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Joseph ConradEl corazón de las tinieblas:
la pesadilla que nunca termina

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En el clásico relato de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, hallamos, de un lado, el abrupto despertar de una conciencia ante la inminencia de lo desconocido (la presencia de Kurtz) y, de otro, la crítica severa a la explotación imperialista en el África.

En ambos casos, el narrador que presenta Conrad tiene testimonios vívidos. El primero de ellos, sin duda, es el que vertebra esta magistral historia. El tema del imperialismo, más bien, se deduce en conjunto a partir de las muchas alusiones y observaciones de parte del narrador; un narrador, por cierto, que ingresa como segunda voz, precedida de una que ha abierto el relato y nos ha introducido en medio de la conversación en el yate, en una noche donde los marineros, atentos e intrigados, siguen la voz de Marlow.

Una vez que Marlow se posesiona más de sus palabras, el relato alcanzará, progresivamente, cimas absolutas. Comienza con la experiencia del marino y la descripción de su tía, mas el verdadero inicio —y también, por cierto, el inicio de la pesadilla— es el contrato para embarcarse al África desde Bruselas, en una misión que, efectivamente, le mostrará no sólo las tinieblas sino el palpitar de una selva salvaje e indómita y, una vez en ella, el descubrimiento de un infierno cada vez más enigmático y, por eso, más terrible.

Marlow es un narrador seguro, y, como ya han señalado tradicionalmente los críticos, muestra algo típico de Conrad, el nivel de lo “no dicho”, lo simplemente aludido, sembrado o “puesto allí” como para que permanentemente tanto sus oyentes como nosotros, los lectores, estemos atentos tras el dato escondido, para sacar conclusión tras conclusión e intentemos llegar, de verdad, a esas tinieblas que frecuentemente se mencionan como características del ya para entonces mítico e inabarcable Kurtz pero que son, también, semillas de intriga, una invitación a armar un complicado rompecabezas.

El de Marlow ha sido llamado un “viaje interior” en el sentido que esta expedición al África y su compromiso con una empresa explotadora de marfil, significa, además de adentrarse en la selva inmensa, un recorrido —y, de paso, un desdoblamiento— por la propia mente, en tanto hay una búsqueda constante, una ansiedad, la certeza de que casi se llega a descubrir el misterio y, sin embargo, siempre nos quedamos en ese estado de incertidumbre. Pero este es, por sobre todo, un viaje al descubrimiento inesperado de Kurtz.

Y a todo esto, ¿quién es Kurtz? El corazón de las tinieblas está dividido orgánicamente en tres partes. La primera de ellas presenta un marco general de los hechos, la segunda va alimentando el ambiente pesadillesco y la tercera, sin duda, nos conmueve desde los dominios del horror. Llegar al final es llegar a sentir las profundidades de ese horror maldito que, a la vez, cautiva y maldice a Marlow y que, al final, le hace decir una mentira a la novia de Kurtz y decirse a sí mismo que no hay nada que hacer, pues las tinieblas, porque esa es una de sus funciones, terminan por enterrarlo absolutamente todo en el vacío, en el absurdo o en el olvido.

Así, una vez que Marlow se entera, ya en pleno viaje, de la existencia de Kurtz, no volverá a pensar en otra cosa y más bien cada nuevo paso proveerá nuevos elementos para que insista, por fin, en verlo cara a cara y saber y sentir de verdad de quién se trata finalmente. Quién es ese personaje sobrevalorado que todos admiran en la compañía explotadora y que ha colonizado a toda una legión de seguidores.

Varios críticos han reflexionado, con atención, en torno a algo que sorprende con gravedad a Marlow: el canibalismo y el desenfreno sexual que se muestran en los predios de Kurtz. Estos son los referentes inmediatos a partir de los cuales se levanta una personalidad extraña, distinta, ominosa, misteriosa. A partir de aquí, con la comprobación de lo poco ortodoxos que son los hábitos de Kurtz, comienza, entonces, la parte más oscura del viaje. La conciencia fluye y se desdobla a prisa, con locura, y la cercanía del peligro inminente configura un panorama más tenebroso.

