Letras
La muerte no tiene permiso

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—Van a despedir a alguien más.

—¿Cómo sabes?

—Mira la ventana del jefe. Van a despedir a alguien más.

El murmullo se extendió como una ola por sobre nuestras cabezas. Pensé de inmediato en los pagos atrasados al seguro, la cuota de la casa, la luz, el teléfono, los colegios de los chicos, los anticonceptivos de Chaz (tan rica, tan tetona). ¿Qué haría en la calle? ¿Volver a vender tapetes y plumeros casa por casa? ¿Soportar otra vez el sol en la nuca, en los hombros, en los testículos que se sancochan al mediodía en el asfalto? ¿Volver a la angustia de los cincuenta centavos para el pan de todos los días?

Julio se acercó y me pasó la voz, tenía los ojos vidriosos y los párpados hinchados, la boca reseca.

—Vengo de la diálisis —murmuró—, si me despiden me muero. ¿Ya sabes quiénes se van?

—No —respondí—. En un rato seguro los llamarán pero no te preocupes, no nos botan por la antigüedad. Además las cosas están cada vez peor. Chaz ya no sabe qué inventar para el almuerzo, este trabajo es todo lo que tenemos y las ventas de Oriflame, nada más... y digamos que las amigas de Chaz no son de gastar mucho en cremas... ¿Tú estás mejor?

—Algo —dijo tocándose el bajo vientre. Se palpó—. ¿Tú qué crees? Creo que lo mejor sería irme a los Estados Unidos, hacer plata y volver para poner un negocio, una bodeguita, qué-sé-yo. Al menos si un día me muero...

—No digas eso, aún te falta hacer un millón de cosas. Ven a casa el domingo, Chaz preparará estofado, trae a Ximena contigo.

—¿Qué llevo para tomar?

—Nada. Ya debes tener muchos gastos con la diálisis.

—Muchos... —suspiró Julio—. A veces pienso que debería morir de una vez, al menos así Ximena podría cobrar el dinero del seguro y viviría mejor y los chicos...

—Ya cállate o te golpeo los riñones con la llave inglesa, ¿ok?

—Ok, creo que te llaman.

Era cierto. Desde la ventana del jefe una mano se agitaba invitándome a subir. El mundo se me vino encima. Todos detuvieron sus labores por unos segundos, algunas veces era así: te llamaban para que leyeras una lista con despedidos o para que hagas el trabajo sucio de hacerlo tú mismo e invitar a que pase por caja el desdichado. El pabellón estaba lleno. Algunos fumaban despacio. Una señora vendía café y sánguches de pollo y luego anotaba los nombres del cliente en su libreta. A fin de mes nos esperaba a todos en la puerta con sus hijos. Al que no le pagaba ellos lo acompañaban hasta la esquina. Entre nosotros sabíamos que esos tres habían sido policías. En fin, cada quien se gana la vida como puede.

 

Las señas continuaban y ya algunos mostraban una incomodidad por mi demora. Pero es que realmente no quería ir. Tenía miedo de perder el trabajo. Quién no le teme a eso. Giré y caminé entre mis compañeros. Hace menos de dos años éramos ochocientos. Hoy apenas quedamos doscientos cincuenta. Las computadoras hacen el mismo trabajo y sin errores, no les pagan sueldo, ni seguro médico ni nada de nada. Tengo ocho años en esta fábrica. Ocho largos años que se han pasado volando... mientras me hago más y más viejo y siento que el calor de las calderas ya me afecta los intestinos.

 

Al llegar a la oficina del jefe me persigné, ya todo está en tus manos, Señor.

—Señor Becerra, vengo como mandó usté.

—Siéntese, por favor, tenemos que conversar.

Tomé asiento.

—Mire, señor, para mí esta situación es espantosa, cada vez que vengo a trabajar encuentro un memo con alguna orden que un cojudo dicta a su secretaria para que me joda todas las mañanas —destapó un antiácido y lo echó en su vaso con el estampado de una vaca, lo bebió de un sorbo—. Hoy es un día de esos, ¿me entiende? Acá ustedes me mientan la madre como si yo fuera el responsable de los despidos y no es así. Yo también soy una víctima en este asunto —se llevó un dedo a la nariz y empezó a buscar algo en ella— por eso es que lo llamé. ¿Ve ese sobre?

