su ser una razón permanente de vida, vivirá la secreta miseria del exilio", ha dicho Álvaro Mutis. Exiliarnos es desconocernos y negarnos. Es caer en el más absurdo de los espejismos: el de creernos otros, el de querer ser otros. "El exilio", comenta Jean Baudrillard en Cool memories, "siempre ofrece una muy considerable distancia, patética o dramática, y propicia al juicio, serenidad huérfana de su propio mundo. La desterritorialización es una privación enloquecida, es como una lobotomía, participa de la angustia, de la versatilidad y de la desconexión de los circuitos". El exilio es desorientación, pérdida de centro y de espacio, desvanecimiento de nuestro destino. El exilio nos desubica y nos arrastra fuera de nosotros; nos impide, genuinamente, ser.

El ser de palabras sabe bien que él es en sus instantes. La posible plenitud de un instante lo conmueve. Y escribe para expresarlo y preservarlo. Pero el instante desaparece. Para no perderlo quedan las palabras que lo evocan; palabras para reconstruir el tiempo vivido y convertirlo en imagen, idea...

Con su escritura el ser de palabras no tiene por qué tratar de probar irrefutablemente nada ni tampoco proponerse concluir definitivamente nada. Le basta con dejar palabras que sean la forma de sus curiosidades.

El ser de palabras se justifica constantemente: sobre todo y quizá antes que a nadie, ante sí mismo. Le obsesiona el fracaso: un sentimiento que, en su caso, encarna en el temor de no alcanzar a conseguir eso que siempre percibió como una meta para la que la vida lo había destinado. Le perturba no cumplir con un destino que, acaso, imagina escrito para él. El fracaso, siempre amenazadora presencia, se dibuja ante el ser de palabras como convicción del tiempo desperdiciado en esfuerzos que parecieran no conducir hacia ningún lado. El fracaso puede ser, también, la percepción del desvanecimiento: borrarse en la nada, ver su obra deshacerse en la nada. El ser de palabras vive sometido a una inacabable prueba de fe en sí mismo; le es necesaria la convicción de que sus vigilias de años en torno a un libro, por ejemplo, puedan llegar a justificarse en páginas que lo señalan sólo a él.

El ser de palabras quiere, por sobre todo, dejar alguna huella con su obra. La desidentificación que es el destino de mayorías anónimas y grises lo atormenta. No quiere ser como los muchísimos otros; pero bien sabe que deberá justificar con una obra digna esa voluntad y ese deseo de diferencia.

Manoseando y repitiendo todos los vocablos, el ser de palabras irá descubriendo su voz y, sobre todo, eso que quiere decir con ella. Una vez reconocida, usará esa voz como quiera: para mostrarse, para ocultarse, para testimoniar el mundo, para ignorar el mundo, para hablarle a los otros, para borrarse ante los otros, para actuar o para inmovilizarse, para esforzarse en perdurar... "Hay tantos lenguajes como poetas", dice María Zambrano. Poetas o filósofos, fabuladores o pensadores, novelistas o ensayistas: todos curiosos, todos infatigables buscadores o afortunados descubridores, todos consagrados a la verdad de su palabra.

"El intelectual", dice Ortega y Gasset, "se ocupa en forjar opiniones sobre los grandes temas que al hombre importan: es un opinador". Un opinador y, mucho más aun: un testigo.

El ser de palabras quiere creer en un público lector; su público. Creer en él es tal vez también una forma de crearlo. Necesita imaginar que ese público existe. Necesita hablarle. Lo piensa ávido receptor de cuanto él diga. Ser leído: ahora y, sobre todo, después. Sin embargo, para el ser de palabras el después es inexplicable albur hecho promesa sólo para unos poquísimos elegidos. Ante la indescifrable y siempre oscura posteridad, está la urgencia de un lector presente capaz de reconocer, entre otras muchas, la voz de un determinado ser de palabras convertida en significativa o en fundamental referencia.

