1. A modo de introducción
Mario Briceño-Iragorry, escritor venezolano nacido
en Trujillo en 1897 y fallecido en Caracas en 1958, va a construir un importante
legado en el debate de las ideas ocurrido en Venezuela en las primeras cuatro
décadas del siglo; un debate de ideas que pretendió, con algo de éxito,
definir los patrones políticos, económicos, sociales y culturales de un país
que abría los ojos a la modernidad. Obras de importancia fundamental como Tapices
de historia patria, El caballo de Ledesma, Mensaje sin destino, Alegría de la
tierra, Aviso a los navegantes, entre otras, comprueban el interés de
Briceño-Iragorry por definir el perfil de Venezuela ante el mundo y ante ella
misma. En esa búsqueda de conceptos, el trujillano entiende que no puede
alcanzar dicha definición sin antes proceder en la renovación del mundo
espiritual del venezolano. Según él, nada puede ni tiene sentido sin admitir
la presencia de Dios en la vida y obra del hombre; en tal sentido, su análisis
social y cultural pasa primero por un análisis espiritual centrado en su fe en
Cristo y en la doctrina católica. Es por ello que se siente en la necesidad de
fijar posición acerca del Cristo que decide seguir y a quien le va a brindar
importantes y hermosas páginas de sus obras.
Briceño-Iragorry está convencido de que Venezuela
debe transitar un camino revolucionario, debe romper con todo y emprender un
nuevo camino, pero esa revolución, ese camino debe estar orientado por un
espíritu evangélico. Este espíritu evangélico debe elevarse desde el mismo
corazón de la cultura y de la historia. El siglo XX abrió las puertas a la
difamación de lo humano, a la postulación del atropello como elemento muchas
veces dignificador y a la justificación incomprensible del pecado. Quienes se
garantizaban en el siglo XX como garantes de un orden de convivencia fueron los
más atroces instigadores de la abominación y la postración del espíritu,
baste recordar la Alemania nazi, la Unión Soviética comunista y los Estados
Unidos de siempre.
Esta alarmante avanzada del materialismo y su
interpretación religiosa en el ateismo, preocupó notablemente a
Briceño-Iragorry, que entendía al mundo sólo a través un cristianismo
evangélico; es decir, centrado en la vida de Cristo, en donde imperan
principios fundamentales como la caridad, la solidaridad, la tolerancia y el
respeto.
Entonces se insinuaba ya en el mundo cristiano y
hoy se encuentra vivo y actuante en casi todos los países adscritos a ese
credo religioso, un catolicismo innovador que Briceño-Iragorry destaca
entusiasmado como “nueva revolución”. Su objetivo estaría representado
en asideros reales y auténticos donde se proyectaría el mensaje de Cristo
rescatado, a casi dos mil años de su presencia en la tierra. (Vera.
1987:68).
Briceño-Iragorry va a responder al mundo a través
de un Cristo renovado y de pertinencia en la dinámica social. Por ello parte de
un Cristo reelaborado por la literatura del siglo XX y por el pensamiento que
venía tejiéndose desde Francia por medio de la Acción Católica Obrera. En el
Hijo de Agar, publicado en 1954, escribe lo siguiente:
En Francia ha comenzado una nueva “revolución
francesa”. Ahora sus signos no son el despótico gobierno de la diosa
Razón, sino la búsqueda de realidad para el Mensaje de Cristo. En Lyon no
habrá nuevo Fouché1 que sacrifique masas humanas. De Lyon, por
el contrario, salen voces que admonitan para la debida contrición de los
culpables (Briceño-Iragorry. 1954:11).
Es en este momento donde logra perfilarse la obra
católica de Mario Briceño-Iragorry y su visión de un Cristo renovado; un
pensamiento pacífico en donde predomina la igualdad entre los hombres en todos
los órdenes y un espíritu impulsor que guíe el camino del mejoramiento de las
condiciones materiales de la vida y cubra con éxito real las carestías
cardinales en el plano de la dignidad humana. En tal sentido, perfilará un
Cristo acorde con esta nueva y renovadora concepción del hombre y la sociedad,
un Cristo que se tejía ya desde una transfiguración ficcional, un Cristo que
decidía a bajarse de la cruz para ensuciarse las manos con los más pequeños y
necesitados. En tal sentido apunta hacia el Jesucristo rescatado para la
literatura por Papini y Kazantzakis.
2. La literatura y Cristo. Un bosquejo
Durante el siglo XX la literatura moderna fijó como
patrón para la creación de novelas, poemas y dramas la imagen de Jesucristo.
Directa o indirectamente, Cristo cede su imagen para la elaboración de un
discurso que permitiera al hombre moderno reencontrarse con la sensibilidad
humana. Como ejemplos de ello tenemos La montaña mágica de Thomas Mann,
Ulyses de James Joyce, Emanuel Quint de Gerhart Hauptmann, Las
uvas de la ira de John Steinbeck, Una fábula de William Faulkner, Gato
y ratón de Günter Grass. Por supuesto, también existen ejemplos de
escritores que emprendieron la aventura de reescribir la vida de Cristo como
Charles Dickens, Selma Lagerlöf. Francois Mauriac, aunque debemos incluir en
esta rama a los directores que dieron al cine una nueva dimensión a la
presencia del Mesías, desde Pier Paolo Pasolini hasta Martin Scorsese.
Hay que aclarar que la figura de Cristo en la
literatura moderna a menudo no refleja en absoluto a Cristo en sus acciones
relatadas en los Evangelios. El autor es libre de hacer lo que quiera con la
figura de Cristo, pero las creencias del escritor determinarán el significado
de su imaginería y simbolismo. Pero demasiado a menudo los críticos pasan por
alto la distinción, cuando tienden a hablar vagamente de temas cristológicos
en literatura, queriendo decir en realidad que una obra tiene forma
transfigurativa, o bien hacen de Jesús y Cristo figuras intercambiables
(Ziolkowski. 1982:24), como sucede en el caso de Siddharta de Hermann
Hesse. De todos estos casos debemos rescatar al Cristo elaborado por Papini y
Kazantzakis, que es el eje central en el análisis de Cristo hecho por
Briceño-Iragorry en su obra.
