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El lobo herido

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Desperté con frío, a pesar de que en la chimenea el fuego ardía bien, me acomodé en el sillón y traté de taparme mejor con la manta que me cubría, para entrar en calor. Entonces lo vi, y advertí que la puerta accesoria de la habitación, la que daba a la calle, estaba abierta, y un viento helado entraba por ella, acompañado por algunos copos de nieve y por la tenue luz del alba, que despuntaba con incipiente tibieza. Traté de despejar la niebla del sueño, que todavía espesaba mi mente y mi vista y conseguí, poco a poco, recordar. Era sábado por la mañana, estaba en la cabaña del amigo de Kent y habíamos ido a cazar; Kent, otros dos compañeros de la oficina y yo. Los otros dos eran Andrew y..., vaya, no recordaba el nombre, todavía estaba algo dormido, o tal vez dormido del todo y soñaba, sí, eso debía ser, que estaba soñando. Kent había propuesto el jueves pasado un largo fin de semana de caza en el rancho que un amigo suyo tenía en Montana. Ese amigo estaba de viaje y sabía lo que a Kent le gustaba la caza, así que le ofreció el rancho, y Kent nos invitó a los demás. Los otros dos aceptaron encantados; eran, como Kent, entusiastas de la caza. Yo acepté sólo porque no quería pasar a solas otro fin de semana, en mi deprimente nuevo apartamento, con las cajas de la mudanza todavía por deshacer en su mayor parte y lo poco deshecho aún mal ordenado, desde hacía tres meses, que es cuando dejé a Mary, o Mary me dejó a mí —pero me fui yo de casa, no ella. Así que nos pusimos en camino y en tres horas estábamos en el rancho. El último tramo, la subida de cinco millas desde el pueblo hasta la cabaña, en la misma falda de la escarpada cordillera, lo tuvimos que hacer con cad enas en las ruedas del todo terreno, a causa de la nieve. Pero llegamos sin problemas y nos instalamos. Eso fue el jueves por la tarde. Lo primero que hicimos fue echar a suertes las habitaciones y a mí me tocó aquella especie de buhardilla a la que se podía acceder desde la casa y también por una escalera externa, así que tenía dos puertas, una que daba al pasillo interior y la comunicaba con el resto de la casa, y otra que daba al exterior. Y ésta última es la que estaba abierta. Por esa puerta debió de entrar, si después de todo no se trataba de un sueño. Kent me había advertido que si la abría diese un portazo para asegurar que cerrase bien porque la cerradura era vieja y estaba algo oxidada. Yo lo primero que hice después de instalarme en la habitación fue abrir esa puerta exterior para respirar el aire puro de la montaña y admirar el hermoso atardecer, la nieve con tonos rosados, reflejando el color de las nubes del crepúsculo. Pero luego, al cerrarla, se ve que no di un portazo lo bastante fuerte y el viento la debió de abrir durante la noche. Lo más probable es que, al encontrarla entornada, dando un simple empujón, tal vez con el hocico, la hubiera abierto del todo. Si, así debió de ocurrir. Siempre he pensado, al recordar aquella noche, que si en vez de quedarme dormido en el sillón que había junto a la chimenea encendida, me hubiera acostado en la cama nada más llegar a la habitación, tal vez el viento helado que se filtraba por la rendija de la puerta mal cerrada me hubiese despertado en algún momento de la noche y habría ido a cerrarla, esa segunda vez dando un buen portazo para asegurarme, y habría despertado ya entrada la mañana, de buen ánimo, y al abrigo de un cálido edredón, en lugar de muerto de frío, con el cuerpo dolorid o por la incómoda postura que había mantenido e hipnotizado por los destellos escalofriantes que la lumbre de la chimenea les arrancaba a los ojos y a los colmillos de aquel lobo que estaba frente a mí, observándome con fiereza, desde Dios sabía cuándo.