Para escribir, el ser de palabras requiere, por sobre todas las cosas, de libertad. En un trabajo que leí hace algunos años,* se señalaba al bufón de las cortes medievales y renacentistas como uno de los antepasados de los modernos seres de palabras. El bufón de la corte era un profesional de la irreverencia capaz de hacer reír a costa de lo instituido y aceptado por todos. Nadie estaba a salvo de sus burlas. Su poder era su inteligencia y su agudeza. El bufón debía poseer "gracia": maestría en el dominio de su ingenio. Al bufón se le podía personar todo, todo menos no ser ni ocurrente ni divertido. Se le exigía habilidad en el juego intelectual, maestría en la pirueta verbal. Alguna vez he comentado que, en nuestros días, pudiera existir otra acepción posible para la imagen del bufón vinculada al ser de palabras. En el bufón encarnaría, por ejemplo, el escritor demasiado plegado a las exigencias y a las normas del mercado. La vieja agudeza del bufón se proyectaría en la habilidad del escritor para saber decir eso que se precisa decir, para escribir eso que se sabe necesario escribir. El bufón sería el escritor que hace de su palabra fuego fatuo; del intelecto, divertimento; y de la idea y la imagen, risa y diversión. El bufón se identificaría al ser de palabras que distrae y cobra por hacerlo. Esencialmente, el bufón no es libre. Puede ser rico y famoso, pero no es libre. Es un creador sin independencia, una secuela más del moderno culto al dinero. Su palabra estaría, sobre todo, vinculada a las leyes y a los principios del mercado.

Otro ser de palabras al que anula la falta de libertad, esta vez ya no a causa del mercado sino de las religiones y los dogmas, es el ideólogo. Como el bufón, el ideólogo es amo y, a la vez, esclavo de vacías palabras. Si el bufón cede su libertad a cambio de los recursos eventualmente generosos del mercado, el ideólogo abandona la libertad de su palabra para convertirse en depositario de la fe en mundos y tiempos cuadriculados en alguna forma de lógica única. Los ideólogos son voceadores de palabras exactas, predicadores de verdades incontrovertibles, seres empeñados en forzar la vida para que ésta se introduzca en algunas palabras. No la idea para la vida, sino la vida para la idea. En el ideólogo, las palabras se han resecado, contaminadas desde dentro y desde fuera por certezas totales. El ideólogo cree sólo en las doctrinas que predica y pareciera contemplar el mundo sólo a través de catálogos, recetas y breviarios. El bufón y el ideólogo pronuncian palabras que no son suyas: pertenecen exclusivamente al partido, a la iglesia o al mercado.

Frente al bufón y al ideólogo, ¿qué distinguiría al genuino ser de palabras? ¿Qué haría a su expresión ser merecedora de existir y, sobre todo, de ser comunicada? Ante todo, la voz del ser de palabras debe apoyarse en la autenticidad. Autenticidad: primera gran verdad, valor esencial del trabajo del ser de palabras; ideal de vida que alimenta, también, la creación; estrechamente relacionadas, vida y obra, en análoga vitalidad y análogo impulso. A la espera de otros calificativos que el tiempo pueda llegar a colocar sobre una determinada obra, acaso sea la de "auténtica" la que mejor pueda definirla en el momento vivo de su creación. Autenticidad de argumentos, de rechazos, de búsquedas; autenticidad, también y sobre todo, de eventuales contradicciones. La autenticidad justifica el espacio en blanco de unos puntos suspensivos previos a ese largo itinerario por escribirse. No todas las obras de todos los seres de palabras merecen trascender; pero, al menos, tal vez sean dignas de comenzar a permanecer las de quienes trabajaron en el elemental propósito de expresar razones y argumentos surgidos de una genuina inquietud. Más allá de los posibles méritos que el tiempo venidero pueda arrojar sobre una obra, la autenticidad hace que ésta se justifique, al menos, en la validez del esfuerzo que significó realizarla.

