Letras
Sabina y los trenes

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Todos dicen que la primera vez no se olvida, que puede extraviarse en la memoria, confundirse por instantes fugaces, pero al final retorna y está allí como un recuerdo permanente. La taza de café acompañaba a la servilleta en la que manifestabas tu conducta nerviosa. La esperabas con la ansiedad de la primera vez. Sí, ésta sí era para ti la primera. Ni siquiera te habías mirado al espejo al dejar tu departamento. Ni siquiera te alegraste con los clásicos rocks que escuchaste en el autorradio. Ni siquiera, por último, pediste algo para auxiliar a tu crujiente estómago cuando tomaste asiento en el restaurante.

¿Vendría? No eras un adivino, ni un profeta, ni siquiera podías determinar si tendrías trabajo el próximo año. Rellenabas la servilleta blanca con la tinta abundante de tu lapicero común. Común pero no tan corriente, igual que tu personalidad. Cuando llegó, recordaste, al mirarla, que no tenías una tradición osculatoria tras de ti. Quizá sólo una tradición erótica, quizá sólo una pérdida de tiempo, que, después de todo, y muy en el fondo, no lo era. No podías llamar pérdidas de tiempo —no, no serías injusto, al pensar las desnudeces olímpicas, gloriosas de Jane Russell aunque nunca las hubieras visto, aunque siempre las pensaste, aunque fue tu diosa eterna y ni siquiera te importaba que ahora estuviese vieja y acabada, una estrella silenciosa a quien ya nadie quería entrevistar. Y tu mundo hollywoodense, que era permanente en tu memoria, se interrumpió de pronto cuando ella tomó asiento.

¿Has leído a Kundera?, me preguntó. Pensé que era el inicio de un largo interrogatorio literario en el que mis vacíos e ignorancias capitales sobre Proust y Durrell podrían compensarse con mi falsa erudición sobre Borges y Greene. A estos dos, por lo menos, los conocía muy bien.

Es encantador, me dijo. ¿Recuerdas La insoportable levedad de ser? A Sabina le encantaba hacer el amor en los trenes. A mí también, me dijo. Bueno, me gustaría —prosiguió—, nunca he estado en uno. Vayamos a Huancayo, o al Cusco, pude haberle dicho, como imaginando cómo su lencería negra iría cayendo al suelo mientras, sobre los rieles de acero, nuestras humanidades comenzaban a compenetrarse.

Pidió un café. Yo, el segundo. Hay un hotel cerca, me dijo. La oferta tentadora de sus labios pintados del color del vino tinto, me hicieron pensar que estaba frente a esas dulces mujeres liberadas, dulces y desprejuiciadas que luchaban contra los preceptos victorianos del siglo diecinueve. La imaginé desnuda, la imaginé tersa, la imaginé mil veces, en veinte segundos. No tuve tiempo de hacer comparaciones con otras mujeres, no pude acordarme de la Laurita de la universidad, de la Kathy del barrio infantil, ni de la striptisera de la última película que había visto. Era la quinta vez que nos veíamos y la quinta que estábamos a punto de dar el ¿trascendental? paso del amor físico.

No fue la tortura ni el éxtasis en demasía. Fue la normalidad de treinta minutos hiriéndonos el uno al otro, ella a mí y yo a ella, con nuestras mejores armas. Estaba feliz. Sonreía con las carcajadas de quien escucha un chiste tan bueno que piensa que nunca le contarán otro mejor. Pero siempre habrá algo, alguien mejor, dijo una vez un Nobel en televisión. Yo lo escuché, y aunque ese Nobel me cae antipático, y desconozco la totalidad de su obra, reflexioné, y comprobé que siempre habría alguien mejor.

Volvimos al café y me habló de su futuro viaje perpetuo. Claro que éste no iba a ser el infierno tan temido de Onetti, ésta iba a ser solamente una serie de prácticas amatorias, quizá sucesivas, cuyo único objetivo —final, fáctico— era nuestra complacencia infinita.