3. Mario Briceño-Iragorry frente al Cristo de
Papini
Giovanni Papini figura como una de las más altas
representaciones de la literatura italiana del siglo XX, es un toscazo converso
que combatió violentamente el caos mental de su momento. En la primera mitad de
su vida, Papini fue un intelectual convencido de que Dios no existía en modo
alguno. Sin embargo, en la mitad exacta del camino de su vida, entre la
primavera y el verano de 1918, mientras la guerra seguía todavía, en su alma
comenzaba la última y decisiva batalla existencial. Cabe decir que esta crisis
en Papini no tiene ninguna explicación. En su célebre libro Un hombre
acabado escribe:
Hijo de padre ateo, bautizado a escondidas,
crecido sin predicaciones y sin misas, no he tenido nunca eso que se llama
crisis de alma... Para mí, Dios no ha muerto nunca, porque no ha estado
nunca vivo en mi alma (Papini. 1982: 67).
Sin embargo, el 16 de mayo de 1918 escribía a su
amigo Cesare Angelini, entonces capellán militar en el frente, hablándole de
una lenta, pero profunda transformación espiritual. Papini afirma haber
descubierto la presencia de Dios en su alma, un descubrimiento que siempre
había estado en los Evangelios que casi nadie aplica y vive. Un año después
comienza a escribir La historia de Cristo que vio la luz en 1921. Desde
ese momento, Papini no dejó de ser un cristiano sui generis, violento y
polémico, sin cambiar el estilo personal de su dramática juventud, pero
dedicada a un solo ideal, el de hacer que los hombres sean mejores después de
haberle leído.
La historia de Cristo de Papini es un libro en
donde desea y logra desentrañar a un Jesús vuelto una maraña por la Iglesia y
la vida moderna. Escribe Papini en su introducción:
La Gentilidad y la Cristiandad nunca podrán
soldarse entre sí. ANTES DE CRISTO Y DESPUÉS DE CRISTO. Nuestra era,
nuestra civilización, nuestra vida empieza con el nacimiento de Cristo. Lo
que fue antes de su venida podemos buscarlo y saberlo, pero no es más
nuestro, está señalado con otros números, circunscrito en otros sistemas,
no agita más nuestras pasiones: puede ser todo lo bello que se quiera, pero
está muerto. César, en sus tiempos, hizo más ruido que Jesús, y Platón
enseñaba más ciencia que Cristo. Todavía se habla del primero y del
segundo, pero ¿quién se acalora por César o contra César? ¿Y dónde
están, hoy, los platónicos o antiplatónicos?
En cambio, Cristo está siempre vivo en
nosotros. Existe una pasión por la pasión de Cristo y una por su
destrucción. El enfurecerse de tantos contra él dice bien claramente que
todavía no ha muerto. Los mismos que se desviven por negar su doctrina y su
existencia pasan la vida recordando su nombre (Papini. 1964:11).
Papini proviene del corazón del futurismo nacido en
Italia a comienzos del siglo XX, que rechazaba la estética tradicional e
intentó ensalzar la vida contemporánea, basándose en sus dos temas
dominantes: la máquina y el movimiento. Movimiento que no estaba dispuesto a
simpatizar con instituciones como la Iglesia, considerada por ellos
peligrosamente retrógrada: “Nosotros querremos combatir encarnizadamente la
religión fanática, inconsciente y snob del pasado, alimentada por la
existencia nefasta de los museos” (Enciclopedia Virtual Encarta). Y
probablemente esto hace ganar el interés de Briceño-Iragorry por el italiano,
ya que en cierta medida, sus orígenes tienen ciertas similitudes. El joven
Briceño-Iragorry fue un librepensador terrible y atomizador:
Yo era (...) un violento iconoclasta. Atravesaba
a los veinte años esa crisis donde la pedantería supera a la duda y con la
cual muchos jóvenes continúan buscando ribetes de distinción. Moda era
entonces rebelarse contra la fe de los padres y hacer el antirreligioso
(Briceño-Iragorry. 1988:476).
Los sistemas filosóficos investigados por Papini no
pudieron brindarle ninguna respuesta satisfactoria ante la gran problemática
del hombre, allí convergen el italiano y el joven trujillano. Y cuando
Briceño-Iragorry define la conversión de Papini, tan sólo está explicando su
propia conversión:
Su retorno a Cristo es de tal modo obra de una
precisa experiencia personal, el resultado de una revisión paciente de sus
caudales intelectuales y de su acervo emocional. Su obra está por ello
escrita en un lenguaje tan humano que se ha hecho acreedora de comentarios
contradictorios de parte de muchos cristianos (Briceño-Iragorry. 1991:248).
El Cristo de Papini es un Cristo viril, un hombre
que seduce con la energía que le brinda la imagen frente a los mercaderes del
templo. Un Cristo feo como el de Alexéi von Jawlensky y de la escuela rusa, “un
Cristo posible en medio de la sociedad de los hombres, lleno a su vez del
espíritu del Padre Todopoderoso” (ídem). En Papini encuentra
Briceño-Iragorry, más allá de las iluminaciones místicas de Kempis y los
místicos españoles, un nuevo vitalismo concentrado en la existencia. De ese
contacto nace el humanismo trascendente que relucirá en su obra madura.
El Cristo de Papini le colocará en el camino de
la fe renovada, la que él creyó perdida. Este Cristo es el ágora, el
Cristo callejero que la gente espera y anhela el mundo. Imagen capaz de
contraponerse con ventaja a tantas desviaciones positivistas consideradas
por él como una forma de experiencia demoledora y ascosa (Vera. 1987: 64).
Escribe Briceño-Iragorry:
El hombre del siglo XX necesitaba oír hablar de
Cristo en lenguaje cargado de realidad humana. No era con el estilo denso de
los teólogos ni con las frases tetánicas de los místicos como precisaba
que hiciese su reaparición en el mundo de los descreídos el Cristo
salvador (...) necesitaba hablar un lenguaje rotundo, directo, acendrado,
demoledor, como para hacerse oír de oídos tupidos (Briceño-Iragorry.
1969:177).
Briceño-Iragorry, desde las páginas de Papini,
pretende hacer caminar a Cristo por las calles, a frecuentar lo cotidiano de la
vida humana más allá del fingimiento tradicional. El Cristo que va a asumir
Briceño-Iragorry será “el Cristo vital renacido en su más sencilla y
acogedora realidad” (Vera. 1987:66).
El otro autor que va a definir esta nueva visión de
Jesucristo en la vida y obra de Mario Briceño-Iragorry será el griego Nikos
Kazantzakis y sus dos terribles y vitalistas libros Cristo de nuevo
crucificado y La última tentación de Cristo.
4. Mario Briceño-Iragorry frente al Cristo de
Kazantzakis
Nikos Kazantzakis escribe entre 1948 y 1951 sus dos
grandes novelas sobre Cristo: Cristo de nuevo crucificado, cuyo título
en griego sería La pasión griega, y La última tentación de Cristo.
