Sala de ensayo
Felisberto HernándezAsedio a lo inasible
Libro sin tapas,1
de Felisberto Hernández

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Si hundo mi mano extraigo / sombra; / si mi pupila, / noche; / si mi palabra, / sed.
José Ángel Valente

Lo absurdo nace de esta confrontación entre la demanda humana y el silencio irrazonable del mundo.
Albert Camus

Sin tapas desde el título, adelantando desde el nombre una identidad signada por la falta. Y más allá de la condición paupérrima de aquellas primeras ediciones plagadas de erratas, ejecutadas en imprentas de mala muerte, hay una propuesta de apertura explícita desde el epígrafe de la primera edición, donde leemos que “se puede escribir antes y después de él”. Carencia de lo que serían traje y corbata del libro, anunciándose como impresentable ante la prolijidad académica, como si se tratara de un precario apunte: texto de entre-casa. Pero también desprovisto de los límites que materializan las tapas; incitación a liberarse del marco y de los protocolos literarios. Y otra cosa, además de este típico gesto vanguardista, la carencia es un tópico recurrente porque constituye una de las fuentes en que esta literatura abreva. Encontramos en la escritura de Felisberto un uso intensivo de la ignorancia y otras formas de desposeimiento así como una desconfianza radical respecto de las certezas alcanzadas por el conocimiento. Su piedra filosofal reflexionando sobre los humanos, dice:

Se ha hecho para los vivos y no para los muertos el porqué metafísico y las reflexiones sobre la vida y la muerte, pero no les hace falta aclarar todo el misterio, les hace falta distraerse y soñar con aclararlo.2

Ya en Fulano de tal (1925) —a los veintitrés años de edad— manifestaba su atracción por lo que se esconde detrás de la apariencia de las cosas, un descreimiento de orfandad más que irónico hacia los circuitos consagrados del sentido común y una pulsión que lo empuja contra los propios límites del lenguaje. En el “Prólogo de un libro que nunca pude empezar” se propone “decir lo que sabe que no podrá decir”. Y en “Drama o comedia en un acto y varios cuadros” (Libro sin tapas) afirma: “lo que más nos encanta de las cosas es lo que ignoramos de ellas conociendo algo”.3 Postulación de una poética que se decide por el riesgo de lo otro, eso que acaso las palabras sólo puedan aludir, merodear, eso desconocido y oscuro, contracara y sustento del mundo luminoso. Y así lo reformulará más adelante, en los comienzos de Por los tiempos de Clemente Colling (1942):

(...) tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe de ser una de sus cualidades.

Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro (OC, I, 138).

Esta inquietud por el misterio y lo indecible revela una temprana preocupación por el alcance de las palabras, por el fluir del sentido que nunca concluye, por lo inefable: la invocación de aquello que aún no tiene nombre. Si sólo en lo desconocido canta la poesía —ha dicho Gelman—, Felisberto nunca cae en la servidumbre de proporcionar explicaciones totalizadoras e innecesarias que sólo resbalarían por los agujeros de lo no dicho, sino que esgrime sus pedazos discretos, sus imágenes incompletas, fragmentarias, transidas de incertidumbre y de opacos silencios “reteniendo en la oscuridad lo que sólo puede iluminarse por lo oscuro”.4

La narrativa hernandiana pareciera obedecer a las paradójicas leyes de la lírica que postulan la profana comunión con el universo humano a través de la individualidad más absoluta. Individualidad que diluye los límites del yo, arrojándose sobre lo que aún no es para hacerlo ser, con la morosidad de una escritura que brota de intersticios o incisiones practicadas en el fluir temporal, y que —al expandirlo— promueve una forma diferente de percibir el tiempo. Regodeo ambiguo y perverso que se deleita en materiales humildes, insignificantes casi, instalándonos en otras formas de evaluación y de mensura.Sus protagonistas son seres extraños que no pertenecen a ningún lugar, nunca terminan de comprender y mucho menos de dominar las situaciones en que se ven arrojados, resultan incapaces para la acción y a veces hasta de articular una respuesta racionalmente adecuada.

