Entrevistas
El largo viaje de Fernando Vallejo

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I. El escritor en escena

El escritor Fernando Vallejo pide, por favor, que al solicitar el permiso para acercarse al púlpito y tomar las fotografías, le diga al sacerdote que él es un pintor mexicano con deseos de llevar a su país un recuerdo bajo la escultura de Rodrigo Arenas Betancourt que cuelga del techo de la Catedral Metropolitana. No quiere tener problemas, según advierte. Porque sabe que sus aguijones más violentos han sido contra los curas, a los que califica de travestis.

Lo dice con el mismo rostro de yo no fui que ahora revela, mientras de su boca van saliendo adjetivos fuertes, cargados de ironía, pero matizados a veces con una sonrisa que otorga la sensación de estar fingiendo.

Vallejo, este escritor irreverente y procaz, habla con una sinceridad a prueba de dudas. Es una convicción construida en medio de la soledad de toda la vida y, últimamente, con la compañía de las dos perras que viven en su casa de México.

Llegó para participar en un evento cultural que convoca anualmente a escritores, poetas, cantantes, caricaturistas, periodistas y pensadores de relevancia internacional. Y vino con la aureola de escritor maldito que muchos quisieran ver en la hoguera y otros, como “Juan Carlos Borbón, alias Su Majestad don Juan Carlos I de Borbón y Borbón (con el ‘de’ y la ‘y’ que se suelen poner estos zánganos en sus nombres para significar que nacieron de la vagina de oro)” como escribió alguna vez desearían verlo transformado en oso o lobo para matarlo a escopetazos al pie de los Cárpatos.

A golpe de vista, y de acuerdo con el estereotipo cultural de nuestros tiempos, la imagen de Vallejo no corresponde a lo que desde hace varios lustros pregona en todos los escenarios donde asiste, ni a lo que escribe en revistas especializadas del mundo iberoamericano. Todavía conserva su timidez de niño bueno y las maneras decentes de quienes han estado largos períodos en contacto con santos, hostias y biblias en sus más disímiles versiones.

Su voz revela inocencia. Pese a los gruesos adjetivos que se esparcen desde sus labios, como serpientes venenosas, no hay lugar al temor, ni siquiera al respeto, sino al asombro y a la admiración. No sabe levantar el tono de sus palabras. O no quiere. Y eso lo muestra aun más como un extraño personaje al que muchos califican de loco y otros de excéntrico, al estilo de José María Vargas Vila, el iconoclasta de finales del siglo XIX y principios del XX de quien Vallejo habrá de ocuparse más adelante y con el que mantiene similitudes.

 

***

 

—¿Qué defiende en su obra?

En mi obra y en mi vida defiendo la causa por los animales: los mamíferos, los que tienen un sistema nervioso complejo por el que sienten dolor, miedo, hambre, sed, tedio.

—¿Ha llorado por los animales?

¡Claro! El haberme quitado la venda moral que me puso la sociedad colombiana y la religión católica fue una desgracia para mí, porque me amargó la alegría.

—¿Le duelen más las muertes de los perros que la de los seres humanos?

Me duelen ambas. Y llevo la lista en una libreta. Anoto los nombres de las personas que he visto por lo menos una vez y de los que después me entero que han muerto. Voy en 573 e incluyen cuatro animales. La de mayor impacto fue la muerte de mi abuela materna, la que más quise en mi vida, Raquel Pizano. Fue demoledor, pero nunca comparable con la muerte de mi hermano Silvio que se pegó un tiro en la cabeza a los 25 años, o la de mi hermano Darío, que he contado en El desbarrancadero.

—¿Cuántos muertos tiene encima a raíz de su obra literaria? ¿Conoce algunos suicidios como los que provocó Ibis, de Vargas Vila?