Luego de su misticismo juvenil, Kazantzakis llegó a reflexionar a Jesucristo
como un héroe espiritual en el mismo nivel que otros mitos heroicos de la
humanidad. Esta visión de Cristo refleja una actitud que Kazantzakis compartía
con varios escritores y estudiosos de la religión de los años veinte. De igual
manera y durante su época marxista, el griego llegó a ver el comunismo como
una religión, actitud que afectó considerablemente la visión que de
Jesucristo tenían muchos escritores en los años treinta. Estas posiciones
crearon un desplazamiento del Cristo de la fe al Jesús de la historia humana.
“En su obsesión por la psicología del salvador y su imitador moderno,
Kazantzakis está mucho más cerca de Hauptmann que de la generación siguiente
de escritores” (Ziolokowski. 1982:152).
La última tentación de Cristo resulta una
visión psiquiátrica de Cristo fundamentada en un estado de profunda
exaltación religiosa, con un amor ferviente a él. La actitud del escritor es
una mezcla imprudente de la antipatía liberal de la consabida imagen
desfigurada de Jesús y la identificación alucinatoria del Quint de
Hauptmann. Fue una concepción predominantemente humana de Jesús que originó
la amenaza de excomunión del autor de la Iglesia Ortodoxa Griega. Sin embargo,
Kazantzakis lo hace para que desde lo humano pueda ser posible entender, amar y
seguir la pasión como si fuera nuestra. En el prólogo de La última
tentación... Kazantzakis escribe: “Si él no tuviera dentro ese cálido
elemento humano, nunca sería capaz de tocar nuestros corazones con tal
seguridad y ternura; no sería capaz de convertirse en un modelo de nuestra
vidas” (ídem). Lo que intenta rescatar Kazantzakis es justamente un salvador
humano, cuya imagen ha sido limpiada de los atributos inauténticos que el
cristianismo convencional le ha conferido.
Sobre Kazantzakis y sus libros escribe
Briceño-Iragorry:
Nikos Kazantzakis ha producido un tremendo
impacto en la apreciativa cristiana del momento. Su extraordinaria novela Cristo
de nuevo crucificado es una formidable requisitoria dirigida a la
conciencia de quienes, llamándose cristianos, no se preocupan por nada de
los contenidos del mensaje de Cristo (Briceño-Iragorry. 1991:211).
Más adelante agrega:
El gran problema planteado por Nikos Kazantzakis
hunde sus raíces en la atroz falacia que, intentando “comunizar” a
hombres que piden pan y comprensión para las clases humildes, es utilizada
como expediente fácil para defender la estabilidad de sistemas dirigidos a
la explotación del hombre por los poderosos (ídem).
Kazantzakis da origen a un nuevo evangelio, un
quinto evangelio escrito para el hombre del siglo XX, elevado desde los
problemas particulares de la modernidad. Ángel Lombardi hace un análisis
próximo al que Briceño-Iragorry establece también en sus lecturas:
La cultura contemporánea asume a Jesús
históricamente y lo desmitifica a la par que elabora una nueva
mitificación, literariamente sustentada (...) personajes y temas asumidos a
partir de la vida de Jesús, tal como lo trasmiten los Evangelios. Un Jesús
arquetípico cuya vida es reducida a una simbología: nacimiento, bautismo,
tentación, milagros, discípulos, pasión y muerte (última cena, agonía
solitaria, traición, juicio, crucifixión), mensaje de amor y paz, una
nueva vida (Lombardi. 1997: 380).
Kazantzakis no es más que la complementación a lo
hecho por Papini y que opera decididamente en la vida y obra de Mario
Briceño-Iragorry.
5. Visiones cristológicas: los Cristos de
Briceño-Iragorry
Como queda evidenciado en ambos autores, lo que
rescata de ellos Briceño-Iragorry es la imagen de un Cristo al servicio del
hombre, pero no desde los altares o el culto, por el contrario es un Cristo
viril y revolucionario que sale a la calle a ensuciarse las manos con el pueblo
que busca la justicia y la igualdad humana. Sin embargo, es importante destacar
acá que el catolicismo de Briceño-Iragorry varió notablemente, y que sus
principios y práctica de la fe no fue la misma que expuso en sus primeros
escritos y en los de la adultez. Por ello, estamos en la obligación de dividir
en tres momentos las apreciaciones que sobre Cristo hizo Briceño-Iragorry. En
primer lugar, el Briceño-Iragorry que deambula entre Trujillo y Mérida;
segundo lugar, el Briceño-Iragorry de sus días en Caracas hasta
aproximadamente los inicios del año 40, y; en tercer lugar, el
Briceño-Iragorry que a partir del año 45 construye un nuevo discurso
basándose en dos situaciones de quiebre en su pensamiento: el fin de la Segunda
Guerra Mundial y el derrocamiento de Medina Angarita.
5.1. Cristo camina de Trujillo a Mérida (1914-1925)
La carrera intelectual de Mario Briceño-Iragorry se
inicia en Maracaibo siendo él muy pequeño. Apenas contaba con unos 10 años de
edad cuando crea junto a unos amigos la revista Venus, una pequeña hoja
con intenciones artísticas. Sin embargo, a su regreso en Trujillo aparece Ariel,
hoja periodística publicada por él y sus amigos José Félix Fonseca y Saúl
Moreno, entre otros, en 1914; es allí donde su actividad intelectual se
formaliza y no la abandonaría hasta su muerte.
En Trujillo entabla amista con el doctor Julio
Helvecio Sánchez. Al viejo doctor lo acostumbraba visitar en el hotel Cruz
Verde, allí probó por vez primera el joven las duras reflexiones de Nietzsche:
Joven, me di a los humos de la incredulidad y de
la negación. Fui ateo. Eso estaba bien con la psicología de la hora. Y
claro, a los diez y siete años fui nietzscheano. Me cabe el triste honor de
haber sido el primero que habló de Nietzsche en nuestro pobre Trujillo. Y
como mi fiebre se las traía, logré transmitirla a aquel viejo admirable
que se llamó Julio Helvecio Sánchez, con García, González, Carnevali y
[Numa] Quevedo, uno de los más altos representantes de nuestro regional
talento. Y el doctor Sánchez llegó a soñar en la muerte libre. Entonces
escandalicé a la feligresía trujillana. Don José Miguel Pimentel y don
Miguel Manuel Parra comentaban horrorizados mi caso. Sólo el padre
Carrillo, con su profundo juicio, se atrevió a desafiar, bondadoso y
comprensivo, mis humos de demoledor. “Yo sé que usted volverá sobre la
fe de sus padres y, aun más, que prestará buena ayuda a nuestra Iglesia”.