—Sí, señor... —el sobre estaba algo grueso, a lo mejor ya tenían lista mi liquidación, un frío de muerte se apoderó de mi nuca.

—Bueno, pues, en ese sobre está una carta de despido con la orden de cobro de los días adeudados y del trámite que haga el contador para sus beneficios de ley.

—Entonces... —dije mecánicamente— ¿estoy... despedido?

El jefe me miró directamente a los ojos. Habíamos ingresado al mismo tiempo y éramos parte del grupo de antiguos de la fábrica. Creo que alguna vez almorzamos juntos y mi record de asistencia era impecable. No era justo salir así.

—Por el tiempo que nos conocemos seré franco con usted. Hemos revisado la producción de nuestra fuerza de trabajo y vemos que algunos han reducido terriblemente su record. Como sabe, no podemos hacernos de esos costos que pueden dañar aun más la fábrica. Usted ha bajado mucho su producción... igual que su amigo Julio.

—Puedo esforzarme, señor Becerra, le prometo que... sólo no me bote... este trabajo es todo lo que tengo.

—Sólo entienda que yo no lo estoy botando... la producción se mide, usted sabe, pero mire: sólo hay una solución. La orden dice “O usted o el señor Julio”.

—...

—Usted decide.

Pensé por un rato que esto era una broma. No podía ser así. Julio era amigo mío desde hacía 23 años, su familia era como mi familia y pasábamos las navidades juntos. Y se estaba muriendo. No podía hacerle eso. ¿Cómo quedarían sus hijos? ¿Y los míos? ¿Qué me diría Chaz cuando llegara a contarle que escogí entre Julio y yo? ¿Acaso entendería?

—Señor Becerra, usté me pone en una situación muy complicada... Julio es mi amigo desde hace muchos años y usté sabe que se está muriendo... no podría decidir algo así, yo también necesito trabajar...

—Lo lamento, amigo... pero esas son las órdenes. Tome el sobre y piénselo. Si decide por Julio, déle el sobre a él. Y si no, sólo llene sus datos. Tiene hasta la salida para decidir. En verdad lo lamento mucho pero así son las cosas. No depende de mí.

 

Yo tomé el sobre pero sentía que jamás podría hacerle algo así a Julio. ¿Y mis hijos? ¿Y mi mujer? ¿Y mi vida? Al menos estaba sano pero... y los colegios y las píldoras y si alguien se enferma y si algo sucede y... Por otro lado Julio se estaba muriendo, gastaba más de lo que ganaba en medicinas y esa maldita diálisis, los exámenes... tanto trabajar para no tener nada, carajo, qué decidir... a veces la vida no es ni siquiera como en las películas...

 

Julio se acercó rápido, estaba preocupado.

—¿Y? ¿Qué te dijo?

—Nada —respondí—. Parece que hoy no hay despidos ni nada, sólo era para entregar estos papeles en una agencia, un mandado.

—Ah... bueno, me voy a trabajar. Ya nos vemos el domingo, ¿no? Hoy salgo temprano porque tengo chequeo.

—Ya. Está bien. El domingo entonces. Temprano. Nos vemos.

—Nos vemos. Gracias por el estofado, me gusta mucho el estofado.

Julio se alejó caminando como en un bailecito de Cantinflas. No podía hacerle eso, decidir entre él o yo. Pedirle a la muerte permiso para ejecutar su labor y no tener remordimientos.

En uno de sus bailecitos, Julio se llevó las manos al ombligo, exageró en un movimiento, creo. Sonrió, me hizo una seña y se alejó. No me atreví a decirle nada. Sería demasiado cruel. Pero las computadoras no entienden de emociones, ni los jefes, ni los jefes de los jefes. Quise levantar el brazo para despedirme pero al ver que se iba no pude hacerlo. Nadie se despide de un cadáver que se aleja.