Yo no estoy incitando a nadie al suicido sino a que no se reproduzcan. ¿Por qué se van a suicidar por mí? Nunca he pedido a nadie que se mate. Pido que no sigan matando vacas ni cerdos y que empiecen a ver lo que no les enseñó su religión miserable. No predico el suicidio. Vivir es muy difícil y morir también. Pero aquí estamos.

 

II. Vargas Vila y sus demonios

Fernando Vallejo usa una chaqueta marrón con cuatro bolsillos grandes: dos arriba y dos abajo, repletos de quién sabe qué. En esta oportunidad lleva en su cuello un adorno de carnaval que se extiende hasta el tercer botón de su camisa a cuadros. Es alto y flaco, coronado con un peinado hacia atrás que también luciría si fuera ministro o senador de la República, como su padre, el abogado conservador Aníbal Vallejo Álvarez.

Pero de su progenitor no habla, como sí lo hace de política, sólo para despotricar contra ella y, luego, relamerse los labios por el gusto de alcanzar los adjetivos necesarios que proporcionan contundencia al ataque. Pareciera no existir términos medios al escuchar su andanada de frases y, sobre todo, la alusión a personajes vivos o muertos. En todos los casos, es evidente su simpatía o su desprecio y entonces uno observa que la velocidad de sus palabras alcanza niveles de vértigo.

A Vargas Vila, el escritor incendiario que lo antecedió en su odio anticlerical, lo evoca con singular fruición. “Siento una gran simpatía por él”, dice. Enseguida recuerda que su compatriota estuvo acompañado, durante gran parte de su vida, por Ramón Palacio Viso, un venezolano que permaneció con él hasta el momento de su muerte en el año 1933, en un apartamento de la calle Salmerón de Barcelona.

“La imagen que se tiene de Vargas Vila es la de un hombre mujeriego porque sus novelas están llenas de lujuria por la mujer. Es muy probable que Vargas Vila hubiera sido homosexual y que Palacio Viso hubiera sido su amante. En Europa y Cuba estuvo todo el tiempo con él. Y el terror que tenía de morirse era dejarlo solo”, agrega.

Lo conoce, sin duda. Tanto o más que a los poetas Porfirio Barba Jacob y José Asunción Silva, sus biografiados notables. Pero sus semejanzas con Vargas Vila tal vez lo obligan a descalificarlo en la condición de escritor, sin que deje de reconocer el apasionamiento que siente por el personaje. Sabe, incluso, que en 1924 el autor de Flor de fango visitó su tierra, lanzó dardos a diestra y siniestra y exigió el pago de los derechos de autor por la filmación de Aura o las violetas, película basada en la famosa novela que lleva el mismo nombre, puesta en escena por los hermanos Di Doménico sin previa negociación.

Sabe también algo que ni los mismos biógrafos de El Divino escribieron en sus libros: Vargas Vila es el escritor de lengua española que tiene más títulos traducidos al francés. Incluso, más que el español Blasco Ibáñez. Vallejo recuerda que cuando llegó a México en 1971, la sombra de Vargas Vila aún vagaba a través de ediciones piratas, engrapadas, que circulaban de mano en mano, pero sin la estampilla roja de la primera página que exigió el escritor en la reedición de sus obras completas que hizo la editorial Sopena de Barcelona. Y señala, al final de los reconocimientos, que quien escribiera la catilinaria Ante los bárbaros fue el primer escritor hispanoamericano que vivió del oficio de escribir.

“No ganaba las fortunas que él decía ni vivía en las villas en las que fechaba sus novelas, al final de ellas —como Villa Ibis, Málaga, que aparece en una de sus obras—, pero podía vivir de lo que escribía. Eso es notable”, agrega.

Después, sobrevienen los aguijones: que Vargas Vila escribió veinte novelas que parecían la misma; que era un escritor menor, un prosista malo y de peor gusto; y que, contra lo que parecía, era bastante ignorante tal como se observa, según Vallejo, en los pequeños fragmentos del Diario intimo, repletos de errores de ortografía, que publicó Consuelo Triviño hace algunos años después de recuperarlos en La Habana.