En los tiempos mitológicos, durante las edades en que los hombres aún escuchaban las voces de los dioses, la relación entre los seres de palabras y el poder fue muy estrecha. El amo de las palabras, mago, chamán, hechicero, brujo, solía ser, también, el guía de su tribu. Después de aquellas épocas primeras, ya en los albores de nuestra civilización occidental, la razón humana dictó, como aspiración ideal, que los amos de una sociedad fuesen sus habitantes más sabios. Ideal escrito por Platón en su diálogo La República, libro destinado a dibujar un estado feliz gracias al gobierno de un rey-filósofo. Muy poéticamente, Platón ilustró este ideal en otro libro, el Timeo, donde, a través del mito de la legendaria Atlántida, describe a los reyes atlantes, sabios y justos. La Atlántida, dice Platón, fue feliz y poderosa mientras sus reyes mantuvieron su perfección. Sin embargo, con el tiempo, decayeron y se volvieron déspotas e incapaces. Fue entonces cuando Zeus decidió el castigo de la Atlántida: desaparecer para siempre devorada por el mar.

En La República, junto al privilegiadísimo lugar que Platón asigna a los filósofos, llama la atención el muy menguado papel que concede a los poetas. En una página de La República leemos: "No somos poetas sino fundadores de estados; como tales, nos corresponde conocer los modelos a los cuales deben ajustar sus fábulas los poetas y prohibirles que se aparten de ellos". O sea: había que desconfiar del poeta y de la poesía. Era necesario vigilar al primero y normar la segunda. Paradójicamente, Platón, metaforizador del mundo a través de imágenes poéticas que, desde entonces los hombres han repetido, pareció temer a la poesía, desconfiar de ella.

La visión platónica de sociedades felices gracias al gobierno de algunos elegidos, habría de generar uno de los más sangrientos errores del itinerario de la humanidad. El mito de la "responsabilidad" de ciertos "elegidos" destinados a gobernar sus sociedades, se convirtió, a la larga, en una noción tan irreal como peligrosa. Grotesca secuela de los lejanos sueños de Platón, el revolucionario moderno, propuesto a sí mismo como el hacedor de la felicidad de su sociedad, sería la desdichada perversión de la vieja utopía del rey-filósofo de Platón. Y es que el verdadero poder del ser de palabras no es ni su responsabilidad para con su sociedad ni hacer que todos comulguen con sus respuestas convertidas en verdades únicas o en consignas de su tiempo. La potestad del ser de palabras es su voz, y su único destino posible el de entregarse a la búsqueda de esa voz, confiando en que, por original, significativa y genuina, ella pueda merecer el honor de hacerse perdurable.

En su discurso de incorporación al Colegio Francia, dice Michael Foucault: "¿Se imaginan ustedes que me tomaría tanto trabajo y tanto placer al escribir... si no preparara —con mano un tanto febril— el laberinto por el que aventurarme, con mi propósito por delante, abriéndole subterráneos, sepultándolo lejos de sí mismo, buscándole desplomes que resuman y deformen su recorrido, laberintos donde perderme y aparecer finalmente a unos ojos que jamás volveré a encontrar? ...No me pregunten quien soy, ni me pidan que permanezca invariable... Que nos dejen en paz cuando se trata de escribir". O sea: que nadie se interponga entre la página en blanco y el poder del ser de palabras para llenarla. La página que él ha escrito le pertenece. Hierve con sus entonaciones, vive con él y a partir de él: confirmándolo en un lugar donde cabe, también, todo el espacio del mundo.

Desvanecida de tantas maneras en nuestro tiempo la noción de verdad única, ¿quién podría aún aspirar a decirla o a pretender poseerla? No el ser de palabras, desde luego, que no puede sino esforzarse en descubrir en su palabra una forma esencial de verdad: subjetiva y parcial, siempre circunstancial, pero, sobre todo, comunicable. "Yo no he inventado nada, no he sido más que el secretario de mis sensaciones", dice Cioran en De lágrimas y de santos. A partir de sus sensaciones, los seres de palabras escriben. Y esa es su más extraordinaria potestad: nombrar sus sentimientos que son, también, los sentimientos de todos los hombres. En la medida en que las imágenes creadas por su voz alcancen su espacio social y lo cubran, podremos hablar del más alto destino concebible para el ser de palabras: escribir los símbolos que identifican lo humano dentro del tiempo.

