Letras
Cuentos breves

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Evolución

“Al despertar Cucaracha Brown una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un imperfecto humano”. Y esto sí que fue un problema, pues como están las cosas en nuestra sociedad, al pobre Cucaracha Brown le será muy difícil acostumbrarse a su nuevo estado. ¿Cómo se las va a arreglar, por ejemplo, para explicar que él antes era una feliz cucaracha y que, por tan sencilla razón, no posee documento de identidad, licencia de conducir, cuenta bancaria, tarjetas de crédito o algún número clave que lo identifique como persona en la cibernética central del Estado? ¿Quién le va a creer que no tenga familia, escuela, un barrio, un trabajo honrado, novia y número de teléfono? Es fácil trasladarse de domicilio y dejar abandonadas a una o más cucarachas en la casa anterior, pero ¿qué hacer con un ser humano sin prontuario policial, sin locura aparente o amnesia declarada, sin los años necesarios para encerrarlo en un asilo de ancianos? Una cucaracha se da modos para comer desperdicios, cualquier cosa y no dejarse pisar; sin embargo, no siempre sucede lo mismo con una cucaracha que se ha despertado, perfectamente convertida en ser humano con conciencia social y orgullo ciudadano; un hombre que no sabe desempeñar oficio alguno y que prefiere morirse de hambre antes de andar mendigando un mendrugo de pan. Esto, de veras que esto sí es todo un problema.

 

Parábola de Pedro Yomeye

Pedro Yomeye, hijo de Juan, nacido de Casiano, hijo a su vez de José quien fuera hermano de Néstor, primo de la Locajarichi, quien fuera hija de Jumeruco, conocido en el territorio de Mojos como “Cacique Grande”, no esperó el tercer canto del gallo para negar a sus padres. Antes de morir de consunción, tomó su única mudada de ropa y se largó del pueblo y sus dilatados veranos. Cambió su apellido nativo por uno de sonoras sílabas italianas que escuchó por ahí y se metió de cura en el primer seminario católico que encontró. Ahora habla con ese acento extranjero que caracteriza a los representantes de Dios en la Tierra, y se lo conoce como el padre Pedro Carnivella, guardián de los bienes de la iglesia y administrador de “Espíritu Santo”, la hacienda del templo.

 

Vigencia de la injusticia

Para colmo de mis desgracias hoy cumplo sesenta años. Seis décadas que las sufrí intentando mejorar mi vida sin lograr adquirir ni un metro de tierra donde caerme muerto. Toda esa vida de mis días oscuros la gasté trabajando duro de estación a estación, sin descanso, jornaleando donde podía, sin seguro social ni sindicato que valga, trabajando aquí y allá, en todas partes y en ningún lugar. Y miren a mis hijos ¡los pobres! Dios sabe por dónde andarán. Ellos se cansaron de comer su diario plato de angustia y simplemente se fueron, sin despedidas ni abrazos, se fueron. A mi mujer se le secaron las lágrimas y se le erosionó la piel transformándose en un duro y seco pergamino de cordero. Tan vacía quedó —la que un día se fugó conmigo sin importarle sus propios padres— que no levantó la vista cuando el último de nuestros hijos se marchó en busca de otro pan para llenar su hambre atrasada, única y amarga herencia que les dejamos. Sesenta años que me costó envejecer, con el sufrimiento en cada arruga, en cada surco de mi cara, terribles años de desesperanza que consumieron la luz de mis ojos y la alegría de mi risa. Tantos años que los creía sólo míos y viene este jovencito, con su cámara fotográfica y sin pedir permiso se adueña de mis desvelos, de mis rabias, de mis tristezas. Click, y se apropia, a cambio de nada, de todas las arrugas de mi rostro.

 

Estatuas desveladas

Hay hombres que tienen, bien merecidos, sus monumentos. Las palomas, esos tiernos símbolos de la paz, nos vengan de todos sus agravios.

 

Pachamama

Doña Justina Cusicanqui, tierna y sabia anciana, cuenta que escuchó a su abuela relatar la historia de un Aymara que, ante los porfiados sacerdotes que pretendían obligarlo a bautizarse cristianamente, respondió muy sereno:

—Yo nada espero del Cielo, todo me lo dio la Tierra.