Ni siquiera nos unía el gusto por el cine, y la música la escuchábamos desde la perspectiva de cada uno. Sólo nos unía la admiración alucinatoria por los Beatles y el desencanto de que, en este caso, no habría jamás nada mejor. Al revés del desencanto, era, en realidad, una fortuna.

 

Cinco años después

Bajó del tren y rumbo a la salida de la estación la vi. Cinco años y recordé el hotel. Las blancas paredes limpias, la ventana desde donde se veía a los chicos jugando a la pelota, sus gritos injustos, recordé sus movimientos gimnásticos en el lecho, recordé dos o tres películas que podrían interpretarse más o menos como representaciones de nuestro, entonces, encuentro fortuito.

Esto, claro, tampoco iba a ser El último tango en París, sólo sería un reencuentro inesperado, quizá otro café, quizá más nervios reflejados en la servilleta blanca colmada de dibujos inexplicables, quizá la esperanza de volver al tercer piso de ese hotel “que está cerca”. Y, cuando me disponía a saludarla, ni siquiera a estrecharla entre mis brazos y besarla como un soldado recién llegado, y afortunadamente vivo y sin heridas, de una guerra sucia e incomprensible, comprendí que cinco años transforman a cualquier persona, la vuelven diferente, mejor o peor, pero, sobre todo, distinta.

Físicamente era más hermosa todavía. Era la mujer de mi cuadro preferido, si es que hubiese sido un buen pintor, la heroína de una saga interminable, si fuera un dramaturgo inofensivo pero famoso, o un escritor independiente. Estaba más hermosa, pero ya esas proposiciones hoteleras no formaban parte de su filosofía existencial. Te llamo, me dijo, estoy de paso, vine por mi mamá pero parece que recién llegará por la noche. Podemos conversar, le dije, ¿Aquí?, me preguntó. Este no es lugar para conversar, te llamo, en serio, vete, vete. Y me fui.

 

Una semana después

La llamada, efectivamente, se hizo realidad. No, esto tampoco iba a ser Todos los fuegos el fuego, nuestro querido Julio hace mucho que estaba enterrado en París, entre famosos, y nos negaría los derechos de autor para representar su inquietante relato, quizá hasta si lo hiciéramos casual, involuntariamente. En quince minutos me contó que su viaje perpetuo por el mundo había dejado de serlo el mismo año que lo inició. Viajó mucho en tren, pero se desanimó de ser la Sabina de Kundera. Conoció las linduras de Europa, las de Asia y las de África, le valieron más que cualquier tonto e inútil curso de geografía. Ahora tomaba fotos para una prestigiosa revista especializada en autos. Estaba en lo suyo. Y yo seguía llenando mi galería de personajes, surtiéndola con fruición, como quien tiene —y conserva— un valioso archivo periodístico. Nunca supe valorar mis cosas, ni su dimensión, ni su alcance. Nunca me importó si el artículo en el diario me lo firmaban o no. Me daba igual. Sólo me interesaba que el contenido fuese fiel al límpido original, que no hubiese horrores tipográficos. Me llamó un sábado invernal. Han pasado cinco años, me recordó. ¿Sigues igual de gracioso?, me preguntó. La lencería negra atravesó mi mente como un chispazo, como un rayo, un tornado o el preludio de un huracán. Eso depende, le contesté. Y rió. Ahora vivo en La Aurora, me confesó. Es mejor que un hotel, continuó. Como quien le pone la trampa al ratón. Y el pedazo de queso es enorme y delicioso. Conduje despacio, esta vez sí, no como en la primera oportunidad, puse mucha, quizá demasiada, atención a cada tema que salía de los autoparlantes. Los escuchaba a un volumen moderado. El parabrisas se humedecía a cada minuto y las plumillas, si tuvieran alma y sentimientos, quizá hubieran montado en cólera, porque estaban trabajando demasiado.