De Vargas Vila habla con furor y casi con desmesura, como si estuviera hablando de los perros que le matan todos los días y de los autores de esas muertes para los que también pide la muerte. Pero la distancia que guarda con el panfletario es la misma que lo acerca al momento de verlos, sólo separados por el tiempo, irse lanza en ristre contra los curas y su máximo exponente, el Papa; o mirarlos, de soslayo, profesando un amor contrariado hacia la madre y expresar un profundo afecto hacia los hermanos.

 

***

 

—¿Qué puede contar de su madre?

Mi mamá fue una mujer muy loca que tuvo muchos hijos y una casa que fue un manicomio. Hay cuentas mías con ella muy complejas que a lo mejor no podría captar en un libro. De todas maneras, ella murió hace poco y ya está en la libreta de mis muertos.

—¿Desprecia a García Márquez?

Siempre me preguntan por él. Él es un colega de la literatura. Pienso que es un prosista menor al lado de grandes del idioma como Azorín y Mujica Láinez. Cervantes es un gran escritor y un pésimo prosista, dos cosas distintas. Además, García Márquez es un novelista sin originalidad profunda, así Remedios la Bella se vaya al cielo con una sábana.

—Hablemos de sus traumas...

Yo no tengo ningún trauma. Mi concepción de la sexualidad es muy clara: ningún acto sexual, mientras no medie la violencia ni la imposición y mientras no esté destinado a la reproducción, es inocente. La sexualidad no tiene ninguna importancia. Aunque si está destinada a la reproducción, es un crimen.

—¿Qué pasará entonces con la vida sin la reproducción?

Que se acabe la vida sobre la tierra. Aquí estamos hablando, cargando con una cruz que nos impusieron. Yo no estoy proponiendo que se acabe la especie humana, sino la vida sobre la tierra, porque es un planeta desdichado, miserable. La muerte no es más que la muerte individual. El que crea que se está perpetuando a través de los hijos es un ingenuo. De los hijos no queda uno, sino la maquinaria biológica, los genes, el DNA que transmiten los padres.

—Hay un rumor: que usted odia a los negros...

¡Pero, cómo, si yo me he acostado con muchos negros!

 

III. Barba Jacob, José Asunción Silva y Fernando González

El son del viento en la arcada
tiene la clave de mí mismo:
soy una fuerza exacerbada
y soy un clamor de abismo.

Fragmento de “El son del viento” (de Tragedias intencionales)
Porfirio Barba Jacob
México, Palacio de la Nunciatura, 1920

En el bolsillo superior de su chaqueta, Vallejo carga un gotero oftalmológico con el que controla sus problemas de visión. Dicen que está quedando ciego, pero él afirma que es parte de la leyenda que ya empieza a cubrirlo. Encima de la mesa que sirve como escenario de la entrevista está el libro Barba Jacob, el mensajero, publicado por Editorial Planeta y escrito por Vallejo después de una minuciosa investigación de diez años.

La obra, en alguna medida, marca su comienzo literario, pues la primera versión apareció en México en 1984 cuando sólo había escrito y dirigido tres películas que hoy forman parte de la filmografía del olvido. Pero, mientras escribía los guiones y se movía en los espacios cinematográficos, avanzaba simultáneamente en la investigación sobre un personaje del que se había obsesionado en sus tiempos de adolescente. Porfirio Barba Jacob, en efecto, lo atrajo con una extraña fuerza no exenta de fascinación. Por eso, en el instante que decidió sumergirse en su mundo biográfico, supo que habría de recorrer los caminos que había transitado el poeta antioqueño por las distintas tierras de Centroamérica y de su propio país. Así, lo siguió de cerca en medio de una pesquisa que produjo la biografía en dos versiones, una de ellas con más de quinientas páginas.

