Artículos y reportajes
José HernándezLa tercera parte del Martín Fierro

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Digamos que yo no soy lo que suele llamarse un lector complaciente. De manera que será difícil dejarme arrastrar por una catarata de elogios indiscriminados sobre una obra literaria cualquiera. También —como preconizaba Jorge Luis Borges— soy un lector hedónico: no leo por sentido del deber; leo lo que me agrada y abandono al instante lo que me aburre o me irrita.

Dicho esto, puntualizaré que he leído tantas veces el Martín Fierro, que —apelando a una mínima hipérbole— podría recitarlo de memoria desde el inicial Aquí me pongo a cantar hasta el postrero sinó para bien de todos.

Esta frecuentación me ha llevado a analizar con cierta puntillosidad ciertos pasajes curiosos o enigmáticos del poema. Como se sabe, apareció en dos partes, separadas por siete años: El gaucho Martín Fierro (1872) y La vuelta de Martín Fierro (1879).

Ciertos indicios diseminados como al azar en la última me llevaron a pensar que José Hernández tenía la intención de escribir una tercera parte de la obra. Sea por sus múltiples ocupaciones, sea porque sus intereses se diversificaron en otras direcciones, sea porque, aún joven (tenía cincuenta y dos años), lo sorprendió la muerte, el caso fue que no se tienen noticias de que haya ni siquiera emprendido la tarea de escribir el Martín Fierro III.

Al menos, eso era lo que yo creía. En octubre de 2001, un artículo aparecido en la sección Cultural del periódico El País, de Montevideo, demostró mi error.

El trabajo se titula “El minúsculo aforismo”, y pertenece a un compatriota argentino que ha logrado, en un trabajo de algo más de 1.600 palabras, la proeza de nombrar unas cinco decenas de personas, algunas más de una vez (cito por orden de aparición y tal como aparecen, sin permitirme agregar ni una abyecta tilde): Baltasar Gracián y Morales; Schopenhauer; Walter Benjamin; Jorge Luis Borges; José Bergamín; Robert Frost; Miguel de Cervantes; Olegario Andrade; James Joyce; Lichtenberg; La Rochefoucauld; Nicolas Sebastien-Roch, llamado Chamfort; Salomón; Hipócrates; Heráclito; Nietzsche; Wittgenstein; Ferrater Mora; Jean Rostand; Karl Kraus; Marco Aurelio; Napoleón; Disraeli; Peguy; Talleyrand; Aldous Huxley; Bernard Shaw; Stanislav Lem; H. L. Mencken; Paul Eluard; Benjamin Péret; Ramón Gómez de la Serna; Goethe; Kant; Tolstoi; Freud; Canetti; Andre Breton; Julio Cortázar; Kierkegaard; Octavio Paz; W. H. Auden; Louis Kronenberger; John Gross; Príncipe de Ligne...

Una vez amedrentado por las fuerzas de este ejército intelectual, encuentro este párrafo (que transcribo textualmente):

Los aforismos de antaño eran llamados “gnomo”, y coleccionados en antologías muy populares, llamadas “gnomología”. Nuestro idioma denomina “gnómicas” a las composiciones en versos breves que incluyen una sentencia más o menos moral, y los poetas que las componen son llamados poetas gnómicos. De esta versificación aforística fueron duchos practicantes, sin saberlo, y casi sin excepción, los payadores. Es fácil descubrir el lado “gnómico” de estas estrofas de Martín Fierro: “La sencia es una gran cosa, / Me dijo un maestro projundo, / Pero en mi razón me fundo / Que si es muy útil la ciencia, / No está demás la experiencia / Mi mejor maestro en el mundo. // El mundo a mí me ha enseñado / Cómo debo de seguir, / Porque a fuerza de sufrir / Se hace el hombre en esta vida, / No hay esperanza perdida / Para el que sabe vivir”.

Ahora bien, como “estas estrofas” del Martín Fierro no se encuentran ni en la parte I ni en la parte II, es lícito inferir la existencia de la parte III del poema, que don José Hernández habría mantenido en secreto y que —por lo visto— descubrió el autor de “El minúsculo aforismo”.

Acaso por haberlos escrito en estado ya cadavérico, el hecho es que estos nuevos versos resultan espantosamente atroces y no parecen guardar ninguna relación con la pluma que escribió, por ejemplo:

Yo no tengo en el amor
quien me venga con querellas,
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama;
yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.