Lencería negra, pensé una vez más. La encontré en un charco de sangre, sobre el parquet de su sala. No era necesario llamar a la policía, ellos ya estaban allí. ¿Usted habló esta tarde con ella, ¿no?, me dijo el que parecía ser el jefe y el más rudo de todos esos veinte hombres que tomaban huellas dactilares y husmeaban las habitaciones de la casa. ¿Cuánto la conocía?, fue su segunda pregunta. Estaba tan sorprendido que no tenía lugar para la sorpresa ni para desahogarme a través de mi saliva en el auto. Me fui, porque mi presencia era innecesaria. La primera vez, formidable, más que un ejercicio físico magnífico, la mujer más bella de la tierra cubriéndote la cara con las almohadas blancas de hotel. Su desnudez profunda. Y ahora, en ese charco de sangre, apuñalada.

Mejor, me olvidé. Total, ésta iba a ser, no fue, la sexta vez que la vería. Quizá hubiéramos terminado viendo una película en la televisión, acostados en su cama, compartiendo cocacolas y pizzas baratas y sabrosas. Quizá, porque también ésa era parte de mi mala suerte.

 

Al día siguiente

En el café de Camino Real el periódico que iba revisando consignaba, en la sección policial, la muerte de ella. Apuré el café, pedí la cuenta. Cuando estaba por levantarme de la mesa, una mujer de treinta años, es decir, una de mi generación, dijo reconocerme. ¿Usted no es el que escribe tanto de cine y de libros que su sabiduría ya cae antipática?, me cuestionó. Quizá, sí, a veces escribo, publico artículos pero, pero, pero (parecía el cerdito Porky), de dónde o cómo me conoce usted. Su relato fue tan largo e interesante que volví a mi mesa y terminamos conversando de Proust y Durrell, a quienes ahora conocía como si hubiese nacido en Europa y ellos hubiesen sido mis hermanos.

¿Ha leído La insoportable levedad del ser?, le consulté, con la esperanza, curiosidad y el recuerdo de esa vez, en otro café, hace cinco años. A Sabina le gustaba el erotismo que trasmitían los trenes, aseveró con la seguridad de quien se considera una mujer madura. Mi vida ha estado vinculada a las vías férreas casi desde siempre, pero no, no precipite juicios, nunca he amado en un tren. Quizá debí decir, como una porción de estupidez, nunca falta una primera ocasión. Pero me contuve. Callé y la miré con la eternidad que se acaba cuando te das cuenta de que hoy tienes que trabajar. Eres un tipo interesante, me dijo, aunque algo cruel, añadió. Ya no le importaba cuestionarme. No le dije que muy cerca había un hotel, no le dije nada acerca de que un gran amor efímero del pasado había sido cruelmente asesinado la noche anterior, justo cuando iba a reencontrarlo después de un lustro. No, no le dije nada de eso, porque no le iba a interesar. Y de Borges, ¿de Borges qué opina?, fue su nueva interrogante. Sonreí con malicia. Pude decir por supuesto, pero la quedé mirando, comprobé la dulzura de sus facciones, el color marrón de su pelo, su pinta de intelectual, sus lentes de JohnLennon. No, quizá no sería el inicio de una larga y fructífera amistad, como al final de la clásica historia cinéfila de amor, tercamente colorizada. Iba a comenzar mi perorata sobre Borges, pero me contuve. Ahora tendría que convertirme en detective, en un buñueliano ángel exterminador cuya mayor presa sería el asesino de ese cuerpo rotundo que amé con ardor hace cinco años. ¿Lo puedo llamar por teléfono?, ¿podríamos vernos de nuevo?, me preguntó con su inocencia contenida en la treintena de años que llevaba vividos. Claro, y le dicté mi siempre bienvenido número, ahora digital. Lo apuntó y rió: chau, me dijo, se alejó en la mañana con garúa. Lencería negra, pensé, y hasta me olvidé del periódico en el café. Y de pagar la cuenta.