Artículos y reportajes
Testimonios, espejismos y desconciertos
Extractos

Comparte este contenido con tus amigos

Dentro del enigma de mi cotidiano azar avanzo junto a mis ilusiones y espejismos; tratando de aferrarme a oportunidades y aciertos, y, sobre todo, rehuyendo la indiferencia: esa negación del sentido mismo del camino.

 


 

Más que de avanzar, de lo que se trata es de convertir nuestros pasos en aceptadas huellas.

 


 

Son muchos los errores que podría cometer en mi camino; uno de los más graves: interrumpir su fluidez. Estoy obligado a respetar la continuidad del camino y a cumplir en él, al menos, con dos normas sagradas: ni eludirlo ni soslayar su linealidad.

 


 

Me debilito cuando mis pasos contradicen las señales que me muestra el camino.

 


 

Distinguir en el camino sólo absolutos y guiarnos únicamente por la luz y el calor de esos absolutos, pudiera significar calcinarnos.

 


 

Los espacios que construí me estrechan dentro de cada vez más reducidos linderos. Avanzo y me limito. Avanzo y me peculiarizo. Cada nueva selección es un descarte: lo que escojo me apartará para siempre de lo que rechacé.

 


 

Estrechamiento de linderos: una manera como cualquier otra de definir los aprendizajes en el camino.

 


 

Habitar, caminar: actos que precisan, por igual, del equilibrio y la armonía.

 


 

Pulsión hacia el deslinde: una forma de acatar esa peculiaridad que somos.

 


 

Interminables paradojas del camino: en él los aciertos conviven con los errores y las derrotas nos acercan a victorias que lucían imposibles.

Los fracasos se convierten en impulso hacia genuinos avances.

Vivimos la alegría junto a la tristeza y sabemos de la fortaleza tras intuir la debilidad.

El tiempo inhóspito deja paso a la cotidianidad cobijante y la áspera intemperie llega a transformarse en acogedora morada.

Reconocemos lo deseable tras saber qué nos repugna.

Somos fuertes y, a la vez, débiles.

Aceptamos eso que somos sabiendo que siempre existirán muchas cosas que no podríamos aceptar de nosotros.

Nuestras frustraciones iluminarán posibles futuras alegrías, nuestros presentes extravíos podrían convertirse en venideras certezas y nuestras actuales convicciones augurar próximos desconciertos. Lo que más creemos saber acaso sea lo que más groseramente ignoramos, lo que más nos atemoriza tal vez sea lo que menos nos desoriente y lo que más nos exalta pudiera ser eso que con mayor fuerza nos condene a la confusión.

 


 

En nuestro camino vamos descubriendo verdades que se hacen parte de nuestra sabiduría personal. Los cuadernos del destierro de Rafael Cadenas, sería una de las más hermosas descripciones que yo haya leído alguna vez sobre esas verdades adquiridas por un caminante dentro de su tiempo. Cadenas escribe Los cuadernos... en Trinidad, donde vivía tras haber sido expulsado del país por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Permanece exiliado en esa vecina isla de Venezuela entre 1952 y 1956. Lejos del espacio de su origen, solitario caminante, Cadenas se enfrenta a las mismas preguntas que, en algún momento, cualquier individuo podría llegar a formularse: ¿quién soy? ¿Cuál es mi lugar? ¿Dónde pertenezco? ¿Cómo aceptarme? Cioran dijo alguna vez que todos los seres humanos parecíamos satisfechos con nosotros mismos; pero que, en el fondo, ninguno lo estaba realmente. Quizá el reto esencial para cualquier caminante sea llegar a aceptarse en medio de todas las desorientaciones que, innumerables y constantes, lo rodean. Desde la primera línea de Los cuadernos..., un yo poético va relatándonos opciones de vida, descubrimientos, propósitos, aprobaciones, rechazos... En su percepción y en su memoria transeúnte comienza por evocarse cierto origen del cual el poeta optó por distanciarse: “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor (...). Yo no heredé sus virtudes”. Se van dibujando luego, lentamente, las naturales y muy frecuentes paradojas de toda existencia humana: la alegría que existe junto a la tristeza, el error que convive con el acierto, la certeza que se hilvana con la duda, la aprobación y el rechazo que se entrelazan, lo bello y amable hermanado con lo aborrecible, la armonía y la incoherencia complementándose... El camino es, así, dibujado como una incesante suma de contradicciones donde el tiempo presente y el tiempo ya dejado atrás van conduciendo al caminante hacia esa contundente revelación final que cierra el texto: “He recuperado mi nombre”. Recuperar nuestro propio nombre: aprobarnos, reconocernos, aceptar nuestros rumbos transitados y no avergonzarnos de vernos reflejados en ellos...

Rafael Cadenas: caminante y poeta, nos confía a sus lectores una sabiduría que es el genuino legado de un camino recorrido. Como poeta, como caminante, Cadenas ha aprendido a vivir consigo mismo, y eso es lo que nos expresa.

 


 

Contemplo asombrado que lo que por mucho tiempo fue dispersión, impredecibilidad o desorden, terminó por hacerse en mi camino coherencia, armonía y propósito.

 


 

Me oriento al lado de mis aciertos tratando de no repetir viejísimas equivocaciones.

 


 

Rara vez existe la nitidez dentro del camino; se reitera en él lo difícil, lo complejo, lo inalcanzable. Sin embargo, afortunadamente, son también a veces posibles las metas cumplidas, las felices conclusiones, las fantasías hechas realidad...

 


 

Dentro del camino, somos a veces protagonistas y a veces debilitadas comparsas.

