Letras
Cuatro cuentos

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El verdugo

No comprendo el prejuicio de los hombres contra el verdugo.
Giovanni Papini.

Sangrante aún, la cabeza rodó unos cuantos metros y fue a dar a los pies de un espectador. El verdugo la miró de soslayo, sin poner en realidad mucho interés en los curiosos trazos que la cabeza iba dejando en su recorrido.

Se trataba —el público pudo apreciarlo con absoluta claridad— de una cabeza de regular tamaño, en la que destacaba un rostro imberbe y una persistente sonrisa, casi una burlona expresión. Este último detalle llamó poderosamente la atención de un hombre de aspecto grave, semioculto entre el público, quien reflexionó en seguida: “Por suerte, ahora hay un escéptico menos entre nosotros”.

Del público surgió también un tímido “¡oh!”que no alcanzó a tener eco y que el verdugo interpretó como producto de una equivocada sensibilidad o como un recóndito complejo de culpa, que lo obligó a dirigir una dura mirada a quien consideró responsable de tan molesta e inoportuna exclamación. Sin embargo, el verdugo sabía bien qué hacer en estos casos: no interrumpir ni un ápice su rutina, continuar con su labor como si nada ocurriera. De modo que, siempre con su capucha negra, dio unos pasos, recogió la cabeza tomándola de los pocos cabellos y la arrojó al cesto dispuesto para tal fin debajo del tronco de las ejecuciones. Momentos antes, con imperturbable tranquilidad, había dejado en un rincón la consabida hacha, de cuyo filo se desprendía un intenso resplandor que por momentos hería la vista.

¿De común acuerdo? No sabría decirles, pero lo cierto es que la gente comenzó a dispersarse en pequeños grupos de a tres o cuatro personas. Por supuesto, el sordo rumor de pasos que se alejaban dejaba en el lugar una densa pesadez, un acentuado aire de horror.

El verdugo pensó entonces que, solo como quedaría, no necesitaba más de la capucha que cubría su rostro y, ¡zas!, tiró de ella: he ahí una cabeza de regular tamaño, un tanto calva, en la que destacaba un rostro imberbe y una persistente sonrisa, casi una burlona expresión...

A esta narración le resta un detalle, acaso irrelevante. Resulta que un espectador, que se había quedado rezagado, alcanzó a mirar de soslayo al verdugo. El horror se dibujó en su rostro y ni siquiera pudo articular una palabra para sus acompañantes. Con prisa y sin mirar atrás alcanzó la puerta de salida que le devolvió el aire a sus pulmones.

Pero, de lo que él vio, no son muchos los que se atreverían a dar fe.

 

Episodio del reloj de la plaza

Si se tratara de buscar una razón, tal vez se le podría atribuir a la costumbre, esa absurda forma de asumir la vida. El hecho es que los habitantes de aquella población vieron, una mañana cualquiera, alterar el riguroso orden de su existencia. Había ocurrido que, en la noche y mientras dormían seguros, alguien había robado el reloj de la plaza. Ni más ni menos: el que desde la alta torre de la iglesia saludaba a campanada suelta cada acto de sus apacibles vidas.

Fue una sorpresa, digamos, mayúscula. Tan habituados estaban al musical llamado que el pueblo entero tardó en dar inicio a su jornada. Al levantarse (y era visible en el rostro de la mayoría un cierto gesto de mal humor) dirigieron sus pasos a la Plaza Central, dispuestos a indagar en seguida lo que había impedido que el reloj lanzara al viento su agradable sonido. ¡Cuál no sería su asombro! En el lugar que por años había ocupado el reloj sólo se encontraba ahora un hueco. Era difícil no percatarse de ello, dadas las dimensiones del mismo y la manera como había sido abierto.

