Letras
Olor de libros

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Blanca me enseñó a oler los libros.

Aún hoy, a distancia de tantos años, me parece verla olfatear los volúmenes que deponía en el cajón para despacharlos por barco. Al acercarlos a la nariz, su rostro asumía una expresión de ternura, de tristeza, o de enojo... En ese caso, lo descartaba diciendo: No, éste no lo llevo.

Blanca vive en Valencia desde hace muchos años.

El único recuerdo olfativo que yo conservaba entonces era el de los libros del colegio, no tanto por el olor a goma o a tinta de sus páginas, sino por el de la tela de hule con que mi madre los forraba. Era un hule delgado de color negro y en las primeras semanas de clase esa emanación se imponía sobre todas las otras, pero pronto se iba perdiendo por los contactos con otras cercanías, hasta que el aroma a cosa nueva desaparecía.

Cuando ayudé a Blanca a seleccionar los libros que llevaría consigo a Europa, me dijo que cada libro, con su olor, le recordaba la época en que lo había leído, la persona que se lo había regalado o las noches de estudio que dejaron en las páginas un tufillo a café.

Blanca me dio en custodia algunos libros. Le prometí conservarlos y que si extrañaba a alguno, se lo enviaría por correo.

Nunca los reclamó y aún están en un rincón de mi biblioteca. De allí viene un aire que no pocas veces me obliga a acercarme y tomar uno al azar.

El libro con olor a jazmines revela que el origen de su fragancia es el amor.

La fecha de la dedicatoria es anterior al nacimiento de mi amiga, las pocas palabras escritas en tinta roja estaban dedicadas a una mujer llamada Lisette y las firmaba Omar. El libro era Las flores del mal, de Baudelaire.

“A ti que has sabido compartir conmigo la magia del pecado”, escribía.

El libro aprisionaba un jazmín entre sus páginas y si bien no podía relatarme la historia de ese amor pecaminoso, abrió una puerta a mi fantasía.

El olor a chocolate provenía de un volumen que al hojearlo iba dejando caer granitos de azúcar, miguitas y trocitos que podían ser de nuez. Sus páginas se veían manoseadas y amarillentas. Era el libro de cocina de Doña Petrona, regalo obligado para toda joven argentina casadera, hace más de cincuenta años. Las recetas de Doña Petrona recuerdan un mundo que ya no existe, una época en la que no importaba estar seis horas en la cocina vigilando un dulce, o en la que el miedo al colesterol no existía.

Del Demián de Herman Hesse se desprendía un fuerte aroma a tabaco; un papel entre sus páginas revelaba que había pertenecido al abuelo de Blanca, pero ¡quién sabe! A lo mejor se había impregnado de ese olor por el contacto con el Sherlok Holmes que tenía a su lado. ¿Sería posible que el olor surgiera de la eterna pipa del famoso detective..?

Entonces comencé a preguntarme si la sensación olorosa la aporta sólo el lector o quizás provenga del contenido del texto.

Si así fuera, sería interesante saber a qué olerían La Divina Comedia, Los Tres Mosqueteros, La Biblia o El Principito.