Aquello era la profecía de mi fracaso como líder de la impiedad. Escribí
entonces un artículo tan violento que ningún tipógrafo quiso ampararlo en
nuestra destartalada Imprenta Oficial, menos José Rafael Almarza, en quien
influía el místico espíritu de su bondadosa hermana Tula”
(Briceño-Iragorry. 1999:310).
Este será el Mario Briceño-Iragorry que parte
hacia Mérida en 1918. Desafiante, anticlerical e iconoclasta. Sobre estos días
recuerda Briceño-Iragorry:
En Mérida mis días de universidad fueron a la
par de escándalos religiosos. No contento de seguir mi propio impulso, hice
míos los de Diego Carbonell, entonces rector de la vieja casa de San
Buenaventura. Allí, por indicación suya, ataqué a España en el mero día
de la raza. Escribí bajo la inspiración de tan buen maestro una defensa de
Judas que se hubiera publicado en San Cristóbal si no hubiera intervenido a
tiempo don Eustaquio Gómez, a quien debo por ello gratitud. En una
Asociación de Obreros, por agosto de 1920, ataqué a los capitalistas con
tesis extraída de Marx, a cuya lectura me había dado con afán
revolucionario. El propio Obispo pidió no ser invitado a ningún acto
literario en que yo llevase la palabra (Briceño-Iragorry. 1999:210).
La vida espiritual de Mario Briceño-Iragorry estaba
orientada por otros factores ajenos a los que luego él mismo iba a responder
con tanta vehemencia y pasión devota. Era Nietzsche quien le ayudaba a dar los
primeros pasos. Sin embargo, existe en su primera literatura la presencia de
Cristo. Un Cristo que resultaría de sus delirantes lecturas revolucionarias.
Así lo comenta Briceño-Iragorry:
Mi primera literatura fue literatura de
introversión y de angustia personal, los problemas sociales los miré a
través de estados personales de conciencia y mediatizados a la visión
religiosa. Para ello tuve la suerte de haber dado muy pronto con el Cristo
de Giovanni Papini, anticipo del Cristo de Kazantzakis. Ese y no el Cristo
glorioso de la alta Teología, era el Cristo que yo buscaba
(Briceño-Iragorry: 1996:294).
La pasión de Briceño-Iragorry y la propia angustia
de hombre moderno lo llevan a indagar el perímetro de sus dogmas personales.
Una crítica religiosa apoyada en exaltadas lecturas resulta generadora de mayor
angustia y desorden mental, de allí la razón por la cual arremete tan
virulentamente contra tradiciones y costumbres, que luego, en su madurez,
defenderá. De esa angustia nace una concepción muy particular de Cristo y su
razón de ser en la tierra. En primer lugar, hay que decir que las
consideraciones religiosas del Briceño-Iragorry de sus primeros libros estaban
prendadas de un misticismo panteísta seguramente forjado por sus lecturas de
Maurice Maeterlinck. Allí descubre Mario Briceño-Iragorry el dolor en un grado
hiperbólicamente angustioso, sólo allí descubre y en un proceso de creciente
fe se reencuentra con Cristo, no sin antes haber sido abonado el camino por San
Agustín, que sería el primer contacto formal en su camino de iniciación
católica. La imagen de Cristo se había esfumado de su ¿mente? y de su
discurso había sido borrado por Renán y Nietzsche. Se acercó al Cristo de
Kempis2 y a los místicos españoles, pero fue insuficiente; el
rostro del salvador se le diseminaba entre conceptos ininteligibles y metáforas
alucinantes. “Su ansia de revelaciones requería con ansia verdades vivas,
desnudas y anonadantes en su precisión: las únicas capaces de cautivar su
espíritu” (Vera. 1987:65).
Son sus experiencias entre 1921 y 1925, tiempo en el
que publica sus tres primeros libros, Horas, Motivos y Ventanas en la
noche. En los dos primeros textos predomina un seudomisticismo al estilo de
Maeterlinck y Amado Nervo:
¡En ti mismo, contesta la fe imposible,
purifícate para que puedas levantarte sobre las vanidades terrestres, haz
en tu interior un templo y lávate en el agua mística de la creencia!
(Briceño-Iragorry. 1991:37).
Más adelante escribe:
Sí, todos pueden juzgar al gran belga
[Maeterlinck], porque la desgracia siempre es consecuente y visita en
cualquier forma a los mortales, y las almas que se levantan bajo su peso
parecen llenas de una sabiduría extraña: la sabiduría del dolor que manda
y se hace servir (...) así como las frutas medicinales pueden causar el
envenenamiento rápido del organismo o según su cantidad una
regularización de las funciones cerebrales y nerviosas, así la desgracia,
después de un supremo desgarramiento, puede proporcionarnos un medio de
educación espiritual como cualquier escuela de ética o de religión
(ídem).
En un artículo del libro Motivos describe el
proceso por el cual atravesaba y su encuentro con Jesucristo:
Épocas de misticismo ha tenido el universo como
las tiene la vida de los hombres. En la actualidad atravesamos un período
de crisis mística. Este período es consecuencia lógica de la pasada
guerra. Ya en el fragor de la lucha los soldados vieron al Nazareno curando
heridos en los campos de batalla (ídem).
El vacío de Kempis y los místicos españoles con
un Cristo más bien sin proporciones humanas es llenado por un nuevo estado de
conciencia de Briceño-Iragorry, una conciencia que había comprendido, gracias
a Manuel Ugarte, que el artista se debía a la superación de su pueblo, el
artista debía sufrir junto a su pueblo, y desde ese dolor superarse a sí
mismo. Comenzaba a surgir el compromiso social en la voz mítica de
Briceño-Iragorry. Aproximadamente en el año 1925, Mario Briceño-Iragorry lee
a Papini y su Historia de Cristo. Encontró a través del italiano a un
Cristo metido dentro del dolor del pueblo:
Jesús está con nosotros en el taller, en la
oficina, en la paz del hogar; Jesús camina por nuestras mismas veredas,
Jesús no se ha ido de la tierra y para hallarlo no se necesita el silencio
de la cenobia, esa disciplina, ese yermo conventual, ese yermo silente. Esta
cenobia, esa disciplina, ese yermo podemos y debemos lograrlos en nosotros
mismos por la comprensión de la obra de Cristo (ídem).