Vallejo toma el libro entre sus manos y contempla durante varios minutos el rostro de caballo del poeta que mira hacia ninguna parte. Es la versión fotográfica de la caricatura de carátula del libro de sus Obras completas, publicado con 400 páginas desconocidas por las ediciones académicas de Rafael Montoya y Montoya que sirvió de apoyo no sólo para su labor detectivesca, sino para la desmitificación y adorno con la correspondiente dosis de morbodel poeta atormentado.

La biografía comienza así: “El doce de abril de 1927, tras un ir y venir incierto de veinte años por tierras de Centroamérica y de México y por islas del Caribe, regresó Barba Jacob a Colombia por el puerto de Buenaventura. Venía acompañado de un muchacho centroamericano, entre los diecisiete pasajeros de cubierta del barco Santa Cruz de la Grace Line...”.

Después de mencionar la partida de Barba Jacob desde Barranquilla (Colombia) hacia Costa Rica, Jamaica y Cuba, dos párrafos más adelante apunta Vallejo: “Al muchacho lo había conocido dos años antes, en León, Nicaragua. Rafael Delgado era apuesto, ignorante, indolente. Dieciocho años tenía cuando se cruzó en una calle de su pueblo con un desconocido. Intrigado por su aspecto extraño volvió hacia él la mirada y el hombre se detuvo y le pidió un favor absurdo: que fuera a comprarle unas aspirinas. Para lo cual le dio un billete grande, si bien valían unos centavos, y luego no le recibió el cambio alegando que nunca lo hacía. (...) Y el muchacho, que apenas si sabía leer y escribir, que no tenía padres ni había salido nunca de su pueblo, se juega las únicas cartas que le dio la vida su juventud y su belleza a la estrella del desconocido”.

Era el año de 1924, según relata el escritor entusiasmado por aquellos párrafos de apertura que revelan una intimidad pocas veces insinuada y a la que Vallejo se aferra de la misma manera que cuando habla de José María Vargas Vila a quien su biógrafo de cabecera, Arturo Escobar Uribe, pone a salvo de una supuesta relación homosexual con su secretario de siempre, Ramón Palacio Viso.

Fernando Vallejo vuelve a mirar el libro de Barba Jacob y uno cree que está frente al espejo protagonizando los mismos escándalos, admirando su otro yo que anduvo senderos en el filo de la navaja de una vida paralela con orillas iguales y con el sello de la irreverencia y la contravía a un mundo que ambos desprecian. Pareciera que todo aquello que narra como un río en el que revela una vez más su odio visceral no es suficiente, pues dice que no le gustó ninguna de las dos versiones.

“Cuando planeé el libro yo pensé que podía hacer de la biografía el gran género literario y que desplazaría a la novela, que es el gran género de la literatura desde hace 300 años. Al fin y al cabo estaba basada en la estricta verdad y no en la invención ni en la ficción. Pero me di cuenta que no: la biografía será siempre un género menor y lo ha sido siempre, desde Plutarco. Uno podrá escribir una buena biografía y a lo mejor una gran biografía, pero nunca una gran biografía será una gran obra literaria”, agrega, mientras coloca el libro sobre la mesa para olvidarse de su existencia.

—¿Barba Jacob era una obsesión?

Ahora ya no responde. Fue una especie de obsesión porque era un personaje mítico de mi tierra, pero se convirtió en un personaje de carne y hueso a quien llegué a conocer en su más profunda intimidad. Lo que nadie sabe es que Barba Jacob es uno de los grandes poetas de Colombia, aunque no el más grande, pues nadie mejor que José Asunción Silva, o tal vez León de Greiff. Pero después de ellos está Barba Jacob.

—Ella lo idolatró y Él la adoraba...
—¿Se casaron al fin?
—No, señor, Ella se casó con otro.
—¿Y murió de sufrir?
—No, señor, de un aborto.
—¿Y Él, el pobre, puso a su vida fin?
—No, señor, se casó seis meses antes
del matrimonio de Ella, y es feliz.

