Estoy en un hotel. El
piso once; este número podría cobrar pronto una suerte aciaga como la del trece. No conozco el origen de
la idea acerca de la mala suerte de los días que se nombran con el número que sigue setenta y dos horas
después del décimo, sin embargo ahora que New York sufre un desastre en una fecha apuntada con los dos
unos y luego le ocurre lo mismo a Madrid me puedo imaginar que los dueños del agüero van a sugerir esto
dentro de poco.
Tengo una vista sobre una parte de la ciudad, las luces se derraman en gotas sobre el espacio que puedo
ver desde la ventana... Disfruto esta visión, los espacios del cuarto se engrandecen, expanden sus
pequeños rincones como una fruta que se explota en el aire después de un golpe con un bate de béisbol. La
ciudad puede convertirse en una eterna tortura para quien desde una esquina pretenda contar los pasos que la
abarcan. Claro, esto último no tiene sentido ni se consideraría un acto de cordura, pero después de ver a
quienes nominamos como locos uno se queda con la duda y llega a pensar que son parte de una conspiración
que desea darle a la ciudad una cifra en pasos, en desasosiegos, en inmedibles afecciones.
Sostengo el portátil sobre las piernas. El televisor abriga y somete algunos espacios del cuarto, una
mesa pequeña con un florero lleno de vacíos, otra mesa con una silla. Ahí he dejado la bolsa con las
acostumbradas cervezas de la noche. En este momento muy por encima de mis urgencias emocionales, de mis
agradables olvidos, de las justicias merecidas y de las excitantes distancias me preocupo por lograr que las
latas llenas alcancen incluso hasta cuando la ebriedad consuma la inmadura conciencia y también las
afecciones sentimentales.
Apenas anoche me apegaba al teléfono queriendo perpetrar asaltos y deseos, sin importar la evidencia de
los actos. Estuve deliciosamente entregado a la charla, animadamente escuchando mis sentimientos con ellos
mismos, una especie de entrega para presumirme culpable de todo y de nada.
Esto me gusta, la palabra recibe vocablos aprendidos o mejor el computador me permite desde el teclado
presiones y arrugas que obligan a mostrar en el monitor alguna cosa que se me ocurre mientras veo
televisión, bebo cerveza y reconozco lo agradable que me resulta estar en este cuarto. No pertenecer, ser
parte de la ruta, del silencio que se quiebra con la petición de un seguro que se rompe para dar paso a una
puerta abierta. El televisor me sigue seduciendo, esto es un juego de maleficios y hechizos, el computador,
la televisión, la cerveza, un libro y yo con mi egoísmo.
La resistencia
de Sábato y un libro de Bukowski. Mis pretendidos talentos con la escritura que se caen por livianos. En
eso estoy, observando el florero, y los medios de comunicación que me provocan historias de otras tierras.
Un cambio de canal me permite la vista del fútbol. El otro día le decía a una de mis amigas que no
entendía por qué ellas no lo disfrutan tanto como los hombres, entonces le comentaba que yo veo los deportes femeninos con mayor atención cuando utilizan pantalones cortos y además tienen mayores
facilidades de movimiento. Es que si a ellas les gustan las piernas de los hombres y su fortaleza física
pues deberían participar del fútbol con un gusto especial. Esto que escribí es un sin sentido y no
merecía aparecer en este espacio, pero igual, vengan aquí incluso mis inclusos.
Había empezado este texto con la intención de abordar la idea de los cambios que nos sugieren los
nuevos medios de comunicación, esto porque noto en mí la insistencia por estar conectado con las personas
que me agradan o me llenan. Acabo de utilizar un término que no dice mucho, pero es mi texto y tengo
entonces la supremacía sobre él para poner lo que quiera.
Estoy en el hotel, tengo diferentes posibilidades de comunicación, primero voy a nombrar las que no me
permiten una interacción menos participativa. El televisor me trae imágenes, repetidas o no, es una manera
que tienen los medios para llegar con sus solemnidades a mi mente. Luego, aunque no pareciera el control
remoto del mismo es el medio que conozco para hablarle, le pido cambios y él los ejecuta sin preguntas.
Leamos entonces de esta relación lo que a mí se me ocurre; distancia, inapetencia, conformismo y
salubridad. ¡No me la estoy fumando verde y ni siquiera me la estoy fumando!
Distancia, es la disposición que conservamos para muchas de las cosas nuevas del mundo y para otras
tantas tan antiguas como nuestro hábito de mantenernos de pie. Mantenemos una prudente distancia con tantos
eventos del mundo que preferimos verlos tan sólo en pantalla. Acabo de pasar por el canal porno, está
codificado, no se ve nada, sin embargo se escuchan algunos sonidos y los voy a dejar mientras me expando en
tonterías sobre esta sábana de bytes.
Hay gente a la cual la idea de morirse solos les asusta más que la propia muerte, son de ese tipo de
actores de teatro que no soportan la idea de comprenderse banales. Otra vez voy diciendo tonterías, ahora
puedo dejarle esta culpa a un programa de televisión que pasan en el canal veinticuatro. Ni me importa el
nombre del mismo ni sé el nombre del programa.
La mano izquierda huele a sexo, la derecha a cerveza. Vaya suerte, dos soledades contiguas. Imagino lo
que pensaría Bukowski si supiera que dejo derramar cerveza sobre sus libros. Claro, reiría y luego
soltaría una retahíla de enojos por la cerveza perdida, no por el libro humedecido, por supuesto.
El momento más hermoso de mi vida, eso recita el actor que interpreta un personaje en la serie que se
pasa por el televisor. Acabo de descubrir que viajo sin rumbo en este texto como en mi vida. Vuelvo entonces
a tratar la ruta.
Inapetencia, esta debe ser la sed de nosotros los que descubrimos los nuevos medios. Nos descubrimos y
sorprendemos más fácilmente con la virtualidad que con la realidad. No queremos otra cosa, sólo este
consumo atrayente de estar sin comprometer otro rumbo diferente a un medio de comunicaciones para
permitirnos relaciones remotas.
Una mujer pretende la consumación de sus instintos, entonces va a la iglesia y pide perdón por su
pecado, otra en cambio busca entre sus cosas, descubre un par de números telefónicos, llama, encuentra a
uno de sus amigos y lo convida a la fiesta. Nada pasa, sólo que nuestra felicidad pasa primero por el
filtro moral de la escuela que nos enseñaron de niños sobre estos dolores de adultos.
Conformismo, esa palabra a la que todos tememos pero que aceptamos sin darnos cuenta después de
consumirnos por el paisaje de imágenes que notan en nosotros el invariable jugo de aceptar sin rechistar.
Salubridad, esa traslucidad de los que simplemente no se arriesgan. Sexo puro, sin condicionales, sin
dejarse pegar el aroma del otro o sentir la humedad filtrándose en los poros propios. Entiéndase el uno
con el uno. Nadie te toca.
A propósito de todo y de nada, salud.