Conceptos que asoman a Briceño-Iragorry como un
adelantado de la teología de la liberación, si tomamos en cuenta que Gustavo
Gutiérrez ofreció en 1971 la primera exposición sistemática de esta
concepción en su obra Teología de la liberación y que suele
identificarse con el movimiento iniciado en Latinoamérica durante la segunda
mitad del siglo XX y al que se asocian originalmente los nombres de Gustavo
Gutiérrez y Rubén Alves, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo, José Miguez Bonino,
Leonardo Boff, Helder Câmara, Pedro Casaldáliga, Ignacio Ellacuría, Jon
Sobrino, Samuel Ruiz García y otros teólogos católicos y protestantes de las
décadas de 1960 y 1970. Ahora se comienza a perfilar la renovación de la fe en
Briceño-Iragorry, su idea de Cristo y práctica intelectual como católico
convencido.
5.2. Cristo como compromiso social (1925-1945)
Durante este período Mario Briceño-Iragorry es
nombrado secretario general del gobierno del estado Trujillo (1927), gobernador
de la ciudad de Valencia (1928), profesor-fundador de la Escuela de Filosofía y
Letras de la UCV (1929), director de Instrucción Primaria y Secundaria y de
Instrucción Superior y Especial del Ministerio de Educación (1932), jefe de
Misión en Costa Rica (1936), encargado de Negocios en Centro América (1938),
ministro plenipotenciario en Panamá y Centro América (1939), director del
Archivo General de la Nación (1941), presidente del estado Bolívar y
presidente del Congreso Nacional (1945). Entre los libros más importantes
durante estos años destacan Lecturas venezolanas (1926), Tapices de
historia patria (1936), Temas inconclusos (1942), El caballo de
Ledesma (1942) y Palabras de Guayana (1945). De esta serie de libros
destacan dos: Temas inconclusos y El Caballo de Ledesma, en donde
surge nuevamente la imagen de Jesucristo como propuesta de cambio social.
Es importante destacar en este momento que para el
año de 1934, Mario Briceño-Iragorry, junto con otros catedráticos seglares,
toma la iniciativa de constituir una agrupación o asociación que llevaría por
nombre Los caballeros del Espíritu Santo. Esta agrupación, en la cual
destacan figuras preeminentes del pensamiento venezolano como J. M. Núñez
Ponte y Caracciolo Parra León, fijaba sus bases en la Encíclica de León XIII:
Rerum Novarum, así como en la necesidad del estudio del salario justo
para los obreros, el establecimiento de un escritorio jurídico para prestar
servicios gratuitos a las personas necesitadas de este tipo de asistencia, entre
otros aspectos que los hacían adelantados a muchos de los postulados del
Concilio Vaticano II.
En Temas inconclusos, libro en donde por
primera vez asoma Briceño-Iragorry el tema de la crisis, expone ya totalmente
perfilada su angustia de hombre al servicio de la fe en Cristo. Páginas en
donde Briceño-Iragorry va a verter toda la desazón que le produce el
resquebrajamiento de los más básicos principios de la civilización. Allí
pintó el profundo dolor que experimentó al presenciar la “desgravitación”
de la cultura.
Ellas [las páginas del libro] apenas
representan la fatiga y el asombro de quien comprende el espantoso sentido
frankensteiniano de una civilización que, negándose a sus fines, se creyó
constructora de dioses. Hoy, esos mismos dioses la devoran (...). Topará en
ellas (...) con nuestras viejas ideas de justicia, de libertad, de
democracia y de restauración en Cristo de unos hombres a quienes viene
devorando la carencia de fe, de esperanzas y de caridad (Briceño-Iragorry.
1990: 14).
El misticismo de Briceño-Iragorry quedaba relegado
por un compromiso por el bienestar humano; así mismo, el Cristo asumido por él
ha bajado de la cruz para mezclarse con el hombre moderno, para inscribirse en
la angustiosa órbita contemporánea, y desde él, tratar de vencer la
perplejidad universal provocada por la Segunda Guerra Mundial. Temas
inconclusos revela en el autor una inclinación a la reflexión comprometida
de lo venezolano y americano inscritos en un destino ecuménico. El Cristo
revelado en las páginas de Temas inconclusos, es un Cristo sacrificado
en busca de la paz, la tolerancia y la tranquilidad del género humano, en tal
sentido es trabajado como modelo de civilización: “Mientras Cristo utilizó
la arena movediza para la única sentencia en que se valió de la grafía,
nosotros quisiéramos el metal o la piedra aun para los juicios más
intrascendentes” (ídem). Y desde ese clima de tolerancia advertido en su
libro, reclama el regreso del hombre a su origen trascendente:
La hora del mundo reclama un regreso, no a la
barbarie de Atila, sino a la gozosa concepción del hombre en su dualidad de
materia y de espíritu, es decir, al hombre integral que redescubrió “en
sí mismo y en la naturaleza”, al decir de Michelet, el Renacimiento y que
es el mismo hombre, necesitado de “pan y de verbo”, a quien Cristo
predicó su Evangelio, no cumplido aún (ídem).
En este momento, se agrega un nuevo nombre a la
galería de lecturas fundamentales de Briceño-Iragorry, el francés Jacques
Maritain. Aunque Maritain no develará en modo alguno un Cristo novelado con las
características del Cristo de Papini y de Kazantzakis, si lo terminará de
acomodar en la circunstancia del mundo actual, sobre todo de la circunstancia
europea; para Maritain no es la novela ni la ficción, es la reflexión formal
del ensayo filosófico. Cristo deja de ser hombre modélico para hacerse
acción:
La guerra, según el curso que lleva, está
mostrando, no con el ejemplo digno de piedad de los vencidos sino con el
sanguinario de los vencedores, que Cristo está ausente de la tierra y que
sus heraldos han padecido de afasia para predicar la esencia cristiana. La
guerra ha venido a dar el triunfo a una idea anticristiana. La de la
brutalidad. Es como la apoteosis de Barrabás. Como si en la cruz hubiera
tenido éste su tránsito y no Cristo (ídem).
A partir de entonces el Cristo viril de su juventud
asume una nueva transformación en la obra de Mario Briceño-Iragorry, ahora
Cristo es la acción que el propio Briceño-Iragorry debe desempeñar en su rol
de intelectual y, obviamente, de cristiano. El personaje histórico se funde
ahora con la palabra para duplicar su eternidad en el alma humana. Ahora la
imagen de Cristo y su presencia es depósito para la palabra constructora de un
nuevo orden basado en la paz, la tolerancia, la igualdad, la libertad y el amor
entre los hombres. En esta perspectiva llegamos a El caballo de Ledesma.