Desde los primeros relatos aparece esta falta constitutiva, este desfase agónico de existencias a la intemperie, esta insatisfacción visceral que a su vez suele provocar la —tantas veces señalada— escisión o desdoblamiento de sus personajes. Felisberto es como un pintor vanguardista renegando de simetrías y concordancias, que en lugar de pincel utiliza al lenguaje para cuestionar la equivalencia entre ese mismo lenguaje y el mundo. Pulsión por un vacío que pareciera prefigurar la muerte, pero que también se comporta como segregación contra la muerte. Despojamiento ante la página en blanco, pero también exploración en el misterio de lo no dicho. Y es aquí, en la caída que implica la imposibilidad de concluir la incierta misión —se evitan los finales catárticos o pedagógicos—, es en ese vacío subterráneo de la escritura de Felisberto donde lo indecible comienza a decirnos algo.

La fragmentación es fundamental en esta narrativa, los miembros cercenados por la focalización del relato o la autonomía que cobran ciertos estados de conciencia respecto de la integridad y dirección del yo, como partes del ser que se desplazaran de manera independiente y hasta desafiando la voluntad organizadora del individuo. Blanchot ha caracterizado al fragmento como un sustantivo que conserva fuerza de verbo, en tanto remite a la acción violenta que se ha ejercido sobre alguna integridad previa, como la hoja arrancada remite al libro mutilado. Pero también, dice Blanchot, en el fragmento hay una fuerza incitadora a lo porvenir, hacia lo que aún no es o se encuentra en estado larvario, instigación no sólo hacia la pérdida entonces, sino a una forma más auténtica de residir en el extrañamiento, una manera de habitar sin hábito.5

En varios relatos de Libro sin tapas y La cara de Ana (1930) aparece el misterio como un componente irreductible de lo cotidiano, así como las primeras manifestaciones de la focalización descentrada, la fragmentación del cuerpo y la animación de los objetos. Dicho de otra manera, lo que comienza a consolidarse por aquellos años en el estilo de Felisberto es la imposición subjetiva y ficcional sobre la exterioridad objetiva: el narrador-personaje no exhibe una percepción del mundo real exterior, sino que proyecta su interior (como actividad asociativa, deseante y transformadora) en el afuera, invirtiendo los supuestos expresivos del verosímil realista basados en la concepción de transparencia del lenguaje, al tiempo que persiste en la búsqueda de un yo nunca asimilado totalmente al cuerpo físico ni al pensamiento. Veamos un pasaje de “El vestido blanco”, un relato de Libro sin tapas:

Los momentos más terribles y violadores de una de las posiciones de placer, ocurrían algunas de las noches al despedirnos.

Ella amagaba a cerrar las ventanas y nunca terminaba de cerrarlas. Ignoraba esa violenta necesidad física que tenían las ventanas de estar juntas ya, pronto, cuanto antes.

En el espacio oscuro que aún quedaba entre las hojas, calzaba justo la cabeza de Marisa. En la cara había una cosa inconsciente e ingenua que sonreía en la demora de despedirse. Y eso no sabía nada de esa otra cosa dura y amenazantemente imprecisa que había en la demora de cerrarse (O.C., T. 1, 32-33, las itálicas son mías).

He resaltado aquellos términos (adjetivos, verbos y construcciones) que considero en desfase respecto de lo narrado; como si fragmentos de un discurso del deseo (y hasta con visos de obscenidad) se intercalaran, impregnando e interfiriendo la descripción de la escena. O como si el relato siguiera la lógica del desplazamiento onírico, donde el episodio soñado siempre remite a otra cosa. Observemos que se habla de “posiciones de placer” y como el calificativo “violadores” recae sobre el momento de la despedida, acto diferido en el tiempo cuya consumación nunca se alcanza. Pareciera que la zozobra por el deseo no satisfecho y las expectativas de la conquista se transfirieran a los objetos —en este caso a las ventanas entreabiertas—, en los que se coloca esa urgencia, “esa violenta necesidad física” de la unión, de juntarse ambas hojas, en tanto que las imágenes visuales con que se registra la percepción de la exterioridad aparecen signadas por adjetivaciones de una profunda subjetividad y encuentran su límite en el “espacio oscuro” de la ventana de Marisa. El extrañamiento que provoca su lectura es el equivalente al que suscitaría un relato de fuerte contenido erótico al que se le hubieran sustituido los actores por objetos inanimados.

En “La casa de Irene” —otro relato de Libro sin tapas— el narrador cuenta que la muchacha no es nada extraordinaria, es una de esas personas que podríamos calificar como “simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano”. Sin embargo, en su misma espontaneidad reside su misterio. Al avanzar el relato, este misterio será atribuido a esa especial relación de Irene con las cosas, pero nunca resuelto.