La noche anterior les había dicho a mis compañeros de expedición que no me apetecía pegarme un madrugón el primer día, que prefería descansar y recuperar fuerzas para la jornada del sábado, así que subí a la habitación a encender la chimenea, y después de cenar me senté en el sillón, tapado por una manta y con un libro en la mano, y al abrigo del calor me había debido de quedar dormido. Ellos habrían salido esa madrugada con sus escopetas y sus cananas y el resto de los cachivaches que hay que llevar cuando se va de caza. Yo no había llevado nada, porque nunca había cazado, nunca me ha gustado la caza, pero Kent me dijo que no me preocupase, que él tenía de todo para los dos, lo único que me comprara una pelliza y unos guantes, y un gorro con orejeras. Así que el jueves por la tarde, después de salir de la oficina, fui hasta Bloomingdale’s a comprarlos. Y me vino bien esa distracción porque así no me puse a merodear por el que había sido mi barrio, como hacía casi todas las tardes después del trabajo desde hacía algunas semanas, a espiar con disimulo mi casa, bueno, en realidad la casa de Mary, al menos de momento —hasta que hubiese un acuerdo entre nuestros abogados—, por si veía al tipo ese con el que estaba, ese con el que compartía Mary su vida y mi casa —mejor dicho, nuestra casa todavía.

Seguía sin poder moverme, los ojos llameantes —las llamas de la chimenea reflejadas en ellos— de aquel animal tenían un poder hipnótico que paralizaba todos mis músculos. Pero ahora estaba seguro de que no era un sueño. Sólo se me ocurrió una cosa: poner mi cabeza a trabajar en otra cosa, pensar frenéticamente, no dejar quieta mi mente ni un segundo, para evitar que la dominara el pánico; para tratar de conservar el control de mi cerebro, y un poco de sangre fría: los iba a necesitar cuando mi cuerpo reaccionase y el miedo se apoderase de él. Debía evitar a toda costa cualquier aspaviento o ruido o movimiento brusco. Porque desde que abrí los ojos somnolientos y lo vi frente a mí, quieto como una estatua, y sin quitarme de encima aquella mirada lobuna y amenazadora, enseñando sus dientes blancos como la nieve cada vez que yo parpadeaba o trataba en vano de amagarme bajo la manta, comprendí que sólo la inmovilidad absoluta me otorgaría una remota posibilidad de salvarme. Recuerdo que de chico solía esconder la cabeza bajo las sábanas cuando, después de contarme un cuento y responder a unas cuantas preguntas idiotas que yo le hacía sólo para retenerla un rato más en mi dormitorio, mi madre salía y apagaba la luz de la habitación y yo me quedaba a oscuras, y el miedo venía a buscarme. Era un miedo muy parecido al que estaba sintiendo en aquella cabaña, pero de menor intensidad. Entonces me escondía bajo las sábanas y mantas y contaba muy rápido, del uno al cien, al quinientos, al mil, hasta que finalmente el cansancio me vencía y me quedaba dormido. Había noches que pasaba del mil, pero entonces empezaba de nuevo por el uno porque con las cifras elevadas me trabucaba y me ponía nervioso, y eso era peor, porque entonces sent&iacu te;a más miedo.

Trataba de mirarlo con disimulo, como de reojo, procurando que no sintiese que lo miraba a él, o no sólo a él, porque recordaba haber leído que el lobo —y otros animales salvajes— considera una provocación que se le mire con fijeza a los ojos, no permiten que se les aguante la mirada. Así que mantenía mis ojos fijos en algún punto indefinido del fondo de la habitación, de modo que su figura cayese dentro de mi campo de visión, para mantenerlo vigilado, pero procurando que no fuese el centro de la mirada, y sobre todo que mis pupilas no se encontrasen con las suyas. Así, con la mirada inmóvil, me resultaba difícil distinguir los detalles que necesitaba para calcular mis posibilidades de salir airoso de aquella situación. Pero la luz del alba, ya más intensa, y mi ubicación esquinada —que me daba una buena perspectiva de la habitación— me ayudaron a hacer un esquema de la situación y a calcular mis posibilidades.

