Letras
Manos atadas

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Leo bajo la pérgola del bar que está frente al atracadero.

Leo y tomo apuntes.

Tomo apuntes y sigo con la mirada el vaivén de las olas que vienen mansas a morir en el pequeño puerto. El malecón les quita la fuerza de embestir con ímpetu contra las rocas. Llegan en ondas dóciles, como mis escritos.

El periódico no me exige más.

Traiga cada semana un buen artículo de fondo, no muy comprometido, no muy polémico, no muy... estamos siempre en el no muy, que es decir: chato.

Pido un café no muy azucarado, como mis textos; ni calientes ni fríos ni dulces ni amargos: sosos.

 

No consigo escribir algo coherente desde que bullen en mi cabeza ideas rebeldes, todo me molesta; el resplandor del sol, los ruidos de la máquina del café, la obstinación de las moscas, el perro de la mujer de la roca que cruza la calle cada tanto para husmear mis zapatos. Le dejo hacer, sabiendo que después de comprender que conmigo no puede compartir ni el olor, volverá junto a su dueña, dibujando con la correa un zigzagueante arabesco sobre la arena.

Pienso en la mujer sentada frente al mar, tan inmóvil sobre la roca como si fuera parte de ella. Me inquieta mirarla, desde que conozco su historia.

 

Sería un buen cuento, me dijo la dueña del café un día de lluvia en el que no había parroquianos en el local. Sucedió hace veinte años... escuché interesado el relato que ella sazonaba con sabrosos giros locales y sus palabras me arrancaron por unos minutos de este mundo conformista en el que me he resignado a vivir. Hoy las mismas ideas se defienden con otras armas.

 

Cuando llego al café por la mañana, la mujer de la roca está siempre en el mismo lugar, sentada de cara al mar. La veo de espaldas. No es joven pero se mantiene esbelta, los cabellos oscuros, veteados de blanco le llegan lánguidos hasta los hombros. Nunca vi su rostro que sé surcado de cicatrices. Había sido hermosa.

Podría seguirla, podría hablarle con cualquier pretexto, pero no lo hago, prefiero no hacerlo.

Sé que se va cuando ha visto bajar a todos los pasajeros del ferry que llega cada mañana del continente. Desde que supe su historia no consigo sacármela de la cabeza. No la podría escribir sin comprometerme. Tengo las manos atadas; un relato así pondría en peligro mi empleo.

 

Hace tres días que no la veo. Pregunto. La mujer del bar confirma mi temor.

Hoy las olas han superado las escolleras y llegan altivas hasta el puerto. Lo entiendo como una señal. Desato mis manos, y comienzo a escribir el cuento...