Letras
El libro sabio

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Cuando Abelardo conoció a Déborah Reina, naturalmente no lo sabía. Habría de enterarse más tarde, en el velorio del padre de la joven.

 

Abelardo tenía sólo un amigo. Fernando trabajaba en su oficina y si fuera necesario demostrar que los extremos se atraen, la amistad entre los jóvenes era el mejor ejemplo.

Fernando era tan trabajador, entusiasta y movedizo, cuanto Abelardo era indolente y pasivo. Su familia había emigrado a Sudamérica y para él, proyectar nuevos derroteros, abandonar sus costumbres y afrontar lo desconocido, representó un obstáculo tan grande, que prefirió quedarse solo en una casa que se venía abajo por la falta de cuidado. Dejado y perezoso era el muchacho.

 

Cierta vez, Fernando le pidió que los acompañara al cine a él y a su novia porque iba también una chica amiga. Abelardo no se pudo negar (le debía al diligente Fernando muchos favores) aunque aceptar significaba alterar sus costumbres dominicales de pasar el día tirado en la cama, releyendo de tanto en tanto su único libro, que era uno que le habían regalado en la infancia y que seguía releyendo, saltando capítulos según el humor.

De él se podía decir que era un hombre de un sólo libro.

 

Los jóvenes se gustaron a primera vista y comenzaron un noviazgo dulcemente tranquilo. La joven trabajaba en la pastelería de su familia, junto con su madre, las cinco hermanas y dos tías.

Déborah Reina era la hija mayor. Poseía una mente organizativa y llevaba con brío incansable las riendas del “Café y Repostería Dulcinea”.

 

La muchacha era graciosa, cuando pasaba entre mesa y mesa, sirviendo a los clientes, moños del delantal al viento, se podría pensar que volaba de un lado a otro. Tenía los cabellos color miel, ojos negros y risueños y una boca pequeñita que fruncía a menudo en un gesto que la convertía en el piquito de un colibrí.

El nombre pasaba de generación en generación, a la mayor de las hijas. Una particularidad de la familia consistía en que la descendencia fuera casi exclusivamente femenina y los pocos varones que nacían fuesen enfermizos y muy pocos alcanzaran la madurez.

 

Cuando murió el padre de Déborah Reina, Abelardo se enteró de que los antepasados del difunto también habían sufrido paros cardíacos antes de cumplir los cincuenta años. Parecía ser un destino común a los esposos de esa colmena de mujeres.

Abelardo escuchó sin darle gran importancia al hecho, ya que las especulaciones no eran la característica más fuerte de su carácter.

 

La repostería Dulcinea existía desde hacía más de cien años. El nombre no se originaba en ninguna referencia cervantina, sino en el sabor de las mercancías. La especialidad de la casa eran las tortas de miel y las bombitas de almíbar; infierno de diabéticos y paraíso de golosos.

Todas las tortas las preparaban las tías, la madre y tres de las hermanas. En la cocina, aparte el ruido de las batidoras, se escuchaba el incesante zumbido de las voces de las mujeres.

Déborah Reina atendía a los clientes junto con dos hermanas y también se ocupaba de la contabilidad y de empaquetar primorosas cajitas octogonales con pequeños compartimientos, para que las masitas no se tocaran entre sí. El papel era de color celeste brillante, con dibujos de abejas y flores, igual al de las servilletitas de papel.

 

Abelardo y Déborah Reina tuvieron un lento y acaramelado noviazgo que culminaría en boda después de dos años.

Como ella estaba tan atareada con la pastelería, no se inquietaba por la índole apática de su enamorado y los domingos, que era el día de mayor afluencia, trabajaba sin cesar, mientras él se dedicaba a su deporte favorito; holgazanear en pijama hasta la noche y releer su único libro, por el cual sentía un renovado entusiasmo... si de entusiasmo se pudiera hablar en algo concerniente al indiferente Abelardo.

El día de la boda se aproximaba y el novio, en vez de mostrarse contento se había tornado taciturno. Sin que él mismo se diera cuenta, lo escuchado en el entierro había echado raíces en su interior.

A veces interrumpía la lectura del libro, que de tanto manosear había perdido mitad de la tapa y del título se distinguían claramente sólo las dos primeras palabras: “LA VIDA D...” y nada más.

Apartaba los ojos de la lectura y escrutaba el vacío, aparentemente pensativo y marcaba, de tanto en tanto, algo en las páginas. Su instinto de conservación le indicó qué debía hacer, aunque eso significaba un gran esfuerzo para él. Preparó poco a poco y en secreto todo lo necesario; tan en secreto, que ni Fernando sospechó lo que proyectaba.

 

La novia esperaba impaciente en la sacristía de la iglesia, rodeada por el nervioso agitar de los tules de un enjambre de hermanas y primas. El novio estaba atrasado.

De pronto apareció Fernando, pálido y jadeante para dar la noticia: Abelardo se había volatizado.

Aparentemente olvidado sobre la cama, estaba el libro, abierto en el capítulo sobre los zánganos de la colmena... marcado de rojo.