Durante su tiempo como director del Archivo General
de la Nación, Mario Briceño-Iragorry no detiene su trabajo intelectual como
portador de un mensaje capital para el estudio de la historia de Venezuela.
Producto de ese trabajo intelectual se encuentra el rescate de un personaje
central en la obra futura del pensador trujillano. Alonso Andrea de Ledesma es
reelaborado como arquetipo que personifica la psique venezolana.
La búsqueda de arquetipos que representaran la
psique no parece haber sido una búsqueda individual de Mario
Briceño-Iragorry sino de los hombres que presenciaron la segunda guerra
mundial, período en que fue escrito El caballo de Ledesma (1942),
quienes contemplaron cómo el ser humano había sido absorbido por las
ideologías más absurdas ante las cuales no había ejercitado su libertad
sino que había procedido de una manera totalmente irracional e ilógica
(Febres. 2002:227).
En este pequeño, pero soberbio libro, Mario
Briceño-Iragorry hace un registro más puntual en torno a la idea de Cristo y
su avanzada en una nueva forma de convivencia social, fundamentada en los más
caros principios evangélicos, es por ello que insistimos en la pertinencia de
reconocer a Briceño-Iragorry como uno de los fundadores de la teología de la
liberación, y como uno de los más importantes propulsores de la doctrina
social de la Iglesia forjada en la Encíclica de León XIII.
Uno de los capítulos del libro lleva por
admonitorio nombre: Crisis de la caridad. En este capítulo Mario
Briceño-Iragorry termina de definir su idea de Cristo y el rol que éste
desempeña en su alma de atormentado por el caos mundial y nacional.
Caridad es algo más que fundar “sopas” para
ganar concepto de gente desprendida y filantrópica. Caridad es algo más
que ese salvoconducto que, a costa de cortos dineros, procuran lucir ante la
sociedad pacata quienes se sienten responsables por actos tenebrosos.
Caridad es nada menos que lo contrario del odio. Caridad es amor. Caridad es
Cristo frente a Barrabás. La Caridad es Dios mismo en función social
(Briceño-Iragorry. 1990:50).
Mario Briceño-Iragorry deja bien claro: “Caridad
es Cristo frente a Barrabás”, pero, ¿quién es ahora Barrabás?, más
adelante comienza a dar pistas sobre ello:
Pero hay que ver cómo una gran mayoría de
quienes atacan las fórmulas de Marx son esencialmente marxistas
equivocados. Ignoran el espíritu como fuerza de creación social y
profesan, en cambio, el odio como elemento constructivo. Profesan el odio,
así como lo escribo, porque no otra fuerza puede movernos a servir el orden
permanente de la injusticia. Y la injusticia es violencia contra la caridad.
Su odio se distingue del odio que anima a las revoluciones en que es mudo,
reflexivo, de meditado cálculo, frío como el carcelero que remacha los
grilletes; mientras el otro es odio de reacción contra el dolor, odio que
grita contra la injusticia, odio de la calle. El uno tiene prudencia y
lustre, el otro tiene sudor y angustia. Pero ambos son odio (ídem).
Barrabás es todo aquello contrario a los más altos
valores de la humanidad y la cultura, Barrabás es todo aquello que atenta
contra el hombre en todos los órdenes posibles, Barrabás es todo lo contrario
a Cristo, y si Cristo es quien sirve a los pobres, a los humildes, a los
necesitados, a los despojados, a los marginados; entonces se hace más que
evidente quiénes tienen la desdicha de encarnar a Barrabás. El mundo moderno
en cuanto a materialismo exacerbado representa a Barrabás hecho palabra, obra y
omisión. Sólo que, como el Barrabás de Par Lagervist, existe la
posibilidad de la conversión. Quien acompañe a Cristo en esta nueva misión
sobre la tierra.
5.3. Cristo rumbo al exilio
El 18 de octubre de 1945, cuando es derrocado por un
golpe militar el presidente Medina Angarita, supuso un golpe muy duro para el
carácter civilista y cristiano de Mario Briceño-Iragorry. La tolerancia y el
respeto pregonado por él en sus libros anteriores son vilipendiados por el
régimen naciente. La venganza y la retaliación se transformaron en el modo de
hacer política y justicia en Venezuela, en este sentido no se ha avanzado
mucho; en todo caso, esta circunstancia golpea terriblemente el espíritu de
Mario Briceño-Iragorry. Paralelamente, la familia transita por una dolorosa
crisis económica. Al punto de que el sostén económico de la familia resulta
una fábrica de mermeladas improvisada por su esposa y sus hijas. Curiosamente
el régimen de Betancourt le ofrece la oportunidad de participar en el gobierno
a través de algún cargo burocrático, cosa que rechazó para solidarizarse con
quienes lo acompañaron en el gobierno de Medina, entre ellos Arturo Úslar
Pietri, de quien se quejaría luego por haber dado muestra de solidaridad con
él durante el exilio.
En todo caso, Briceño-Iragorry inicia en 1945 un
largo proceso de angustia y amargura que lo acompañará hasta su muerte trece
años después. En este último periplo en la vida de Briceño-Iragorry lo vemos
asumiendo una postura política y religiosa más radical, hecho que le
garantizará el destierro en 1952. de estos años son sus libros Casa León y
su tiempo (1946), El regente Heredia o La piedad heroica (1947), Virutas
(1951), Mi infancia y mi pueblo (1951), Introducción y defensa de
nuestra historia (1952), Mensaje sin destino (1952), Alegría de
la tierra (1952), Aviso a los navegantes (1953), El hijo de Agar
(1954), Patria arriba (1955), La hora undécima (1956), Saldo
(1956), Los Riberas (1957), Diálogos de la soledad (1958) y Cartera
del proscrito (1958). De esta colección destacarán varios libros, todos
fundamentales en la bibliografía de Mario Briceño-Iragorry. Para efectos de
este estudio trabajaremos con: Mensaje sin destino, Aviso a los navegantes,
El hijo de Agar y Prosas de llanto.