(“Idilio”, de José Asunción Silva).

Entonces, surge el tema del otro poeta colombiano de quien Vallejo escribiera un texto biográfico de más de doscientas páginas. Lo publicó en 1995, cuatro años después de entregar la segunda versión de la biografía de Barba Jacob y un tiempo breve luego de Entre fantasmas, el quinto libro de una serie en la que realiza un furioso strip tease que lo desnuda más como un escritor autobiográfico que, anticipándose a las posibles biografías sobre sus andanzas y diatribas, decide mostrar su miseria y sus encantos bajo la pálida luz de los reflectores que lo enfocan desde diversos ángulos del gran salón.

El libro sobre Silva, Chapolas negras, no está sobre la mesa, pero Vallejo lo menciona, como siempre, para hablar de sí mismo y despotricar contra otros en el momento en que el ritmo de sus frases encuentra el descampado ideal. Ya lo había hecho en la biografía del suicida a través de las páginas en las que ironiza y se burla de esa sociedad colombiana de finales del siglo XIX en la que el poeta vivió consumido por las deudas y oculto tras los libros de contabilidad, muchos de los cuales el biógrafo pudo rescatar para apuntalar sus argumentos.

Pero también lo hace ahora, aprovechando el final trágico de Silva, para decir que Hemingway era un personaje despreciable, un hombre enfermo de infantilismo y un gringo elemental del que sólo permite hablarse bien por el hecho de haberse matado de mala manera.

“Tratan de hacernos creer que la prosa de sus novelas es magnífica. Pienso que El viejo y el mar es un cuento insignificante y creo que Adiós a las armas y Por quién doblan las campanas no son grandes novelas. Nunca dijo nada que podamos recordar ni que nos ilumine respecto al ser humano. Era un cazador, un tipo a quien le gustaban los toros”, señala.

—¿Cómo se mataría usted? —pregunto.

No tengo problemas económicos ni de fracaso personal porque he hecho lo que se me ha dado la gana responde. Pero si me tuviera que matar elegiría la forma en que lo hizo Silva: pegándome un tiro en el corazón. En la cabeza no, como lo hizo mi hermano Silvio, pues me daría miedo. Ah, y sin el círculo dibujado porque esa es una leyenda que ronda al doctor Evangelista Manrique, amigo del poeta.

Los ojos verdes de este gatazo negro que se asolea en Vía Malta, a la vuelta de mi apartamento de Vía Doménico Fiasella, 10-2 me producen incitamiento vital. Me hacen pensar: ¡Qué bueno asimilar energía y producirla luego en formas y actos bellos! ¡Eso es posible! Lo que más me ha conmovido en Génova es este gato, por sus ojazos.

(Fernando González. Los negroides. Ensayo sobre la Gran Colombia. Editorial Bedout, Medellín).

El nombre del escritor Fernando González debió aparecer en uno de esos quiebres repentinos que se generan en las respuestas de Vallejo. Produce la impresión de que no le alcanzaran las respuestas, pues pretende abarcar todo y se viene siempre con múltiples alusiones que son como imágenes rápidas en blanco y negro. El filósofo de Otraparte, que escandalizara a la sociedad de su época con su pensamiento provocador e irreverente, está aquí a través del recuerdo y las evocaciones de uno de sus pupilos más distinguidos después que lo fueran los integrantes del Nadaísmo cuyo maestro supremo, Gonzalo Arango, ofició en su nombre sus actos impíos y sus liturgias paganas traducidas en textos memorables o en actos de vida que muchos vieron como la perfecta continuidad del pensador envigadeño.