 


 

A veces, siento como si la vida supiese a poco; por eso me esfuerzo en cubrirla con mis ilusiones.

 


 

Me adivino en lo inesperado, me preveo en lo sorpresivo, me predigo en lo azariento... Propósitos, empeños; eventualmente logros, ciertamente destinos, metas...

 


 

No es para mí el fruto de la semilla que ignoro haber sembrado.

 


 

Amargura y autodestrucción: dos laboriosas tejedoras de infiernos; las dos, consunción e inconsistencia, decadencia y regresión, sustracción y penuria; anuncios, ambas, de lentas e irreversibles agonías.

 


 

El acto de escribir acepta las sumas, los añadidos, las transformaciones; permite todos los estilos, todas las expresiones, todos los matices, todos los énfasis, todas las entonaciones...

 


 

El ser de palabras se debe a sus verdades y a sus interrogantes. Junto a ellas, y siempre al lado de sus necesarios espejismos, explora, descubre y construye.

 


 

Escribo: establezco un orden en el que descifro significados para mi camino, apoyándome en un estilo que es impulso, rostro, máscara; fuerza germinativa, seminal, espermática; potestad, densidad, asidero, proyección; propósito tanto como convicción, artificio tanto como necesidad.

Un estilo: mi estilo: ahora y siempre de mis voces. Mi forma de vivirlas y sentirlas y actuarlas. Construyo mi estilo y, a la vez, él me construye; permanece junto a mí, siempre al alcance de mi mano y junto a mis ahoras: meta y, a la vez, rutina cotidiana.

 


 

Escribo lo que me importa: enfrento el silencio de muchísimas cosas mudas y resisto en mi camino junto a voces que me sostienen.

Escribo desde mis esenciales curiosidades y mis revelaciones, desde mis días abiertos y mis noches insomnes, desde mis palabras interrumpidas y la continuidad de mis comprensiones, desde la sombra o la ceniza de tantos días gastados y el brillo de los días nuevos, desde las esperanzas que no declinan y las imposibilidades que me circunscriben, desde las fantasías a las que no podría dejar de acogerme y la opacidad de mis desconciertos, desde la sonoridad de mis triunfos y la amarga sombra de mis fracasos, desde la necesaria continuidad de mis pasos y mis abruptas decepciones, desde mis sueños hechos realidad y tantos días iguales a sí mismos, desde muchas sorpresas imposibles y demasiadas rutinas consabidas, desde la alegría y la tristeza, desde la esperanza y la desilusión, desde la tormenta en un vaso de agua y la pulsión por reinventarme a cada paso, desde la búsqueda de mis horizontes y la claudicación ante linderos que necesito sobrepasar, desde la firmeza de muchos actos y la imposibilidad de actuar, desde mi obsesiva búsqueda de espacios y demasiados vacíos que no sé cómo llenar, desde mi amor por la soledad y mi necesidad de compañía, desde las voces ásperas y la seductora melodía de los días, desde los instantes que me abruman y los ahoras que me iluminan, desde la fuerza de mis fantasías y la banalidad de mis desesperanzas, desde el sueño por siempre repetido y la ausencia de cualquier sueño, desde los vagos comienzos que me trajeron hasta este lugar en que me encuentro y mi esperanza por ir más allá de este lugar en que me encuentro...

 


 

Proponernos ser felices: tratar de dar un significado de plenitud o de armonía a esos actos y pasos y espacios que construyen nuestra existencia.

 


 

Uno de los mayores absurdos de la condición humana: no reconocer la felicidad. O, dicho de otra manera: grotesca y muy humana actitud de colocarse ante el paisaje de la felicidad y negarse a contemplarlo.

 


 

Tratar de ser felices: acaso el más individualista de todos los propósitos humanos.

 


 

Sólo podrá ser feliz el caminante capaz de moverse libremente en la búsqueda de su propia plenitud.

 


 

Reconocido el lugar de mi felicidad, me aferro con todas mis fuerzas a las relampagueantes intensidades que lo colman.

 


 

Hay dos cosas que no podrían dejar de asociarse con el descubrimiento de la felicidad. Una: que ella reside sólo en nosotros, que nadie está obligado a hacernos felices. Otra: que lo que significa la felicidad para unos muy poco o nada tiene que ver con el significado de la felicidad para otros.

 


 

Esperar que alguien nos haga felices es tan absurdo como esperar que alguien nos ayude a entender o a vivir o a mirar o a percibir o a conocer o a disfrutar...

 


 

El rostro que teníamos a los veinte años y el que tenemos cuatro o cinco o seis décadas después... ¿Qué mayor triunfo que conseguir que el segundo pueda aún reconocerse en el primero?

 


 

La felicidad individual se opone drásticamente a cualquier idea de felicidad convertida en fórmula colectiva. No entiendo esas promesas de felicidad a cargo de Estados, Iglesias, Secretarios, Presidentes o Santones. Cualquier religión, sistema o utopía que prometa felicidades multitudinarias y futuras a cambio de ciegas obediencias individuales, será una oferta corrompida. La ofrecida felicidad para creyentes, seguidores, súbditos o borregos, es y será siempre una promesa falsa o una promesa vacía. Tampoco hay ni podría haber felicidades decretadas para todos en un tiempo por venir o en un tiempo que ha dejado de ser humano. La felicidad existe aquí y existe ahora. A fin de cuentas, ése sería uno de los tantos desenlaces al que nos ha llevado nuestro atosigante presente: enseñarnos a los hombres a ser razonablemente egoístas para poder llegar a ser razonablemente felices.