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Don Quijote de La ManchaDon Quijote y el mar

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Vieron el mar, hasta entonces dellos no visto.
El Quijote,
II, 61

¿Ha deseado en algún momento don Quijote de La Mancha, el de la triste figura, ver el mar? O, mejor sería preguntar, dada la condición soñadora y apasionada de su raciocinio: ¿ha deseado sentir el mar?

En el libro jamás se alude a tal circunstancia, que bien pudiera llegar a ser eterna, como el propio texto, si en el tal hubiera quedado reflejada alguna expresión manifiesta en ese sentido. A fe que no ocurre tal cosa; ahora bien, algo sí pudiera deducirse que ocurre cuando nuestro entrañable aventurero se halla por vez primera en presencia del mar, lo que nos hace intuir (¿o soñar, por adicción?, ¿o elucubrar?) que tal escenario grandioso bien pudiera haber sido (por su honda simbología y por ser, en alguna y significativa parte, patria del hombre) lugar para sus magnificas hazañas, destino para sus grandiosas campañas, paisaje de sus desvelos en pro del mantenimiento del honor y la libertad de las gentes que habitan este mundo.

En fin, no ha querido Cide Hamete Benengeli, “flor de los historiadores”, que fuese la mar escenario de las magnas hazañas del simpar don Quijote. Y acaso tuviese, al fin, razones para ello: no habitan, por lo común, en él, aquellos menesterosos que hubieran necesidad de su intervención para sentirse comprendidos y liberados; no hay, por lo común, en él, irredentas Dulcineas que sean merecedoras de su entrega amorosa, de su dedicación como destino de caballero andante. No están, en el mar, ni los hombres en sus más comunes quehaceres ni los principios del vivir social han sido asignados a sus ondas inestables, razones todas ellas que sí justificarían sus andanzas en la tierra firme, donde es común que nazca y viva el hombre atribulado. ¿Existe, no obstante, podríamos inquirir, algún lugar donde el hombre desenvuelva sus quehaceres y allí se halle libre de injusticia? ¿Qué escenario, en puridad, podría ser excluido de las redentoras actuaciones de un hidalgo justiciero?, ¿de un caballero que ha elegido entregar su vida en defensa de desvalidos y menesterosos?

*

El caballero de la Triste Figura, al verse frente al mar, se sobrecoge por su infinitud; su visión le lleva a encender el ánimo por causa de su grandiosidad. Y en tal instante acaso piense: ¿no hay, en ese paisaje de donde viene y a donde va el hombre, destino para sus honrosas hazañas? He ahí, delante suyo, la oportunidad de esta reflexión y la alta ceremonia que ha lugar en el corazón de un gran hombre ante un paisaje heroico, propio de los sueños.

El prólogo, digamos, del descubrimiento por parte del Caballero de ese paisaje nuevo, el mar, está descrito en el libro con rasgos de cuidada teatralidad y sugerencia: “Quedóse don Quijote esperando el día, así a caballo como estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores...”. Y, un poco más tarde: “Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una rodela, por el más bajo horizonte poco a poco se iba levantando”.1

Curiosamente, el párrafo bien pudiera responder a una descripción del amanecer en la extensa llanura castellana... Quizás la quietud del mar se la evocara. (El que, a continuación de escribir “alegrando a las yerbas y las flores”, añada “en lugar de alegrar el oído” ¿acaso quería referirse al efecto sonoro —el canto de los primeros pájaros, el rumor de la brisa— de un amanecer en La Mancha?).

Lo cierto es que tanto don Quijote como Sancho no conocían como extensión de agua, en sentido estricto, más que “las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera”,2 las mismas que van administrando sus aguas al Guadiana, con el aporte de las cuales “alcanza este río desconfiado su carácter referencial y poético, pues, como dice el cronista, “con otras muchas se llega entre pomposo y grande en Portugal”. Pero —añade, a modo de la atribución de un rasgo de carácter— “con todo esto, por doquiera que va, muestra su tristeza y melancolía”.3 ¿Tal vez porque no llega a alcanzar en momento alguno de su curso la bravura y magnitud de las grandes extensiones de la mar? Con todo, y atendiendo a la simbología, semejan alcanzar un grado de extensión significativa a sus ojos, pues, al citarlas junto al emblemático número de siete (el número de la Creación, que, según Octavio Paz, coordina el 3 de Occidente y el 4 de la América precolombina) disponen o prolongan todo un mar entre sí.

Pero no desviemos, si acaso, nuestra atención de la realidad inmediata en que se hallan, en la playa de Barcelona, don Quijote y Sancho, sumidos como están en los efectos emocionales del amanecer mediterráneo: “Dio lugar la aurora al sol...”. Con qué sencillez nos sitúa sobre el escenario de los hechos. Y culmina: “Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes...”.4

*

A sabiendas de que todo libro es, por sí mismo, invitación a un viaje, ¿por qué no nos aproximamos en volandas imaginarias por los destinos de la mar? Eso sí, siempre en compañía de nuestro egregio caballero y su fiel escudero.

Ningún viaje, ninguna aventura de nuestros héroes de los sueños (y las realidades) habían sido en vano hasta ahora; ni lo serán, a fe, los siguientes. Ahora bien, tengo para mí como lector que, por el solo hecho de asistir a esta visión del mar por parte de nuestros osados caminantes hubiera estado justificada la aventura de este libro siempre inacabado, entre otras razones, por ser la mayoría de las palabras que lo componen, tan portadoras de sueños. Es más, en tal sentido, ¿por qué no rematarlo en este punto?: concluiría así el fin de unas aventuras... (¿para el sueño del inicio de otras nuevas?)

