Letras
Mirar a los ojos

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Ya no sabía qué hacer para mantener a su familia.

A un tal Julio del barrio, cuando salió a vender gritos y palabras, le fue bastante bien, pero a él, que había tenido gritos en abundancia, hasta las palabras le faltaban ahora. Las había gastado en entrevistas inútiles, en reclamos estériles, en pedidos ahogados dentro de un mar de carpetas idénticas, grises y flacas.

El empleado de la oficina de colocaciones decía que su carpeta estaba junto a las otras de la pila, y que cuando llegara su turno sería revisada. Pasaban las semanas y no sucedía nada. La carpeta seguía “esperando turno”.

Cuando su pedido y su currículo figuren en la computadora, entonces todo irá más rápido, lo consoló la rubia de informaciones, mirándolo.

La chica debía de ser nueva, porque todavía conservaba esa antigua costumbre de los humanos de mirar a los ojos.

En la práctica médica, por ejemplo, esa costumbre se está extinguiendo; pocos médicos la recuerdan. Después de todo, ¿qué necesidad tiene el médico de mirar a quien le dice que por la noche siente una opresión en el pecho que le impide respirar y que, cuando por fin consigue arañar el borde de un sueño, las palpitaciones en la garganta lo despiertan de sobresalto?

¿Dónde?, pregunta el profesional sin levantar la vista.

Aquí, dice el paciente con la esperanza de haber atrapado su atención y pone un dedo en el hoyito entre las clavículas. El doctor le concede un parpadeo y luego vuelve a martillar el teclado con más brío y se concentra en los movimientos del ratoncito. Sigue una tecla final, más aporreada que las otras y un suspiro. Luego, en un ronroneo, la impresora saca su lengua blanca y ancha que llega húmeda a las manos del paciente.

Cuando termine estas píldoras, vuelva, después veremos.

Es la misma frase que repiten los empleados: vuelva la semana que viene, después veremos, a lo mejor su currículo ya subió a la computadora. ¡Como si fuera a subir sin la ayuda de nadie! Y mientras, ¿qué comen en casa?

A un cierto Gabriel, que vivía en Macondo, se le había ocurrido alquilar sueños, pero él no podía alquilar ni vender los suyos, porque ya no valían nada. Seguía fabricándolos, pero le salían tan oscuros, deformes y complicados que nadie los querría comprar.

No poseía nada; ni gritos, ni palabras, ni sueños, ni gestos. Gestos... esos sí que los había agotado. Y pensar que antes los prodigaba a trochemoche. ¡Un verdadero despilfarro! Los intercalaba entre gritos y palabras y de esa manera consumió hasta el último puño enardecido, se le aflojaron los brazos que solía extender a los costados como alas de pajarón desesperado, y el dedo índice... ése hacía rato que se había cansado de indicar. Antes había dicho yooo... apuntando al pecho con orgullo, ahora apenas si señala al empleado de turno con un movimiento amenazador que no asusta a nadie. Cómo podría asustarle, si sus ojos sin expresión no lo ven por estar pegados a la pantalla luminosa.

Algo, algo se le tenía que ocurrir hasta que su pedido y su currículo aparecieran en la computadora del departamento de colocaciones. Colocaciones... demasiada locura en una sola palabra.

Tomó una decisión. Ya que estaba desprovisto de gritos y de palabras, de gestos y de sueños, no le quedaba otra que pararse mudo e inmóvil en una esquina, con una latita famélica entre los zapatos desahuciados.

Si tampoco eso funcionaba, tendría que salir a robar, eso era; robar.

Entonces los policías lo mirarían a los ojos, le devolverían los gritos y las palabras y hasta le enseñarían nuevos gestos a sus dedos para que dejaran las impresiones debajo de las fotos; una de perfil y otra de frente mirando a los ojos.