Digamos también, para seguir con el curso de este relato, que aquellos seres tardaron largo rato en reponerse de su perplejidad. Cuando por fin lograron poner algo de claridad en sus ideas, casi de manera concertada se dieron a la tarea de imaginar quién se había atrevido a lo que alguien, sin descomponerse siquiera, llamó “tal sacrilegio”. Y en verdad que, por más que extremaron sus conjeturas, no pudieron dar con ningún nombre al que culpar. Por otro lado, puesto que se trataba de un pueblo tan pequeño, en el que todos se conocían, la posibilidad de que algún visitante ocasional hubiera podido fraguar y cometer el hurto quedó de plano descartada. No hubo que esforzarse mucho para hallar las razones de esta certeza: hacía mucho tiempo ningún desconocido arribaba a aquel lugar, y tampoco era empresa fácil ocultarse en sus calles, siempre tan llenas de lugareños que no dudaban un solo instante en mirar con desconfianza al primer extraño que descubrían sus ojos. Así que, no atinando a emprender ninguna acción efectiva que pudiera remediar tan apreciable falta, se limitaron a cruzarse de brazos. Sin decirlo, claro está, cada uno en su interior comenzó a dar paso a esa especie de pausado tejido que es la resignación. Después de todo, si se le mira bien, éste es el sentimiento más cercano al pesar.

Como era previsible suponer, al cabo de un rato la gente de aquel pueblo colmó la plaza. Cesaron todas las actividades. Y sin que hubiera necesidad de ninguna ley, el asueto fue general. Gobernantes, empleados, escolares y amas de casa se entregaron al más completo ocio. Era evidente que no existía manera alguna de regir los destinos de aquellos seres. Aun si alguien hubiera hecho algún intento por controlar la situación, ¿habría sido posible lograrlo sin horarios que cumplir, sin convención a la cual respetar? Sobra explicar que la compra de un reloj de pulso fue siempre vista por ellos como un acto poco menos que inoficioso, sumidos como estaban en el culto al que se erguía imponente en la plaza. Privados, entonces, de aquel instrumento, ¿qué desenlace cabría esperar en aquella escena?

Pero, a decir verdad, nadie en aquel lugar parecía echar de menos las bridas del tiempo. Por el contrario, cada quien procuraba disfrutar a su modo del excepcional momento de libertad. Se diría que apenas ahora comenzaban a acariciar por fin, tras una larga y fatigante espera de toda la vida, un anhelado y esquivo sueño.

¡Ah, a quién le fuera dado asomarse por un instante a este mundo! Sin duda, el cuadro que vería es el de hombres y mujeres andar sin prisa, despojados de ese fardo que significa la premura de acabar alguna tarea. ¿Para qué importunarles, entonces? No tiene objeto elevar una fastidiosa voz de censura. Mejor es evitar que las aguas de la envidia irrumpan en este pequeño paraíso. Al fin y al cabo, no es más que felicidad lo que se advierte en estos rostros, ahora que el Tiempo no puede atenazarlos y que han alcanzado ya su Tierra Prometida: esta tranquila población que tal vez Ítalo Calvino alcanzó a imaginar.

 

Una mosca que no deja dormir

¡Vengan, cumplidas moscas!
J. Gaitán Durán.

La mosca va y viene, vuela en círculos, planea y se acerca al rostro del hombre. Revolotea sobre la nariz, se le aproxima a la oreja izquierda, y allí desata un desagradable zumbido. Se posa en el encanecido pelo, restriega sus alas con las patas traseras y las patas delanteras entre sí. Y, tras unos instantes, levanta el vuelo para en seguida regresar.

El hombre trata de espantarla con repetidos manoteos que le resultan extraños a la dama que se ha asomado a la ventana y que sólo alcanza a ver a uno que, tendido, agita los brazos de manera exagerada. Cerca de él, una paloma picotea algo oculto entre el verde pasto.

La mosca, la dama, la paloma y el hombre juntos no serían suficientes para escribir una historia. Además, ¿cómo se cuenta la historia de un hombre cuyo deseo más vehemente es morir y que, sin embargo, debe resignarse a seguir en esta vida a la que no le halla sentido, por más que le da vueltas y vueltas y se esfuerza en mirarla con los ojos del amor?

