Entrevistas
Iván González, autor de Otras alas, entrevista a José Luis de Vilallonga
El reposo de un bon vivant

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José Luis de Vilallonga lleva más de dos años trabajando en la culminación de sus memorias, una obra que le ha encumbrado definitivamente en el panorama literario español. Hasta ahora ha publicado tres tomos que traslucen la ilusión de una vida intensa, llena de sentido y, sobretodo, muy bien contada.

José Luis de VilallongaUn mayordomo me conduce a su despacho a través de un recibidor con un enorme espejo dorado. Me recibe sin traspasar el marco de la puerta, con una sonrisa afable. Lo primero que me llama la atención es su elevada estatura. Lleva los pies descalzos enfundados en unas cómodas zapatillas, una camisa azul de rayas rojas y una holgada chaqueta de franela por encima de los hombros. Me invita a tomar asiento en su sofá. Se siente a gusto en su feudo literario, entre libros, CDs de música clásica y fotografías de amigos. Es la habitación de un viajero que ha dejado de viajar. Escribe en una máquina que descansa en una mesa amplia, en la que Syliane, su segunda esposa, su hijo Fabricio y una fotografía dedicada del Rey, ocupan un lugar importante. Me pregunta qué deseo beber, le digo que un vaso de agua fría, pide a su mayordomo lo mismo. Se fija en el ritual silencioso de mis manos preparando la grabadora. Colaborador asiduo de Vogue o Paris-Match. Su libro de entrevistas Gold Gotha se utiliza como libro de texto en las escuelas de periodismo de Francia. Bebo un poco de agua, después le doy al play. Cruza las piernas hacia mí y espera sonriente que dispare. Tengo enfrente al hombre que una noche cenó con Churchill en el yate de Onassis varado en Montecarlo, que besó en los labios a Kim Novak en Nueva York, el amigo europeo de Audrey Hepburn, el confidente de Fellini en el Trastévere romano, el biógrafo del Rey. Escritor, actor, Grande de España. Hombre contradictorio, como todos los hombres importantes. Más conocido en Francia que en España. Observo su perfil heráldico, y, por un instante, en la penumbra de la habitación, me parece la viva imagen que vi, en un museo de Las Palmas, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, descubridor del Río Colorado y uno de sus antepasados.

—José Luis, ¿por qué tiene todas las persianas bajadas?

Me mira fijamente con sus ojos oscuros; es una mirada larga y profunda, de esas que sólo exhibe con naturalidad los ojos de un árabe, los de un español.

—(Risas) Porque si no me entran unas ganas locas de salir a la calle.

El mayordomo entra sosteniendo dos vasos de agua fría en una bandeja de plata. José Luis le da las gracias. El personal de servicio ha sido una presencia indispensable en su vida. Cuando vivía en París tenía un mayordomo japonés que siempre le hacía el nudo de las corbatas tumbado en la cama, había trabajado en una funeraria y no sabía hacerlo de otra manera.

Le saco una edición antigua traducida al español de su primera obra publicada: Las Ramblas terminan en el mar, repentinamente se le enciende la mirada en su rostro sereno. Me explica que sólo conserva una edición original en francés. Lo coge, parece que quiere quedarse un rato a solas con él. El libro comienza con una frase de Camus, que después de muchos años relee en voz baja: ¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no, pero que aunque rechace no renuncia jamás. Es un hombre que dice sí desde su primera acción. Si uno conoce a José Luis sabe que esa frase es preludio de su singladura vital. Le pido que me lo dedique. Se levanta para coger una pluma. Camina apoyado en un bastón, desde que hace varios años tuvo un accidente en París. Me dice que ya la única parte de su cuerpo que le interesa es su cabeza.

—¿Por qué un hombre de ochenta y dos años se sienta todas las mañanas en una mesa delante de un folio en blanco y se pone a escribir?

—Es casi una necesidad física. Me divierte. Aunque también se pasa mal. (Sonríe maliciosamente) Llevo escribiendo más de cincuenta años, sin embargo, unas mañanas de una manera más violenta que otras, busco pretextos para no sentarme a escribir. Siempre procuro no enfrentarme a un folio completamente en blanco, por la noche dejo escritas varias líneas para el día siguiente. Lo primero que trato cuando me pongo a escribir es encontrar el tono. Es como un violinista cuando antes de tocar se pone a raspar las cuerdas. Estoy preparando el cuarto tomo de mis memorias. Llevo más de un mes tratando de salir de la quinta página y no puedo. Todavía no he encontrado el tono.