Mensaje sin destino es, sin lugar a dudas, el
libro más reconocido de Mario Briceño-Iragorry. En él puede encontrarse todo
su proyecto ideológico. Es el libro en donde explica la crisis de pueblo
por la cual atraviesa Venezuela y que no le permite anclarse en el pleno
desarrollo anhelado por los intelectuales del siglo XX. Cristo vuelve a aparecer
en el mismo orden de ideas de sus libros anteriores, al servicio de la causa
pacífica. En este libro ataca apasionadamente los regímenes totalitarios de
América Latina, en especial el venezolano (Marcos Pérez Jiménez), ante ellos
impone la presencia de Cristo como camino para vencer estas sobras abandonadas
en el camino por Barrabás:
Nada más lúgubre y pesado que la marcha de una
comunidad totalitaria, donde no haya comprensión ni tolerancia para los
valores contrarios y para las aspiraciones opuestas, y donde, por lo
contrario, se imponga una fuerza que quiera la unanimidad del sufragio de
las conciencias. Cristo mismo, según interpreta don Juan Manuel en viejo
romance, “nunca mandó que matasen ni apremiasen a ninguno porque tomase
la su ley, ca Él non quiere servicio forzado, sinon el que se face de buen
talante e de grado” (Briceño-Iragorry. 1990: 204).
Nuevamente apunta hacia la crisis de valores humanos
y cristianos que es la causa de los males por los cuales atraviesa la humanidad.
Una humanidad que construyó sus esperanzas de espaldas a Dios, una humanidad
desahuciada sin propósito de trascendencia, vacía y sin sentido. La humanidad
que despertó luego de un sueño intranquilo, al igual que el kafkiano Gregorio
Samsa, transformada en bicho, en un repulsivo insecto.
Este nuevo milenario encuentra al hombre en
medio de una crisis espantosa de fe. Están rotas todas las tablas de los
valores morales; Cristo ha sido sustituido por Mammon; y, por consiguiente,
es al nuevo dios a quien se rinde último sacrificio. El lucro ha
quebrantado la lógica reflexión, y la política y la guerra se miran como
felices oportunidades de pingües ganancias (ídem).
Las bases de la utopía socialista forjada en él
por Rodó, Martí y Ugarte, así como el sentido vitalista de Cristo de Papini y
Kazantzakis, han dado frutos. Mario Briceño-Iragorry ha decidido embarcarse en
la aventura de cristalizar un proyecto político basado en los principios
inculcados en él y que galvanizó la filosofía de Jacques Maritain. Cristo no
volverá a la cruz, Cristo mantiene su agónica respiración desde la pluma del
trujillano, quien a su vez, teje desde su discurso literario la angustia como
manera de exorcizar los demonios acumulados en las fauces de una modernidad mal
concebida.
Los ojos de Briceño-Iragorry se abren hacia
América Latina. Se reconoció heredero de Simón Bolívar, José Martí, José
Enrique Rodó, Manuel Ugarte, José Vasconcelos, entre otros, pero vislumbrados
a través del traslúcido cristal de la fe en un Cristo vivo y ardiendo de dolor
por los pueblos sacudidos por el imperialismo, el autoritarismo (América Latina
era una cárcel), y los desmanes que como consecuencia de lo anterior si
hicieron parte de la cotidianidad.
En medio de este mundo contradictorio, todos
hablan de la paz. Pero todos fabrican la guerra. Hasta aquellos que debieran
hacer suyas las palabras de Cristo diariamente leídas a la hora del
misterio eucarístico, invocan la necesidad de destruir hombres, por otros
presentados como enemigos de la justicia, de la libertad y del orden, en
razón de encararse con el monopolio explotador de las potencias
imperialistas o de luchar en el interior de los Estados contra fuerzas que
les niegan la posibilidad de vivir una vida ordenada de trabajo
(Briceño-Iragorry. 1990: 267).
Aviso a los navegantes es un libro que tiene
como columna vertebral examinar los problemas del nacionalismo en relación con
la historia patria, con la tradición del pueblo y con el sentido y
trascendencia habitual del nacionalismo latinoamericano. El incesante tesón de
Briceño-Iragorry por avivar en el país la conciencia defensiva de la propia
personalidad de la nación se encuentra trabajado a la luz de su concepción de
Cristo. El libro es escrito en el exilio de Madrid, y desde allí a través de
la evocación de figuras fundamentales de su juventud (Ugarte y Martí, sobre
todo) hace un llamado a la unidad latinoamericana en defensa de material y moral
de la dignidad humana del hombre americano.
En uno de los textos que componen el libro cuyo
nombre es “Control de la vida y de la muerte”, se discurre acerca de la III
Asamblea General de la Unión Internacional para la Protección de la Naturaleza
que sesionó en Caracas en 1953, y en particular de la participación del
delegado norteamericano Vogt, en la cual afirmó que en el mundo sobraba la
mitad de la población, a causa de la desnutrición, el analfabetismo y la
carencia de higiene; y que por ello, aconsejaba el control de la natalidad como
único medio para detener el inhumano progreso del número de hombres.
Sobre ello reflexiona Briceño-Iragorry airadamente por la indignación y
responde:
El hambre, el analfabetismo y las enfermedades
se explican mejor por la mala distribución de la riqueza y por la
permanencia de esquemas económicos, cuyo mejor soporte son las guerras,
encaminadas a mantener en vigor la explotación de los pueblos atrasados.
Ese sistema lo propugnan muchos que invocan para sí el nombre de cristianos
como bandera defensiva. Ese sistema, para vestirlo de seriedad y de respeto,
algunos lo llaman derechista, y se dicen entonces derechistas cristianos.
Olvidan éstos que Cristo tomó con la mano derecha el látigo de que se
valió para castigar a los usureros, a los ladrones, a los cambistas que
buscaban protección bajo la sombra sagrada del templo del señor. El único
sistema derechista posible en el orden cristiano sería el que repitiese la
acción de Cristo sobre las espaldas de los especuladores sin entrañas que
atizan el odio y la guerra entre los hombres y los pueblos (ídem).
En otro de sus libros fundamentales, El hijo de
Agar, en donde desarrolla temas signados por una solicitud de justicia para
el hombre, de paz para los pueblos, de belleza para el espíritu, y por una
preocupación por los problemas del hombre del mundo, que lo hace continuación
de sus anteriores trabajos. Aquí otra vez fustiga a la modernidad con el Cristo
socialista.
El problema material del mundo es problema de
hambre, de insuficiencia y de esclavitud, frente a la abundancia, al lujo y
a la licencia. Jesús nos aconsejó la perpetuidad del ayuno como camino
para ganar el cielo. Se preocupó de dar comida a sus oyentes; a Marta dijo
que María había recogido como contemplativa la mayor parte, mas no
declaró baldío su afán por el horno y por la mesa; aun después de la
Resurrección, se dio a reconocer de los discípulos de Emaús por la manera
de fraccionar el pan. Para su nombre no pidió homenaje volátil de incienso
y mirra. Ordenó que la comunidad cristiana que nacía a la vida lo
recordase cuando se juntara a manteles para la comida reparadora
(Briceño-Iragorry. 1990:16).