Vallejo dice que lo siente como parte suya y enfatiza el afecto que aún conserva por la figura de su tocayo, algunas de cuyas obras —El hermafrodita dormido, El maestro de escuela y Viaje a pie— están en los anaqueles del fondo, detrás suyo, mezcladas entre tomos de enciclopedias y libros de historia. Ahí están y, tal vez, en la biblioteca de Vallejo en México, con su carga de filosofía, su autenticidad ejemplar y su búsqueda incesante de Dios.

En su niñez, dolorosa y aburrida, según sus palabras, Vallejo recuerda que casi todas las tardes pasaba por las casa de González a la que bautizó con el nombre de Otraparte y en ocasiones con el de Puta Mierda—, ubicada a la entrada de Envigado, kilómetros antes de llegar a la finca Santa Anita, donde vivían sus abuelos. En ese entonces ya conocía gran parte de las leyendas que rondaban al Maestro y sabía que Otraparte era una especie de templo de la intelectualidad de la época y lugar de visita de jóvenes que años después habrían de figurar en el panorama de las letras latinoamericanas.

El 17 de febrero de 1964, a sus 22 años, Fernando Vallejo se alistó para asistir al sepelio de su admirado tocayo, quien había muerto de infarto el día anterior. Recuerda que en el recién remodelado cementerio de Envigado se arremolinaron veintenas de personas, una decena de señoras familiares suyas, y un espontáneo que repentinamente se paró encima de la tumba para improvisar un discurso que terminó con las últimas palabras que cierran el libro El maestro de escuela: “¡Putísima es la vida!”.

 

***

 

—¿No hubiera querido vivir, verdad?

Yo hubiera preferido no haber vivido, porque la vida es muy dolorosa. Y no me mato porque es muy difícil dejar el cadáver a los demás. Es que vivir y morir es difícil, repito.

—Mencione cuatro personajes despreciables, según su criterio...

Juan Pablo II. Es una alimaña. Nadie como él hizo tanto para azuzar la paridera en un mundo superpoblado. En México estuvo cuatro meses predicando en contra del preservativo y del control de la población por el aborto. Un hombre que no tuvo palabras de amor por los animales, como no las ha tenido ningún Papa. Es uno de los seres más dañinos que ha tenido la humanidad.

—¿Quién más?

Fidel Castro: es el ser más vil, traicionero, rastrero y cobarde que ha producido América Latina. Es una vergüenza para Cuba, para América y la humanidad. Ahí está ese tirano miserable en una cárcel de desesperanza. Y el otro es Pastrana. Eso de ir a abrazar al gran asesino de Colombia, Tirofijo, es de una bajeza y cobardía únicas. Dejó el país preparado para que nos llegara la plaga que tenemos ahora de este Uribe politiquero, igual de despreciable.

—¿Cuál es la obra que más quiere?

No, ninguna. No me interesa, ya las escribí y listo. No me importan. Las recuerdo vagamente.

—¿Qué opina de la felicidad?

La condición sine qua non para la felicidad es el egoísmo. Si una persona no es egoísta no podrá ser feliz. Y yo no puedo serlo si estoy viendo que están acuchillando las vacas y cerdos en los mataderos. Y que miles y miles de millones de perros están abandonados en las calles. Sé que hay gente feliz, pero son egoístas. Aunque la felicidad ajena no me ofende.

—¿Le produce felicidad el atractivo estético del cuerpo masculino?

No. Es un atractivo sexual. No pasa a ser espiritual. Me gustan muchísimo los muchachos independientemente de lo demás. En Fuego secreto está claro.

 

IV. ¿Babilonia es un pretexto?

Vallejo habla con una sonrisa sardónica a flor de labios que a veces se transforma en risilla nerviosa. Su expresión sólo se altera cuando habla de los animales. Pero dice, al preguntársele, que no se imagina un mundo en el que sólo él, y nadie más que él, deambule en la tierra, al garete y sin destino, conviviendo entre vacas y perros. Y si ocurriera así, podría, al segundo día, pegarse el tiro en el corazón porque se acordaría de lo que siempre ha dicho: que esta vida no la merecemos, que nos fue impuesta, que es dolorosa, y entonces pregunta ahora ¿por qué tenemos que seguir la cadena?