—¿Sintió esa misma necesidad física la primera vez?

Se acomoda en el sofá, estira las piernas y sonríe abiertamente. Sabe que el antiguo arte de la conversación también está hecho de silencios, por eso disfruta jugando con los espacios en blanco.

—Mi primera vez fue vehemente, desordenada y algo frustrante, como todas las primeras veces. Fiesta era un libro en el que quería contar las experiencias que viví a los dieciséis años, cuando participé en un pelotón de ejecución durante la Guerra Civil. Tardé diecisiete años en escribirlo, así que fui prolongando su conclusión mientras publicaba otras cosas. Quería contar aquella primera historia de una manera muy sencilla, pero salía toda la carga emocional que supuso para mí la experiencia de la guerra. Tuve que dejar pasar el tiempo hasta que una mañana comenzó a fluir. Fue una novela muy aclamada por la crítica, Pierre Boutron la convirtió en película. (Pausa) Hoy por hoy me quedaría con El gentilhombre europeo, me parece que tiene un estilo más preciso.

—¿Usted ve la televisión?

—Sí. Duermo poco, cinco o seis horas. Me acuesto a las once y como a las cuatro de la mañana ya estoy despierto. A esas horas echan películas buenísimas en el canal satélite. También veo las noticias de varias cadenas y dos series españolas: Periodistas, con unos actores jóvenes espléndidos, y Hospital Central. La verdad que esto de tener buenos actores especializados en un género es nuevo en España. Antes todos los actores españoles venían del teatro. Ahora el actor sale de la cuna a la televisión.

—¿Qué condiciones fundamentales considera para un escritor?

Coge un libro en francés que tiene en una mesita baja junto al sofá y me lo presta.

—Mira, conocí a este chico cuando empezó de periodista en París. Escribía muy bien, pero tenía veinte años y todavía no tenía muchas cosas que contar. Al fin ha escrito algo interesante. Cuando eres joven cuentas algo que te parece tremendamente original, luego vas descubriendo que lo que escribes ya lo han contado un montón de personas. El secreto de la formación de un escritor es encontrar esa voz que entre todas suena con una cadencia distinta y para eso necesitas tiempo.

—Siempre habla de los años que vivió en Hollywood con una cierta ironía, como si hubiese vivido enjaulado dentro de la carpa de un circo, y lo digo no en el sentido más felliniano de la palabra sino...

Risas.

—Ojalá fuese en el sentido más felliniano... Lo que pasa en Estados Unidos es que tienes una idea magnífica, llegas a una productora, inyectan a tu idea varios millones de dólares y te han hecho polvo porque ya no es la misma historia. Cuando vivía en Hollywood, un amigo me dijo, ven conmigo que te voy a llevar a la sección de escritores. Recorrimos un largo pasillo. Abrí una puerta. Lo primero que vi fue una despampanante secretaria pintándose las uñas, detrás había otra puerta y un señor con los pies encima de una mesa rodeado de botellas de whisky. Era un escritor contratado durante siete años, tenía su despacho, de repente entraba un tío y le decía: mira, tenemos un guión que nos gusta mucho, queremos retocar unas cuantas cositas. Para un escritor que le obliguen a escribir un Far West cuando lo que tiene en la cabeza es una historia de amor es una verdadera canallada. En aquel museo de cera de la creación veías a muchos alcohólicos, a muchos suicidas. En el plató de Desayuno con diamantes vi a un tipo que me sonaba. Todo el mundo le decía Billy, aparta, Billy, no fastidies, aquel tipo era William Faulkner.

—Todas las revoluciones del siglo XIX son las revoluciones del arte contra el dinero, llegamos al siglo XX y se contraponen los términos, ¿cuál puede ser el futuro de la creación artística en el siglo XXI?

—Pues, mira, ya que hablábamos de cine, el cine estadounidense actual más interesante es el independiente. Directores como Todd Solodz. Esos artistas ruedan con cuatro duros, no se someten a las grandes corporaciones, rinden un culto antiguo al argumento de la obra. El argumento tiene ese sentido de búsqueda que tiene todo arte que se precie verdadero.

—Usted que está de vuelta de todo, ¿hay alguna cosa que todavía le haga temblar de emoción?

—Claro que sí, no voy a hacer un recuento de qué cosas, muchas cosas simples de la vida diaria.