El sillón en el que me encontraba estaba situado junto a la chimenea, en la pared interior de la habitación. Al otro lado de la cama estaba la puerta exterior, la que estaba abierta y por la que habría entrado el lobo y ahora se introducía un frío glacial que mis sentidos reconocían a duras penas, ocupados en la amenaza mayor y más inmediata que el lobo suponía. Para llegar a esa puerta, situada en la pared opuesta a la de la chimenea, junto a la que yo me encontraba, me veía obligado a saltar por encima de la cama, y debía hacerlo con mucha rapidez, porque el lobo estaba a los pies de la cama, por el lado de la chimenea, casi en la esquina que formaban los pies y el lateral de la cama, y la distancia desde su posición hasta esa puerta era por tanto menor que la que yo debía recorrer. La mayor rapidez del animal, junto a la menor distancia que el lobo debía recorrer, junto al entumecimiento que notaba en mis piernas, a causa de las horas que habían pasado en aquella incómoda postura, descartaban por completo aquella opción. La otra puerta, la que daba al interior de la casa, se encontraba a unos dos metros de los pies de la cama, y el lobo estaba justo entre esa puerta y yo, así que tampoco era una alternativa válida para la huida.

En ese momento la chimenea crepitó ruidosamente y el lobo se sobresaltó, hizo un amago de ataque y avanzó un paso, pero se detuvo y se limitó a gruñir sordamente, mostrándome los dientes y clavando en mí más profundamente sus ojos de fuego. Era en verdad terrorífico. Quise esconder la cabeza entre las mantas y llorar, pero pude controlarme con un supremo esfuerzo de voluntad. Comencé a sudar y sentía la humedad pegajosa de mi ropa interior. El corazón golpeaba con saña mis costillas. Esperaba que el animal no oliese mi adrenalina, que estimularía su instinto de cazador. Parecía que optaba por abandonar su repentina actitud de ataque, provocada por el ruido inesperado de la chimenea y se mantenía expectante, como había hecho hasta entonces, inmóvil y sin apartar sus ojos de mí, con una pose más bien de guarda, como defendiendo su territorio y advirtiéndome con aquella inequívoca mirada que no permitiría mi entrada en él. Para mi desgracia, yo desconocía los límites de ese supuesto territorio y también si era posible abandonar aquella habitación rodeándolo, sin invadirlo. En realidad, me daba cuenta de que no sabía absolutamente nada, excepto que estaba a su merced. Y que con el amago de ataque se me había acercado, ahora estaba a poco más de un metro de mí. Seguía sin querer mirarlo a la cara, pero ahora podía olerlo. Olía a sangre seca.

Es curioso el funcionamiento de la mente. Dicen que cuando estás a punto de morir ves pasar toda tu vida ante tus ojos, como en una película, a una velocidad vertiginosa. Yo vi en aquella habitación, frente a aquella criatura que —para qué engañarme— iba a terminar con mi vida, algunos momentos importantes de ésta, pero curiosamente ninguno era agradable o feliz; por el contrario, todos tenían en común haber sido situaciones en las que el terror me había dominado. Como aquel día de hacía tantos años en que volvía a casa tras pasar el día pescando truchas en el río que había a unos cinco kilómetros de casa. Calculé mal el tiempo y se me hizo de noche por el camino. La luna proyectaba sobre el sendero la sombra de los árboles y yo empecé a imaginar que se trataba de fantasmas que venían a por mí. Solté la caña y el cubo con las truchas y corrí como un poseso. Al llegar a casa mis padres se asustaron tanto al ver mi cara desencajada que llamaron al doctor. Tuve que mentir improvisando y mencioné sin dar detalles a unos desconocidos que me habían asaltado e intentado robar. La desmesura del episodio inventado justificó ante el médico y mis padres mi taquicardia y mi palidez, pero yo por dentro me moría de vergüenza porque sabía que el miedo me había obligado a mentir. Hubo otros muchos episodios vergonzosos a lo largo de mi vida, en los que mi terror irracional y desproporcionado de cobarde sin remisión me mostró la huida como la salida más cómoda, más inmediata y menos dolorosa. Al menos a corto plazo, porque con el tiempo me fui dando cuenta de que todos los fantasmas que iba esquivando, volvían una y otra vez en mi busca. Y eran ya un ejército.