Esto lo escribe mientras ve desilusionado cómo los
dirigentes del primer mundo autoproclamados defensores del hombre y del orden,
pactan inescrupulosamente con los verdugos de los pueblos, los saqueadores de
toda esperanza. El capitalismo avanza sobre el hambre y la paz de los pueblos, y
sin embargo, es propuesto como una solución cristiana al problema humano. A
esto responde Briceño-Iragorry: “El mundo capitalista es tan enemigo de las
soluciones cristianas como del mundo marxista. Y lo es porque el capitalismo es
anticristiano y porque el imperialismo es la supervivencia de la Roma pagana que
degolló a los Apóstoles” (ídem). Asoma como respuesta el despertar de una
revolución amparada por la palabra ductora de Cristo, una revolución que viera
al hombre desde los ojos de Dios vivo y que tiene sólo dos caminos para
transitar: “Bajo los auspicios cristianos que hoy amparan las aspiraciones de
los obreros de Francia, o se hace al empuje iconoclasta de la táctica marxista”
(ídem).
La decepción por el mundo moderno ha llegado a tal
punto en Briceño-Iragorry que considera la posibilidad de que, si Cristo
volviese físicamente a la tierra, sería prohibido por la sociedad laxa y
genuflexa por el consumismo. Esto lo escribe a propósito de la puesta en
cartelera de una película de Curzio Malaparte llamada El Cristo prohibido,
reflexiona Briceño-Iragorry:
Si Cristo reapareciera se le prohibiría
predicar el amor y la paz. Cristo está prohibido en el seno de una sociedad
corrompida, traidora y criminal, cuyos pilares se quebrarían a sólo el
enunciado de la palabra evangélica, pero que, vana y paradójicamente, se
empeña en ser llamada “sociedad cristiana” (ídem).
Las mismas bocas que hablan de Cristo son las mismas
que proclaman la muerte del hombre, los mismos que alzan sus voces destempladas
contra quienes azotaron a Jesús son los mismos que proponen la violencia como
única alternativa para salir de la crisis. Los mismos que imploran por el pan
de la vida amasado con el cuerpo inmolado del Señor son los mismos que niegan
el pan de trigo al hambriento. La paciencia de Mario Briceño-Iragorry se revela
contra la hipocresía de los poderosos y de las élites sociales, inmundas de
llanto inocente:
Hoy Cristo y Francisco [de Asís] carecerían de
tribuna pública para recomendar la paz. El mundo, este mundo falso que se
dice defensor de la cultura cristiana, quiere la guerra. Olvidó el Nuevo
Testamento y ha puesto sus ojos en las figuras guerreras de la vieja ley.
Hablar hoy de paz es posición peligrosa para un cristiano. (...) Antes que
matar hombres inocentes, debieran los gobiernos saciar el hambre de paz, el
hambre de justicia, el hambre de decoro que padecen los pueblos. Todo esto
podría hacerlo Cristo si no estuviese prohibida su palabra conjugante de
voluntades (ídem).
Sin embargo, es en Prosas de llanto donde la
decepción y la desesperanza de Mario Briceño-Iragorry se hacen más evidentes.
La risa del festín en donde el alma del hombre fue el primer bocado, no
permitieron escuchar la atronadora voz de Cristo que gritaba desesperada desde
el corazón de la humanidad su palabra de esperanza. Ni siquiera el látigo
espantador de mercaderes parecía suficiente en el propósito de vida del hombre
moderno. Para Mario Briceño-Iragorry parecía llegar el fin de toda esperanza,
ni siquiera su gran conciencia utópica daba crédito a los nuevos valores
establecidos. Mientras hablaba de paz, de justicia, de Cristo hecho hombre,
sobre Hiroshima y Nagasaki dos bombas atómicas le abrían los ojos al hombre en
nuevas formas de masacrar, más efectivas y más modernas, exterminar a la raza
humana ya era una empresa de agotador sacrificio. Su palabra y la imagen de
Cristo parecen sobrar en el mundo moderno, en la filosofía que por fin
transformó en cosa la sensibilidad humana.
Lo que vemos hoy, ¡oh, Yochito Kiyomi!, es la
negación absoluta del Misterio de amor que anunció María el mensajero
divino. Algo, en realidad, sobra en el orden del mundo presente de los
hombres: o las bombas funestas o la caridad de Cristo (Briceño-Iragorry.
1992:59).
6. Conclusión
El Cristo edificado por Briceño-Iragorry en su obra
no es más que una expresión de su propio espíritu, sacudido por la
incomprensión humana. Como concibió a Cristo de igual manera lo hizo con el
hombre, el mundo y su práctica cristiana. Todo era expresión de su
sensibilidad utópica. El sueño de un mundo mejor sucumbió ante la terrible
realidad: lo que mueve al mundo no es el interés colectivo, sino los intereses
particulares que reposan en las manos de quienes detentan el poder.
Cristo, incluso en el propio discurso de Mario
Briceño-Iragorry, ha sido nuevamente crucificado con la previa aceptación de
Barrabás como señor de la vida moderna. Sin embargo, la presencia de Cristo,
aún después de su nueva crucifixión, en el corazón de los que, como Mario
Briceño-Iragorry creemos que la humanidad todavía es posible, es constante. No
puede morir lo que es eterno, y por más que el hombre en su afán destructor
crucifique en su corazón a Cristo, siempre está la alternativa de la
resurrección; porque la pasión no culmina hasta que Cristo vuelve por sus
fueros sobre las fauces de la muerte.
7. Bibliografía
Notas
-
Joseph Fouché, duque de Otranto (1758-1820), político
francés, conocido como el padre del espionaje político moderno. Nació el
21 de mayo de 1758 en una localidad próxima a Nantes. Aunque se formó como
seminarista, nunca llegó a ser ordenado sacerdote; abandonó el clero para
dedicarse a la enseñanza. Mientras ejercía como representante de la
Convención en Lyon, eliminó a la oposición contrarrevolucionaria de la
ciudad con una brutalidad sin límites, y llegó a ejecutar a más de 1.600
ciudadanos.
-
Tomás de Kempis (c. 1379-1471), monje y escritor
alemán aceptado por lo general como autor de Imitación de Cristo,
un devocionario que gozó de una muy extendida influencia.