Su hijo Fabricio entra en la habitación. José Luis le indica dónde puede encontrar unos papeles. Observo su mano de jinete, huesuda y salpicada de pequeñas manchitas, con la piel vieja, pero ágil y resuelta dejando el vaso de agua sobre la bandeja.

—Se conserva bastante bien, ¿ha firmado algún pacto con el diablo?

Risas.

—Sí, el diablo era un amigo geriatra. Me puso una inyección al mes durante diez años. Me dijo, a ti te interesa envejecer bien, verdad, pues trata de no hacer nunca un régimen, es lo peor para la salud. No hagas nada rutinariamente, duerme cuando tengas sueño, bebe cuando tengas sed, intenta que todo sea moderado pero de vez en cuando pégale una buena patada al cuerpo, cójete una cogorza de esas que tardas días en recomponerte, pero sobre todo, no hagas nunca deporte. Mi madre fue campeona de España de tenis y cuando yo era pequeñito trató de aficionarme pero a mí me aburría. El único deporte que he practicado con regularidad ha sido la equitación. Me lo he roto todo. Un día tuve un accidente, me dijeron que podía quedarme parapléjico, así que lo dejé. Cuando vivía junto al Bois de Boulogne, todos los domingos había ambulancias en las puertas de entrada. Un día me acerqué y le pregunté a uno de los conductores: oiga, para qué tanta ambulancia. Y me contestó: para recoger a los deportistas de fin de semana que sufren infartos.

—Ha sido un hombre que ha llevado una vida social intensa, ¿ya no le atrae esa faceta?

—No, porque ya no tiene nada que ver con los círculos sociales que he conocido. En España, por ejemplo, te dicen, oye, vente tal día a la presentación de un libro en el hotel Ritz. No quiero ir y estar sentado al lado de Belén Esteban. La idea de estar sentado al lado de alguien que no me interesa para nada ni yo a ella no me seduce. Ahora salgo con tres o cuatro personas que siempre son las mismas.

Chaplin, Orson Welles, Indira Ghandi o De Gaulle pueblan las hojas de miles de cuadernos que perpetúan ese cuaderno negro, primer aliento de escritor, que su abuela Dolores le regaló, cuando huyó de España con sus padres, en el estallido de la República. Pasó el tiempo y José Luis se convirtió en escriba de la Café Society: baile de máscaras en el palacete de los Noailles, cena multitudinaria en la residencia de los Guy de Rotschild, almuerzo con los Pompidou. Así vivió José Luis muchos años.

Siento que voy a hacerle una pregunta impertinente, pero pienso que cuando uno se siente escritor y es joven puede cometer el dulce pecado de la insolencia.

—¿Se siente como uno de esos personajes del último Visconti, protagonista de la decadencia de un mundo en el que se movía a sus anchas?

Bebe pausadamente, después deja el vaso en la bandeja y esboza una sonrisa amplia que se abre paso en un rostro surcado de arrugas, destensando el arco de mi pregunta y transmitiéndome su cortesía natural. Es la misma sonrisa que esbozaba en Los amantes, en Giulietta de los espíritus o en Desayuno con diamantes.

—Sí. El personaje del príncipe Salina en Il Gatopardo de Visconti me fascina, porque no era como el resto de las flores que le rodeaban, efímero y ciego, tenía la sabiduría de reconocer que lo que él representaba estaba desapareciendo.

Se sume en uno de esos silencios en los que a veces parece más cercano y frágil que cuando habla. Me confiesa que su vida actual no tiene nada que ver con la que llevaba hace veinte años. Una tarde se subió en la espalda de Primo de Rivera y al general le dio un amago de infarto por intentar emular a un caballo de raza; otra, hizo el amor, por primera vez, en una carroza de un antepasado suyo virrey del Perú. Parece el último representante de una dolce vita destinada a ser menos dolce. Creo que se esfumó la nube de tiempos pasados que cruzó por su mirada, espera sonriente que dispare la próxima pregunta, pero ahora soy yo quien guarda silencio observando un árbol genealógico de su familia colgado en la pared. Pienso en el título de uno de sus libros: La nostalgia es un error.

—Hablábamos antes que asistimos a una sociedad del dinero. El dinero es una cosa que envilece. Para tener dinero hay que tener una cierta preparación. Hoy día tienes gente que vive en esas cosas tan horteras que se llaman mansiones, con quince cuartos de baño. Yo siempre me he lavado en uno. Esta gente tiene una ignorancia del pasado, no del siglo XIX, sino del pasado español reciente. Hay democracias consolidadas hace más de cuatrocientos años donde han sabido mantener una serie de valores. Por ejemplo, lo primero que un francés medio reconoce en otro es la cultura.