Cuando toma en sus manos un objeto, lo hace con una espontaneidad tal, que parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos (O.C., T.1, p. 39).

Esta percepción distorsionada de los objetos que rodean a Irene, en tanto se les atribuyen propiedades humanas como la intencionalidad, proporciona un camino analógico —como el que proponían los poetas simbolistas— para acceder al intraducible encanto de la joven y una perífrasis sobre los sentimientos del yo-narrador que, durante una sesión de piano, nos cuenta:

La silla que tomó para tocar era igual de forma de la que había visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo (p. 41).

El protagonismo de los objetos que rodean a la joven produce el “misterio blanco” que se irá diluyendo al consumarse la seducción y, como este misterio era el verdadero motor de la escritura, al desaparecer, el relato se detiene.

Estos mecanismos de extrañamiento han sido frecuentemente confundidos con los de la literatura fantástica, pero en tanto que el género fantástico pone de manifiesto un escándalo, una irrupción sobrenatural capaz de provocar espanto en el mundo real. Como lo ha definido Roger Callois en su clásica caracterización del género, lo fantástico es una agresión porque provoca una ruptura de la normalidad, implica un choque de mundos inconciliables.6 En cambio, en estos relatos la otredad se halla levantando las fundas de los muebles, en las manos de una mujer o escondida en el interior de un atado de cigarrillos, es decir, aparece naturalmente sobreimpresa a nuestra realidad cotidiana.

Parte de la crítica le ha atribuido, sin embargo, la característica de siniestro o fantástico a estos relatos, basándose en categorías psicoanalíticas referidas a situaciones en que hay “duda de que un ser aparentemente inanimado sea en efecto viviente”. Entiendo que esta animación de los objetos en Felisberto no es fantástica porque proviene de la percepción —del personaje— totalmente desprovista de terror o siquiera de asombro, y que parece obedecer a una expansión del sujeto narrador más ligada a una concepción dinámica e interactiva de la realidad que a la de un mundo ajeno y amenazador.7

En un relato breve de La envenenada (1931), que se titula “Hace dos días”, enunciado desde el seno de las convenciones sociales, los sucesos y el registro mental que tenemos de ellos, otra vez la carga subjetiva se dispara a partir de una relación amorosa. Concluye así:

...después que estuve en el escritorio y quise escribir, después que sufrí la traición de lo lento y lo medido; entonces, después, al mucho rato, pensé suavemente en ella y en mí: me imaginaba cómo sería cuando nos diéramos el primer beso, cómo sería de ancha su cara cuando yo estuviera hundido en ella, y cómo sería el silencio de alrededor de ese beso (O.C., T.1, 87).

Nuevamente la figura disolviéndose en el fondo: el foco de la cámara narrativa busca el margen como si en ese silencio residiera el sentido del beso. Ese silencio es el blanco necesario en tanto soporte del protagonismo de la escritura, una escritura siempre en deuda, siempre insuficiente como todo acto humano. Ese silencio es también el misterio de la existencia que se nos escapa. Ese silencio representa lo que ninguna consumación habrá de colmar ni calmar nunca, ese silencio, en suma, expresa toda la expectación y lo inefable del deseo, porque si pudiera ser dicho dejaría de serlo, ya que el deseo siempre es asedio a lo inasible.

 

Notas

  1. Felisberto Hernández, Libro sin tapas (1929), en Primeras invenciones, Montevideo, Arca, 1969.
  2. Felisberto Hernández, “La piedra filosofal”, obra citada, p. 39.
  3. Felisberto Hernández, Ob. cit., p. 59.
  4. Maurice Blanchot, El espacio literario [1955], Barcelona, Paidós, 1992, p. 218.
  5. Maurice Blanchot: “Palabra de fragmento”, en El diálogo inconcluso (1969), Caracas, Monte Avila, 1993 (p. 481).
  6. Véase el prólogo de Roger Callois a su Antología del cuento fantástico (1967), Buenos Aires, Sudamericana, 1970, p. 8.
  7. Véase, Roberto Echavarren: “La estructura temporal de la experiencia en El caballo perdido”, en Revista Escritura, año VII, Nos. 13-14, Caracas, ene-dic, 1982, pp. 95-109.