Culminada en tal punto la escena bien cabrían aquellas palabras que dicen: “desnudaron al licenciado (en aventuras) don Quijote, quedóse en casa y acabóse el cuento”. Pero de poca verosimilitud gozaría el libro si un nuevo reto, el reto de la visión de la mar (y el pensamiento de nuevas hazañas allende él) no animase el alma de nuestro señor de la triste figura.

Viene a cuento tal especulación a tenor de las razones que nuestro señor don Quijote formula a sus aparentemente cuerdos amigos del siguiente tenor: “Los más de los caballeros que ahora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza”. Y, no muchas líneas más abajo de esta épica reflexión, añade: “Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo, y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces”.5

*

¡Ay, Señor!, ¿será que el viejo don Alonso Quijano, habiendo vivido por demás sus sueños, no sólo quiera ya rematar las faenas propias de su destino en tierra, sino también en la mar? Y aun peor, ¿prolongarlas tres mil y más leguas lejos, en otras tierras luego de lo que la travesía de los mares le pueda deparar? ¿Le habrá quedado escaso su viejo paisaje de La Mancha y, acaso por ello, desee que sus hazañas tengan prolongación en otros escenarios gracias a lo cual su gloria ya quedará inscrita no sólo en los pergaminos, sino en bronces? (Se “es” de un paisaje, ha escrito Claudio Magris, si bien no es seguro que haya de rezar así para un caballero andante que pretende glorias universales).

Habiendo tenido noticia el caballero andante de las Nuevas Tierras descubiertas por Colón, ¿anhelará prolongar su gloria y sus hazañas lejos del viejo hogar de la Mancha?

¿Resultaría descabellado, iniciándose desde aquí —alejando por mucho tiempo el melancólico y triste final de la obra— imaginarse nuevos lances y aventuras, toda vez que, por casualidad, “en hallando en ella (la mar) y en su orilla un pequeño batel...” le sucedan cosas dignas de ser escritas, sobre todo a sabiendas de que “agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas”6 en los más de los caballeros que agora se usan? Avivado el ánimo de nuestro señor don Quijote, espetaría al instante, en un nuevo rasgo de su valeroso carácter, y reiterando sus consabidos argumentos: “¿No es merecedora la depravada edad nuestra..?”.

Pensemos, que, si se decide a salir, entraría en la mar, penetrando así en el más grande y vivo y permanente paisaje donde se guardan los más hondos secretos, los más bellos sueños. Ello a sabiendas de que “ya no hay ninguno (caballero andante) que, saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo, y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas no en pergaminos, sino en bronces” (II,1).7

Vedlo, imaginad el magno y subyugante escenario de la mar ante sí y la ensoñadora incitación a la aventura que las Nuevas Tierras ahora conocidas suscitan en la imaginación del héroe. ¿Qué gloria no depararían las nuevas hazañas a su nombre? ¿Qué nuevos gobiernos a Sancho como premio a su fiel compañía? Acaso falte, sí, o duerma en el olvido, el libro que narre sus aventuras allende la mar.

Dicen las crónicas que el Caballero andante murió, y que lo hizo como Alonso Quijano, para quien sus amigos y convecinos desearon al final una vida sin tanto agitamiento como el ya habido en su flaco cuerpo, pero es verdad también que, a tal propuesta de sosiego respondió el Caballero: “Tened por cierto que, ahora sea Caballero andante o pastor por andar, no dejaré siempre de acudir a lo que hubiéredes menester, como lo veréis por la obra”.8 Y bien entendió Sancho cuál era (y aún había de ser) la mejor voluntad de su señor, pues así le habló, muy compungido, en viéndole desfallecer el ánimo: “¡Ay!, no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.9

Ea pues, lector, dejemos que aquí, a la vista de esa mar subyugante del ánimo, comience la última aventura, la más bella e inextinguible, la de la Imaginación.

 

A modo de epílogo

Sancho Panza, cosa de la que por cierto nunca se jactó, consiguió con el paso de los años, mediante el empleo, por la tarde y por la noche, de un buen número de novelas de caballería y ladrones, apartar de tal manera de sí el demonio, al que más tarde daría el nombre de don Quijote, que éste representó, sin el menos recato, las acciones más alocadas, pero que en ausencia de un predeterminado elemento, que debía haber sido Sancho Panza, un hombre libre, siguió serenamente, tal vez a causa de un cierto sentimiento de responsabilidad, a don Quijote en sus correrías, de lo que obtuvo un gran y provechoso entretenimiento hasta su final.

Franz Kafka. Meditaciones.

 

Notas

Todas las referencias aparecidas en el texto corresponden a la edición del Quijote preparada bajo la dirección de Francisco Rico (Ed. Crítica, Barcelona, 1999) y a la II parte del mismo, citándose únicamente en las notas el capítulo al que corresponden.

  1. Cap. 61.
  2. Cap. 18.
  3. Cap. 23.
  4. Cap. 61.
  5. Cap. 1.
  6. Ibidem.
  7. Ibidem.
  8. Cap. 73.
  9. Ibidem.