—¿Cree que estos personajes radicales que aparecen en la Europa de principios del siglo XXI, como Le Pen o Haidder, pueden poner en peligro la estabilidad de las democracias europeas?

—No, no lo creo. Mira, yo conocí a Le Pen. Un amigo mío, marqués, se batió clandestinamente en duelo. Le Pen era uno de los testigos, toda su intención era que aquellos dos ancianos se matasen. (Hace un gesto de rechazo con las manos) Le Pen ya era un cafre de joven. Escribí un artículo en La Vanguardia que se llamaba: “El lepenista asustado”. Al día siguiente de que Le Pen obtuviese el segundo puesto en las elecciones presidenciales me pasé todo el día hablando con amigos franceses, descubrí que algunos de ellos habían votado a Le Pen, no porque fueran lepenistas si no para expresar su descontento por Chirac y Jospin. Se pegaron el susto padre cuando Le Pen obtuvo tantos votos. Sin embargo, no creo que personajes como Le Pen representen peligro verdadero porque no reflejan a la mayoría de los franceses ni pueden provocar revueltas de inmigrantes. Yo era muy amigo del comisario de policía de mi barrio, un día me dijo: mire, cuando un negro nigeriano llega al cinturón rojo de París, a los dos días ya no es un negro nigeriano, es un negro francés, conservador hasta la médula, nunca va a asaltar el centro, porque todo lo que no tenía en su país se lo han dado aquí.

—¿Por qué regresó a España habiendo pasado casi toda su vida en París?

—Mi padre había muerto y a mí no me dejaron volver al entierro. En el 76 llegó la primera amnistía, mi madre ya era una señora de ochenta y tantos, al principio sólo vine a pasar unos días de vacaciones. La España del 76 no era equiparable en forma de vida a Francia, además yo tenía mis amistades y mi vida laboral en París. Luego fui pasando temporadas cada vez más largas en España. Este país ha cambiado extraordinariamente en un corto período de tiempo.

—¿Le ha abierto puertas su título nobiliario?

—Si tú preguntas al hombre de la calle por el marqués de Castellvel, nadie va a saber a quién te refieres; sin embargo, si preguntas por Vilallonga, te dirán: ah, sí, el escritor, o ah, sí, el que sale en la tele. En ocasiones, llevar un título me ha dado problemas. Yo siempre pongo el ejemplo de la típica rubia corpazo. Surge el cliché: seguro que es idiota; pues con los títulos nobiliarios pasa lo mismo en España: ese es marqués, pues es un tal o un cual.

—Cuando era portavoz de la Junta Democrática en París hizo unas declaraciones en una emisora francesa en la que llamaba a Su Majestad, Juan Carlos “el breve”. Creo que ha cambiado de opinión a lo largo de los años.

Vuelvo a ver la nube en su mirada, esta vez más breve, menos densa.

—Absolutamente. Como monárquico endémico creía en la línea monástica tradicional, o sea pensaba que el sucesor de Alfonso XIII debía de ser su hijo Juan. Juan Carlos no me gustaba porque había sido educado por los gerifaltes del franquismo. Sin embargo, el día que juró el cargo y dijo eso que había dicho su padre de que “yo quiero ser el rey de todos los españoles” me di cuenta de que era listo como una ardilla. A mí el Rey me dijo un día: “yo lo que aprendí en el franquismo es a escuchar y a callarme”. Para estar callado veinte años hace falta tener carácter.

—¿Cómo ve el futuro de las monarquías europeas?

—Veo que muchas de estas monarquías empiezan a tener problemas difíciles de resolver, porque algunos herederos, ahí tienes el caso del príncipe noruego, se casan con personas que no están preparadas para el cargo. El problema de estos jóvenes de la realeza es que ya no creen en la institución que representan, no creen en ellos mismos.

—Una vez dijo: me temo que he vivido en el mejor de los mundos. ¿Ha echado de menos alguna cosa en la vida?

—Sí. (Se suena la nariz y bebe un buen trago de agua fresca) Cuando me casé con mi segunda esposa, con Syliane, nos metíamos en la cama a Fabricio. Aquello me hacía pensar en mi propia relación con mis padres, con los que apenas tuve contacto carnal, eran muy reacios a las caricias, a los besos, nunca les vi desnudos, por ejemplo. Ese cariño que me faltó en mi infancia quise dárselo a mi hijo.