Es un andariego. Va, de ciudad en ciudad, pregonando sus causas, esas que están expresadas en sus obras y que él se encarga de expandir en todos los escenarios, desde el atril ubicado en la adusta sala de un instituto superior de educación, hasta el sillón abullonado de un estudio de televisión. En la Universidad Nacional Autónoma de México lo escucharon lanzando al viento sus adjetivos y metáforas que, poco a poco, se transformaron en acusaciones contra la iglesia de todas las religiones. Aprovechó la reciente presentación de su penúltimo libro, La puta de Babilonia, para atacar a los sacerdotes y torcerles el cuello a los distintos papas que, según él, no han hecho más que azuzar la paridera en este mundo superpoblado. En Santiago de Chile disparó el rating de audiencia televisiva de Hora 25 después de haber sido una especie de versión masculina de Claudia Schiffer paseándose entre miles de libros de la feria mientras exhalaba una extraña fragancia. Y en Colombia, su país, lo oyeron a través de una estación nacional de radio, repetir una y mil veces que conoce el monstruo desde adentro y de ahí su libro contra los tres fanatismos religiosos: el judaísmo, el cristianismo y el mahometanismo. Fue el 18 de abril de 2007, día de la aparición de La puta de Babilonia en Colombia, y 18 días antes de la renuncia a su nacionalidad a través de un documento rematado de la siguiente manera: “Así que quede claro: esa mala patria de Colombia ya no es la mía y no quiero volver a saber de ella. Lo que me reste de vida lo quiero vivir en México y aquí me pienso morir”.

Hoy, cuando han transcurrido varios meses del 2008, dice que tal renuncia fue un escandalito que armaron los de una cadena radial. Y pregunta: “¿Por qué es significativo que haya por lo menos tres millones de colombianos afuera?”. Enseguida agrega: “No sé qué está pasando con el país que lo único que exporta es gente”. Lo dice con aparente tranquilidad. Pero admite que un poco antes de cada presentación ante auditorios abarrotados siente vergüenza por la timidez que siempre lo acompaña.

 

***

 

¿Qué siente cuando lee un reconocimiento elogioso de su obra?

Si está muy bien escrito, me gusta mucho. Si no lo está, lo agradezco. Pero sí prefiero que estén conmigo y no contra mí, que me entiendan y que estén de mi lado.

¿Pero es consciente de que la mayoría está contra usted? Me refiero a su obra literaria...

No, la mayoría no. Tal vez los que no me conocen porque no me han leído.

¿No le teme a la muerte?

No, para nada.

¿Qué reflexión ha hecho frente a ella?

Pues, la estoy esperando.

¿Está cerca?

Ya tiene que estar más cerca que lejos. Yo he vivido más de lo que pudiera vivir, porque biológicamente no es posible vivir más de lo que he vivido. Y no tengo ningún miedo, ninguno. Me gustaría que no fuera una muerte indigna.

¿Qué es muerte indigna?

Por ejemplo, morir en una pelea callejera, en cosas así, miserables.

¿Cómo la imagina?

No la puedo imaginar.

¿Caminando por la calle con un perro?

No, porque quedaría abandonado. No me puedo morir en la calle, no me puedo matar allí. Tengo que estar solo. Pero en realidad no me importa, aunque evidentemente no quiero que me vayan a secuestrar o me vayan a degradar. Lo que hacen las Farc, lo que han hecho con toda esta gente me parece monstruoso. Que me maten no me importa, pero que no me degraden.

¿En qué momentos se deprime?

La vida está llena de momentos de tedio, de felicidad, de tristeza... Si se muere gente querida, uno se va derrumbando. Es como una casa que está apuntalada en pilotes y se los vas quitando hasta que se cae. Entonces, a mí se me han caído muchos pilotes, me he ido quedando muy solo. Se me hace difícil vivir sin la gente que me acompañó en la vida, que quise y que ya no tengo.