Para dar más detalles, es la historia de un hombre (habitante quizás de uno de esos barriecitos lóbregos de las afueras de la ciudad) que hastiado de la vida miserable que lleva, decide cualquier día echarse a caminar sin rumbo, con la idea fija de no detenerse, ni siquiera cuando el cansancio de sus piernas se torne insufrible, y de no echar la vista atrás, para no permitir que ninguna de sus queridas cosas le haga torcer el destino que se ha trazado.

Han de saber que este hombre no conoce a Wakefield. ¡Qué va a conocerlo, si su mundo está hecho apenas de unas cuantas palabras! Por tanto, no es la suya una determinación que se pueda contar entre las “notables extravagancias del género humano”, como la de aquel entrañable personaje. No. Sencilla, llanamente este hombre se ha levantado dispuesto a dejarse llevar por la vida hasta que ésta estire sus brazos cuan largos son y lo deposite (lo lance, sería mejor decir) en cualquier lugar, como quien arruga y arroja un papel que ha hallado sobre la mesa y comprueba que no guarda ningún dato relevante.

El hombre ha pensado en un verde prado. Un prado verde y finamente cortado ha de ser el escogido lugar en el que acabe sus sufridos días. Por largos momentos se le ve andar por calles y calles, con una mirada que delata la honda pena de su alma, resignado a no contar más para la vida. Calles y calles que ya son muchas, sin que aún le parezcan suficientes.

Cae la tarde, y cuando se detiene frente a un parque, atraído por la algarabía de unos niños, éstos se disgregan poco a poco por el temor que les produce su inoportuna y sospechosa presencia. Su remota infancia se le aparece, entonces, con claridad frente a los ojos, y debe hacer un esfuerzo para no echarse a llorar y correr en busca de los suyos. Al cabo, el lugar queda en completo silencio, y él se tiende con parsimonia, a la espera de que se le concrete su deseo.

Entonces, aparece la mosca. Va y viene, vuela en círculos, planea y se acerca al rostro del hombre. Revolotea sobre la nariz, se le aproxima a la oreja izquierda, y allí desata un desagradable zumbido. Se posa en el encanecido pelo, restriega sus alas con las patas traseras y las patas delanteras entre sí. Y tras unos instantes, levanta el vuelo para en seguida continuar fastidiando a aquel afligido ser. Momentos que transcurren lentos y pesados para el hombre.

Y por más que intenta cerrar los ojos para siempre, la mosca no lo deja dormir.

 

El puente

Desde hace mucho tiempo he deseado contar el hecho del que fui cercano testigo, ocurrido una de las tardes de mi juventud en que, como era habitual en esos años, me hallaba sin nada que hacer, y entonces echaba a andar sin rumbo ni propósito definidos.

¿Seré capaz de revivir con mis palabras aquella desazón que experimenté cuando los hilos de la existencia se entrelazaban ante mis ojos y me revelaban una verdad que aún hoy me asombra? He ahí el interrogante que ha hostigado mi memoria desde aquel día. Sea como fuere, de aquello no pretendo ser más que un asombrado amanuense. Tan solo eso, que es mucho para alguien que da un enorme valor a los recuerdos. Entonces, soy el fiel y obligado escribano de cuanto sigue, pues quizá los mismos seres que le dieron vida ni siquiera se hubiesen percatado de ello.