—En el Prado hay un cuadro de uno de sus pintores preferidos, Goya, que se llama “Viejos comiendo sopa”, es un cuadro con una visión muy negativa de la vejez, ¿qué piensa José Luis de Vilallonga de la vejez?

—Yo soy un gran defensor de la vejez. Cuando era niño, mis padres organizaban cenas en las que había mucha gente de treinta, cuarenta años, yo tendría catorce años y mi madre siempre me decía: oye, José Luis, no te quedes, pero yo me hacía el remolón y me quedaba escuchando aquella gente hasta que me vencía el sueño. Siempre he tenido bastantes amigos mayores que yo. Fíjate que ese vilipendio a la vejez es algo bastante contemporáneo. Los griegos y los romanos guardaban un gran respeto a sus mayores.

—¿Sigue siendo agnóstico?

Deja el vaso de agua sobre la bandeja, descruza las piernas y apoya las manos sobre los muslos respirando profundamente.

—Bueno, yo no creo ni en el azar, ni en el destino, ni en la suerte, pero en todas juntas sí. He hecho cosas en la vida que si no me hubiera guiado una mano no hubieran resultado así. En lo que no creo es en toda la imaginería de la Iglesia Católica. He tratado de acercarme a otras religiones pero las he dejado porque considero que son igual de artificiales que mi religión. Lo que yo pueda sentir o creer no sirve para otros.

—Los jóvenes cada vez nos calificamos más como agnósticos o como ateos, ¿usted cree que las nuevas generaciones que vamos a construir Europa vamos a ser capaces de hacerlo sin referentes mitológicos o religiosos de ningún tipo?

—(Pausa) Sí, por qué no, mira, la religión puede servir para mantener el orden, y... (Vuelvo a ver un brillo joven en su mirada) Pero volvamos a la vejez. Lo que más me gusta de la vejez es que es una liberación de muchas cosas que cuando eres joven estás atado a ellas. Por ejemplo: el sexo. La cantidad de idioteces que habré hecho yo para calzarme a una señora. Hace unos meses, trabajando en casa, tuve un desfallecimiento, mi hijo me llevó a una clínica. Una doctora me dijo: tengo que ponerle un marcapasos. Inmediatamente vino a mi cabeza la idea de que me iban a abrir en canal para meterme un aparato en el corazón. Pero la doctora me explicó que los marcapasos actuales tienen el tamaño de un encendedor y se meten fácilmente debajo de la piel. Le pregunté que cuándo creía que debía ponérmelo, me dijo que esa misma tarde. Si lo llego a saber me lo habría puesto hace diez años. El médico que me lo puso era un chico joven, me dijo: con esto que te he puesto vas a tener una energía que ya verás, vas a hacer deporte —me mira pícaro— y aquello que te gusta tanto. Y yo le dije: otra vez no, por favor.

—¿Cree que los hombres y las mujeres somos iguales?

Risas.

—Yo tengo una amiga que cuando va en el coche con otro hombre siempre se las arregla para dejar un pintalabios o alguna otra cosa de mujer tirado en el suelo. Me dice que así les alegra la vida, ya tienen algo de lo que discutir con sus mujeres. Yo creo que un hombre nunca haría esto.

—¿Cuáles son sus planes de futuro?

Carcajada.

—Bueno, estoy preparando este cuarto tomo y último de mis memorias, sin duda el más difícil, porque hablo de personas como el Rey, Felipe González, Carrillo o José María Armero. Personas vivas, que están en la calle. Luego quiero escribir una memoria sobre el teatro, y luego... (Risas) No sé si un día u otro voy a perder la memoria.

Esta vez sale del despacho y me acompaña hasta la puerta. El mayordomo le indica que la comida está lista. Al borde del ascensor me estrecha afectuosamente la mano y me dice que después de comer se echará un rato. Escribe por las mañanas y se nos ha pasado la mañana hablando, pero José Luis es un hombre generoso con su tiempo.

Es uno de esos días luminosos de principios de junio en los que la gente sale del trabajo y se mete en los bares y se escucha toda la explosión de sentimientos de una ciudad de provincias grandota. Pasa una chica bonita llevando un perro y, en la boca del metro, un músico toca una de Sabina. A esta hora Madrid tiene muchas posibilidades. Y José Luis lo sabe, por eso cuando escribe tiene todas las persianas de casa bajadas.