—¿Dónde está su vanidad?

Yo creo que esos calificativos me los tienen que poner los demás. Pero la vanidad es inocente.

—Vargas Vila, de quien usted habló, escribía de pie, frente a un atril, con una caligrafía impecable. ¿Cómo escribe usted?

Antes de los computadores lo hacía en una máquina de escribir. Cuando se acabaron las máquinas, tuve que aprender a escribir en computador y así lo he hecho durante los últimos años. Pero en realidad, primero escribo los libros en la cabeza a través de unas frases claves y caminando por la calle con mi perra. Escribo dos veces una misma página: una, cuando la paso de la cabeza al papel; y la otra, en la revisión del día siguiente.

García Márquez dijo en algún momento que escribía con un overol encima, como un obrero de la literatura...

Yo no siento que la literatura sea un trabajo, nunca lo he tomado así. Yo me siento muy avergonzado porque nunca he trabajado. La literatura no ha sido un trabajo para mí, tampoco las películas que hice. Yo hubiera pagado por hacerlas porque las disfruté mucho. Escribir ha sido una forma de llenar el tiempo, un entretenimiento con el que me he divertido mucho.

—¿A qué horas escribe?

En el último año no he escrito una línea. El año pasado no escribí nada y tampoco leí un solo libro. El tiempo vacío lo llené escuchando música en casa, pues desde hace muchos años no salgo a la calle, no aguanto el ruido de afuera.

—¿Escribe con música?

Sí, muchas cosas las he escrito oyendo boleros porque me traen nostalgia. Los boleros de Leo Marini, por ejemplo. Me gusta José Alfredo Jiménez y pienso que Chavela Vargas es esplendorosa. La música latinoamericana de los años sesenta, antes de que la invadieran los gringos, es maravillosa. Los porros nuestros, los tangos y las milongas argentinas, los boleros de toda América y de México...

 

V. Final

Aquella filmografía del olvido que había terminado en 1984 con la película La derrota, codirigida por Vallejo en México, renació en el 2000 con el estreno de La virgen de los sicarios, una cinta polémica basada en la novela del mismo nombre, publicada dos años atrás, y cuyo guión fue escrito por el mismo Vallejo, siguiendo instrucciones del francés Barbet Schroeder, quien la dirigió.

Dice que el guión lo escribió como quiso Barbet, sin que pesara mucho la imagen por la multiplicación de los muertos. De tal manera que eliminó muchos sin que la decisión resintiera el gusto que experimentó al ver el desenvolvimiento de las escenas frente a sus ojos, animada con la música de su predilección y con el escenario donde vivió su infancia.

“Por razones personales, tengo un cariño muy grande por esa película y la quiero muchísimo, pero a mí el cine no me interesa y no me hago muchas ilusiones de que el cine sea un gran arte”, expresa.

No ha vuelto a verla desde aquel año, de la misma manera que ha olvidado sus libros, incluido El desbarrancadero, un libro desgarrador en el que planea la sombra de su hermano Darío, quien muere de sida en medio de una agonía infame, mientras él, Fernando o su otro yo, sacude a placer la Iglesia y la familia, dos instituciones que forman parte de sus odios más enconados.

—¿Qué viene ahora? —pregunto al final.

Voy a escribir un último libro que se va a llamar El don de la vida. Es un título irónico, porque la vida es una desgracia, una carga. He empezado a escribirlo varias veces, pero no he podido. Es un libro sobre la vejez, el gran tema de la literatura, porque lo abarca todo. La voz de El río del tiempo es la de un viejo, pero yo no lo estaba. Ahora lo tengo más claro. Los viejos de antes lo sabían todo, pero ahora hay que aprender a manejar todo, a toda hora. El abismo entre generaciones se ha hecho más grande.