 

A manera de breve —e interesado— colofón

En su libro, El conocimiento inútil,** su autor, Jean François Revel, desarrolla la idea de que se ha rutinizado la mentira en un mundo como el nuestro, donde algunos poderosísimos seres de palabras acuñan y repiten demasiadas imágenes, demasiadas ideas y, en general, demasiada confusión. Según Revel, los seres de palabras serían los principales autores de muchas de las patrañas que el mundo entero cree. Sugiere que, con una eficacia extraordinaria, los intelectuales —y, desde luego en el caso que mejor conoce: el de los intelectuales franceses—, a través de libros, cátedras y, en general, de los más diversos medios de comunicación de masas a su alcance, han logrado tallar con extraordinaria —y malévola— eficacia la mayoría de las imágenes e imaginarios que una obediente población asume y consume. (En realidad Revel se refiere, casi en su totalidad, a deformaciones ideológicas que él contempla como la gran perversión de la izquierda francesa y, en general, de la intelligentzia occidental). Blanco especial de los ataques de Revel son los profesores universitarios. La concepción que los hombres tenemos de nuestro mundo pasaría, según Revel, por el meridiano de las grandes universidades de Occidente.

Otro autor, y de nuevo francés, Raymond Aron, en su libro El opio de los intelectuales,*** acusa a los seres de palabras de ser uno de los más nocivos venenos de las contemporáneas sociedades occidentales. No deja de resultar llamativo el extremo poder que tanto Revel como Aron asignan a los seres de palabras franceses, a quienes, prácticamente, responsabilizan de ser los creadores de todas las referencias que dibujan los imaginarios del tiempo francés. Revel y Aron coinciden: los seres de palabras son maliciosos fabricantes de opiniones, falseadores de la realidad. Como expresa Harold Rosenberg en un comentario sobre el libro de Aron, "De las mesas de café de Saint Germain de Prés, Aron ve elevarse los vapores cargados de imágenes que aturden a toda Francia".

Lo primero que se me ocurre leyendo a ambos autores, es que espacios culturales diferentes generan muy distintas opciones para la influencia de los seres de palabras. Definitivamente, la consideración y el respeto de la sociedad francesa para con sus seres de palabras es muy particular; yo diría más bien: excepcional. Valga una anécdota banal que, de alguna manera, lo corrobora: de mis días de estudiante en Francia recuerdo un programa de televisión semanal, Apostrophes, en el cual, un entrevistador invitaba cada viernes a escritores a que presentaran sus últimos libros publicados y los comentaran. Según todas las encuestas de audiencia, ese programa era el más visto de la televisión francesa. Algo difícil de concebir en otros contextos. Hay sociedades, como es el caso de la más poderosa del mundo, la estadounidense, donde la relación entre los seres de palabras y su sociedad luce, hasta donde sé, mucho menos idílica. Allí parecieran contradecirse unos ideales compartidos por una gran mayoría de la población, que hablan de dominio, posesión, competencia, triunfo, y el marginal discurso ferozmente crítico de algunos de sus más importantes escritores; como si ante una autopercepción colectiva ramplonamente titánica, al ser de palabras no le quedase otro destino que bajar la voz o convertirse en paria.

