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Ilustración: Jessie Willcox SmithLos únicos privilegiados son los niños

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Cuando yo era chico, el gobierno argentino de entonces, que presidía Juan Domingo Perón, empleaba cierta cantidad de lemas, dichos, proverbios, apotegmas, axiomas, sentencias, aforismos y/o máximas que se repetían con cierta frecuencia. Una de estas construcciones verbales ortopédicas era: En la nueva Argentina, los únicos privilegiados son los niños. Adagio que, examinado con un mínimo de detenimiento, sería bastante sencillo refutar exitosamente: en aquella época, en las que la siguieron y en esta que estamos viviendo, en la Argentina hay muchos privilegiados que han alcanzado, por crecimiento vegetativo, la edad adulta. Quizá los más privilegiados entre los privilegiados sean los políticos, que —justo es reconocerlo— algunos rasgos comparten con los niños más pequeños: la inconmensurable incultura, el egoísmo feroz, la codicia pueril.

La memoria tiene mecanismos extraños. Fue acaso el recuerdo de aquel apotegma peronista el que, a su vez, me hizo evocar dos pasajes literarios que, a pesar de las intenciones diametralmente distintas que animaban a sus autores, algo tienen en común: en ambos textos ocurre que un niño, por el privilegio de su corta edad, tiene acceso a un sitio vedado para los mayores.

En el capítulo XV de los Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega relata que a su madre

residiendo en el Cozco, su patria, venían a visitarla casi cada semana los pocos parientes y parientas que de las crueldades y tiranías de Atahuallpa [...] escaparon [...].

Más adelante agrega que

con la memoria del bien perdido, siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: “Trocósenos el reinar en vasallaje, etcétera”. En estas pláticas, YO, COMO MUCHACHO, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oír, como huelgan los tales de oír fábulas.

Más bien hacia el final del relativamente extenso párrafo que Pablos (Quevedo, Buscón, I) dedica a describir las actividades de bruja de su madre, nos dice:

Tenía un aposento, donde sola ella entraba —y alguna vez YO, QUE, COMO ERA CHIQUITO, podía—, todo rodeado de calaveras, que ella decía que eran para memorias de la muerte, o para voluntades de la vida.

Éste es el texto de 1603, o sea el que Américo Castro publicó en el volumen 5 de la colección Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe. En ese entonces, el precoz Quevedo tendría sólo veintidós o veintitrés años. En la edición —digamos más light— de 1626 no figura esta referencia.

Casi coetáneo es el texto del Inca, ya que apareció en 1609, cuando el autor rondaba los sesenta y cinco años.

Pero, en ambos casos, y tal como lo imaginó Perón, los únicos privilegiados fueron los niños.