*

Por uno de los extremos del Puente Bolívar, agarrándose penosamente de sus barandas, llorando de manera desconsolada, subía esa tarde un hombre. Su rostro delataba un hondo sufrimiento, y hasta el alma más insensible se habría inclinado por un cierto sentimiento de lástima al contemplarle. Rumiaba una queja inaudible y tropezaba, sin caer, cada tanto. Mis ojos le siguieron hasta que hubo llegado a la parte media del puente y comenzado, entonces, un paso menos azaroso, más firme y confiado, gracias a la cuesta. Formaban su indumentaria, su rostro y su cuerpo un lóbrego conjunto que hería la vista, sobre todo a esa hora en que el paisaje y la abundante y traviesa brisa parecían empeñados en convencernos de que existir era una circunstancia grata, de la que no tenían que esperarse sucesos adversos. No intenté palabra, ni el más mínimo ademán, y ahora que lo medito, concluyo que nada hubiera sido tan vano ante el cuadro de irremediable tristeza que esa imagen ofrecía.

Lo que aún recuerdo con honda intensidad es el estremecimiento que su desolada presencia me provocó. Era como si la encarnación misma de la pena transitara (con forzado paso lento) frente a mí, en un insólito ejercicio de desprecio para quienes todavía viven aferrados a la quimera de la felicidad.

Tal vez sea duro decirlo, mas en seguida agradecí a Dios que hubiese sido el alma de aquel pobre ser y no la mía la escogida para mostrar con cuánta saña y severidad podían las brasas del dolor llegar a arder en una sola persona. ¡Tan grande eran el desconsuelo y la angustia que reflejaban sus ojos! Se diría Sísifo cargando su pesado lastre, y con el que de repente me tocara compartir espacio, por obra y gracia del destino.

Ese destino, sin embargo, mantenía intactas las reservas de maravillas de las que yo sería depositario aquella mañana. Pues sucedió que, casi de modo simultáneo y en dirección contraria, pude divisar en el horizonte a un sujeto que entonaba a voz en cuello una feliz melodía y, sonriente, saludaba a los transeúntes que por allí circulan en buen número cada jornada. Todos le miraban, no pudiendo hacer menos que reír con gracia ante el ejemplar de dicha con que se topaban. Aquello parecía ser interpretado por él como un gesto de aprobación a su conducta, que ayudaba a que su voz y su risa fueran aumentando en intensidad, tanto que al pasar junto a mí eran ya un solo grito de rabiosa algarabía, que me ofendió en igual medida que la anterior visión.

Irrelevante o memorable, esta anécdota recibe su punto final en el instante que dejé de ver la espalda de quienes habían pasado muy cerca de mí y ahora comenzaban a perderse en la distancia. Yo hubiese querido que también lo fueran por el olvido, pero no pude evitar en seguida ceder a la conjetura y terminé por preguntarme qué ocurriría si aquellos dos hombres se encontraran en algún lugar del puente que, por supuesto y dada mi ubicación, se escapaba de mi vista. ¿Qué sentimientos despertaría en cada uno de ellos levantar la mirada y hallarse frente a su antípoda? Tal vez ninguno de los dos espíritus lo aceptaría, ya que sabido es que el alma humana es propensa a negar cuanto le es extraño. Es probable que ningún recuerdo quedara en la memoria de ninguno de ellos después de sorprenderse en la mirada de su contrario.

A pesar de la certeza que me brindaba esa idea, la imagen de los dos hombres cruzándose en aquel puente ha ocupado mi mente todo este tiempo. En alguna de mis febriles lucubraciones veía cómo se fundían en un solo cuerpo frente a mis atónitos ojos, y éste comenzaba a convulsionar y entre espasmos sucumbía. En otra, se me daba por pensar que eran las dos mitades de un mismo ser que vagaban eternamente sin ninguna posibilidad de encontrarse y reconocerse. Ambas posibilidades —lo confieso— me inquietaban en grado sumo.

Ahora que escribo estas líneas he pensado con un poco más de calma que el origen de mi asombro estriba en que aquella mañana me fue dado ver de cerca las dos caras, cercanas e irreconciliables, de una misma moneda que es la vida.

Y tenía que ocurrir justo en ese puente, que sigue ahí para la llegada de unos y la despedida de otros, y cuyas desgastadas barandas empiezan ya a acusar el paso de los años.