En el caso que mejor conozco, el de mi propio país, Venezuela, lo más llamativo de la situación de los seres de palabras sería, en general, la indiferencia colectiva —abrumadora, total, olímpica— que suele rodearlos. El ser de palabras venezolano escribe en medio del silencio; generalmente, pareciera no haber eco alguno para su voz, y, sólo en muy contados casos, casi siempre cuando un ser de palabras excepcional ha muerto o se encuentra próximo a morir, se lo convierte en figura pública, se lo "panteoniza"; esto es: los organismos públicos publican sus obras, e, incluso, algunas de éstas son destinadas a convertirse en libros de texto que, aburridamente, los estudiantes leen en fugaces sinopsis de estudio. En la gran mayoría de los casos, no podría hablarse de una comunicación real o de influencia alguna entre el ser de palabras venezolano y su sociedad. Los venezolanos que, muy raras veces parecieran distinguir valor o mérito en lo que tienen o en cuanto los rodea, llevados de una curiosa actitud autodenigratoria que los conduce a mirar fuera de sus fronteras en busca de valores y méritos que no descubren dentro de ellas, han convertido a sus seres de palabras en significativas víctimas de esta perversa manera de negación o ignorancia.

Mario Briceño Iragorry, uno de nuestros más importantes escritores, tituló Mensaje sin destino el que quizá sea su trabajo fundamental. Mensaje sin destino, botella lanzada al mar, voz sin recepción... Las excepciones, además de ser eso, excepciones, resultan más aparentes que reales. Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri, por citar algunos casos, quizá debieron su altísimo protagonismo al hecho de haber incursionado ambos —con muy poca fortuna, por cierto— en la vida política (y en el caso del segundo, también a su conocidísimo programa Valores humanos, transmitido por varios canales de televisión durante décadas). En todo caso, su condición de íconos nacionales no pareciera relacionarse demasiado, sobre todo en el caso del segundo, con un verdadero conocimiento y un genuino aprecio de su obra.

Sin embargo, como alguna vez he comentado, en este contexto no todo resulta necesariamente negativo para el ser de palabras. Éste, si logra asumir su marginalidad como voluntario aislamiento, como fortalecedor asilo, desarrollará una total autenticidad en su escritura. Si a nadie —o sólo a muy pocos— interesa lo que hacemos, entonces somos realmente libres para hacerlo. No nos leerán, pero, al menos, tampoco nos molestarán demasiado; no nos presionarán, desde luego, las razones de inexistentes mercados. En fin: rodeado de fantasmas, el ser de palabras venezolano, para no afantasmarse él mismo, no tiene más remedio que detenerse en una palabra que, necesariamente, pasa a serlo todo, y que, a la vez que lo comunica con su tiempo, también lo separa de él; separación que lo coloca en una forzosa situación de independencia, que no por forzosa deja de ser válida.

En el contexto venezolano, desde luego muy lejos de espacios como el francés, si hemos de creer a Revel o a Aron, en medio de una realidad demasiado poblada de silencios y de vacíos, la universidad podría convertirse en uno de los espacios más adecuados para el ser de palabras. Una universidad capaz de fomentar el diálogo, el encuentro de las voces. En su libro La otra voz, comenta Octavio Paz: "los poetas se refugian en las universidades, como en la Edad Media, pero sería funesto que abandonasen la ciudad". De más está decir que el poeta no puede abandonar la ciudad de la misma manera que la poesía no podría abandonar la vida; pero, a fin de cuentas, la poesía, que merece vivir en todas partes, también merece hacerlo en las universidades. Universidades capaces de aceptar a la imaginación como una de las formas más amplias de la sabiduría humana; capaces de aceptar, también, que razones poéticas y científicas pueden coexistir porque unas y otras no son sino complementarias expresiones de lo humano; universidades en condiciones de permitir a ciertos seres de palabras trabajar con dignidad el hallazgo de su voz, y, también con dignidad, expresarlo. Quizá he idealizado el espacio universitario. No lo niego: es el lugar donde he trabajado por veinte años. El lugar en que me he sentido feliz de poder escribir, siempre en sosiego y en asilo, mi propia palabra.


* Lewis Coser: Hombres de ideas, México, Fondo de Cultura Económica, 1968. Regresar.

** Barcelona, ed. Planeta, 1989. Regresar.

*** París, ed. Gallimard, col. Idées. Regresar.


       

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