Es cuando, ya no de a pocos, se van uniendo las piezas del rompecabezas, que, sin embargo, nunca quedará completo. Ahora vamos sabiendo más de Kurtz, más de sus particularidades y rebeldías pero sentimos que el relato, en esas revelaciones claves, en realidad nos dice cosas tentativas, nos sugiere más que todo y tenemos que echar mano de nuestra imaginación para completar lo que queda apenas mencionado.

A través de esas coordenadas y referencias oblicuas es que Conrad logra una narración magistral y fascinante. El viaje, con estaciones que ni siquiera sabemos si están bien definidas, se prolonga y nunca se interrumpe. El horror sigue siendo mencionado. Marlow se siente cada vez más urgido. Y de pronto, todo lo que se refería a Kurtz, todo lo que Marlow escuchaba y trataba de reunir, como si fueran datos imprescindibles para su investigación personal, sufre un shock. De pronto, la primera visión de Kurtz, de quien ya él no sabe si ya conoce mucho o poco, es sorprendente.

Lo ve sufriente y enfermo y luego lo acompañará en su agonía. El ambiente, en tanto, ha ido cambiando desde la tranquilidad hasta sentir esas tinieblas que identifican el relato. Ahora, Marlow se halla junto a Kurtz y ahora también nace en ellos una identificación difícil de explicar, que ni el propio Marlow entiende. Es cuando Kurtz, quien lo tenía, casi literalmente, todo, se siente solo y abandonado. Sufre esa soledad y ve la cercanía de la muerte. No soporta, apremiado, sus últimas horas, y el llamado de la selva, de lo que ha dejado, es impostergable.

Son estas circunstancias las que han llevado a la crítica a hablar del “doble” que ya aparece, por ejemplo, como motivo, en “El agente secreto”, otra narración de Conrad, o, a partir de él, de la influencia de Dostoievsky y del “William Wilson” de Poe. Que Kurtz opera como un doble, en su lado menos positivo, para Marlow, parece ser del consenso general. Y es, efectivamente, esa cercanía, esa, digamos, “contaminación”, la que perpetuará, incluso más allá de las páginas del relato, su certeza, su presencia, la comprobación de lo nocivo y lo dañino.

Y, sin embargo, acompañando a Kurtz en su agonía y aun después, tras vivir el infierno, Marlow es un hombre fiel. El paquete de cartas y documentos de Kurtz están en buenas manos. Marlow se irá desprendiendo de ellos, cimentando una leyenda, perpetuando un nombre.

Mas el encuentro final con la novia del ya desaparecido Kurtz sube la temperatura y nos prepara para otro terror, quizá tan o más grande que aquel vivido en la selva, entre la explotación de marfil, los trabajos serviles e inhumanos y la omnipresencia de Kurtz. La novia, como quizá muchos otros allá en los recónditos parajes del Congo belga, siente una deuda y se siente, también, abandonada. Nadie la amará como Kurtz, confiesa, y sólo espera escuchar que sus últimas palabras fueron para ella.

Marlow comprueba ese otro horror y se da cuenta, entonces, de que las tinieblas que hacen palpitar el corazón de lo oscuro y lo lejano, de lo salvaje y lo impuro, lo seguirán por mucho tiempo y quizá para siempre. Y, como nosotros, quizá él tampoco conozca la verdadera, la definitiva causa. No sabemos, a ciencia cierta, mucho de cuanto pasó en el viaje de Marlow al África, no lo sabremos nunca.

La sugerencia y la ambigüedad permanentes, reiteradas, de El corazón de las tinieblas, lo convierten, por ello, en un libro de excelencia indiscutida. Al leerlo, rozamos solamente ese corazón, sentimos sus latidos cada vez más acelerados y agresivos, a punto de espantarnos y, probablemente, tampoco queramos saber más. Nos quedamos con la historia del cincuentenario Marlow, evocamos a Kurtz y pensamos por mucho tiempo en esta pesadilla cautivante e inexplicable, en este corazón cuyas tinieblas terminan por absorbernos, hondamente, también a nosotros, lectores atrapados en el fuego de nuestra propia conciencia.