El lobo seguía mirándome con fijeza pero ya con la mirada menos intensa, más relajada, casi somnolienta. En la chimenea sólo quedaban rescoldos pero la luz mañanera clareaba y daba nitidez a las cosas. Podía ver de soslayo su oscuro y sucio pelaje, con hojas y restos de matojos adheridos. Tenía la pata derecha cubierta de sangre, en parte seca, que fluía por una herida, de cepo o de disparo, no pude apreciarlo, y tal vez entró a mi habitación buscando refugio, a la desesperada —sabía bien que los animales salvajes evitan al hombre siempre que pueden, no lo buscan por voluntad propia salvo en situaciones extremas. Me di cuenta entonces de que lo estaba mirando a los ojos, inadvertidamente, mi mirada perdida en mis reflexiones y recuerdos pero fija en sus ojos, menos fieros y más inquisitivos, como tratando de comprender lo que yo pensaba, intrigado tal vez por mi extraña serenidad, de la que yo mismo sólo entonces fui consciente. Nos mirábamos sin hostilidad, de eso me estaba dando cuenta, y también de que mi temor se había diluido por los vericuetos de mis recuerdos, y ahora ya no estaba. Había desaparecido. La última imagen de mi vida pasada que me vino a la memoria fue la de la tarde que abandoné a Mary. Hacía meses que casi ni hablábamos, excepto para saludarnos y algún qué-tal-en-el-trabajo de rutina. Hacía meses también que yo sabía lo suyo con un tal Albert, un compañero de trabajo, pero no me había atrevido a sacar el tema, aunque me estaba destrozando por dentro. Cuando, finalmente, hice la maleta aquella tarde y le dije que me iba, lo que más me dolió fue saber que ella sabía que me marchaba sin luchar por nuestro amor, que huía, por temor ¿a qué?, ¿a perderla?, con aquella actitud también la perder&ia cute;a, pero sin la gloria de haberla defendido, de haber peleado por ella; ese era mi estilo y a eso le estaba diciendo Mary que no: a la rendición anticipada, al miedo a la lucha..., al miedo a la vida. Mary me dejó —aunque fui yo quien se marchó— porque le era imposible seguir amando a un cadáver, a un muerto en vida. Eso me lo dijo con su última mirada, en la que fue nuestra conversación más larga y más sincera desde que nos casamos. Y no hicieron falta palabras.

Mi mirada se hizo más honda, más fija, más segura. Me negué a seguir recordando, y me concentré por completo en el lobo. Sabía que no podía escapar a mi miedo, pero hasta aquel preciso momento no me había dado cuenta de que no quería escapar, de que deseaba con toda mi voluntad aguantar aquella situación hasta el final, fuese cual fuese, de que en aquella ocasión no iba a huir, como era mi costumbre. Sin haberme dado cuenta ni haberlo pretendido, el censo vertiginoso de todos mis temores los había evaporado, ahora sólo eran humo en mi memoria, meros recuerdos sin carga emocional; y todo mi ser se concentró en el último de ellos —pensaba en pasado, dando por supuesta mi muerte— en el único que ya quedaba, aquel que con probabilidad acabaría con mi vida: aquel lobo herido que estaba a un paso de mí y que, por Dios sabe qué motivo, llevaba toda la noche poniéndome a prueba. Esa idea me hizo sonreír, pero mi sonrisa ya no era patética, sino feroz y desafiante: la sonrisa de un jefe indio, de los que habitaron décadas atrás aquellos parajes, que sabe que morirá con orgullo y valor, que morirá matando por su vida. Y ese último miedo también desapareció. Mientras acercaba lentamente mi mano hacia el atizador de la chimenea, pude ver, reflejada en la córnea del ojo de aquel lobo ahora confuso y tal vez atemorizado, el rostro sereno y decidido de un hombre que había tomado una decisión irrevocable. Y estaba dispuesto a luchar por su vida.

Oí el claxon del coche y los gritos de alegría de mis amigos. Me asomé a la puerta exterior de mi habitación, abierta de par en par, y les saludé con la mano. Había un ciervo muerto atado al techo del todo terreno.

—¡Hola, Bob!, dijo Alex —ese era el nombre que no conseguía recordar—, ¡menuda caza te has perdido! ¡ha sido increíble!

—Bueno —contesté—, a mí tampoco me ha ido mal —dije, mientras con la mirada seguía un sendero de puntitos rojos sobre la nieve que se alejaba hasta perderse en el horizonte.