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Al otro lado de la puerta

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Se me había vuelto costumbre levantarme de madrugada. Por eso llevaba largo rato despierto cuando empezó la balacera. Los tiros zumbaban encima de mí y los estampidos se repetían sin pausa de lado y lado. A pesar del tiempo que había estado con esa gente nunca habíamos estado cerca de los combates y solamente sabía de ellos por lo que hablaban los muchachos. Esa madrugada viví de verdad lo que contaban en sus historias de antes de dormir. Los proyectiles producían un sonido sordo y apagado al incrustarse en los árboles; no tuve más opción que rezar y echarme al suelo y no moverme mientras seguían silbando. Los segundos se alargaban esperando que viniera alguno de ellos a darme el tiro de gracia. Pronto, después de gritos y disparos, todo fue silencio. Un tipo de camuflado me encontró tirado en el piso y yo empecé a gritarle que no disparara y comencé a repetir mi nombre y mi número de cédula. Cuando vi que esto del secuestro iba para largo me invadió el temor de que la memoria me fallara y estuve repitiendo datos como mi cédula, el teléfono y la dirección de la casa para que no se me olvidaran. También alguna poesía aprendida en la infancia y más de una oración recordada o inventada. Creo que eso de identificarme con desespero me salvó porque mientras me requisaban y yo les decía que estaba secuestrado oí cerca algunos disparos aislados, como de pistola. Seguramente liquidaron a los que habían quedado vivos. Sin preguntar nada me hubieran hecho lo mismo. El tiro de gracia fue para otros.

“Mamá, lo encontraron”, le dije apenas me contestó. Corté la llamada cuando comenzó a preguntar bobadas. Como si no pudiera contarle cuando venga lo poquito que sé. Que se apure, eso fue lo que le dije: “por favor venga rápido”. Ojalá no se vaya a poner a contarle a todo el mundo porque no quiero dedicarme a contestar el teléfono, menos ahora que estoy sola. Pero no puedo desconectarlo ni apagar el celular porque tal vez vuelvan a llamar. Por ahora sólo se lo conté a ella pero mi mamá seguro llama a Roberto y a Mariana antes de salir. Si lo hace, que no me llamen sino que vengan a ayudar, pero ellos empezarán a contarle a otros hasta que el teléfono y la puerta no paren de sonar. Se les agradece la preocupación aunque por ahora preferiría que nadie más se aparezca. Es temprano, quizá nadie moleste a estas horas. Apenas llegue mamá nos vamos para el GAULA. Cuando esa vieja llamó y le pregunté más detalles me contestó horrible: “a mí me dijeron que la llamara y le contara; si quiere algo más venga a hablar con mi capitán”. Pues sí, nos vamos a ver si “su capitán” nos dice algo porque por ahora sólo sabemos lo que le dije a mi mamá: lo encontraron.

El teniente estaba sorprendido de encontrarme. No esperaban que hubiera secuestrados entre el grupo y terminé siendo un encarte para la escuadra. Al amanecer, cuando se comunicaron por el radio, supe que no era el único sorprendido y un capitán, del otro lado del aparato, con ira en su voz, le decía al oficial que no fuera pendejo, que no se dejara convencer, que fijo era un guerrillero, un cabecilla, que se hacía pasar por secuestrado y que se les iba a escapar. El teniente y los soldados me miraban con desconfianza y me amarraron las manos atrás. No podían hacer más que llevarme con ellos hasta algún sitio donde pudiera aterrizar un helicóptero que me recogiera. Fueron dos días de arrastrar mis llagas por cañones y cañadas durante los cuales los soldados temerosos veían una emboscada de los bandoleros para rescatarme detrás de cada roca y cada rama. Seguía prisionero, cambié de carceleros. Pensé que iba a morir por las armas de los que tantas veces soñé como héroes. Finalmente llegó el aparato, me subieron, mandaron a un cabo a vigilarme y me llevaron a un batallón. Allá me encerraron y me tomaron todos los datos hasta que horas después vino el cabo. “Señor, lo sentimos mucho. Ya confirmaron que de verdad usted estaba secuestrado. Es que en serio, no esperábamos encontrarlo allá arriba. Eso además nos descuadró el plan de patrullaje que llevábamos. Allá debe estar el pelotón revolando a ver si llegan donde tenían que llegar el día que tenían que llegar”. Me miraba como temiendo que yo fuera a hablar de la ejecución de la que fui testigo allá “arriba”. Sus ojos cafés me pedían en silencio que entendiera, que para ellos todos son enemigos, que le daba pena que me hubieran tratado así pero en realidad me imploraba en silencio que entendiera su trabajo y que lo que había pasado “arriba” era parte de la guerra. En estos tres años yo había aprendido a no hablar mucho y nada me costaba mantener la costumbre que tanto me había ayudado.

Llevo tres años esperando una llamada como ésta y ahora que llega no sé qué hacer, no sé qué pensar. Durante todo este tiempo han sucedido muchas cosas en esta casa y ya no es la misma que él conoció. Tuvimos que cambiarla cuando al principio mucha gente venía. Y así se quedó. ¿Qué estará pensando ahora? ¿Dónde estará? Tengo que ponerme a arreglar este desorden porque no quiero que llegue y piense que estuvo así todo el tiempo. Quiero que sienta que las cosas van mejor y yo pude mantenerlas mientras él no estuvo. ¿Dónde habré puesto la escoba? ¿Cuándo me dejarán hablar con él? ¿Cuándo podremos verlo? ¿De qué hablaremos cuando llegue? ¿Qué estará esperando de mí? ¿Será que todavía me quiere o se habrá conseguido otra por allá?

Me llevaron donde un capitán, parecía el mismo que había dado la orden de amarrarme a través de la voz distorsionada en el radio, allá arriba. Me dio un trago de algún licor barato aunque me dijo que eso no estaba permitido pero era, digamos, una compensación a la confusión. Le pregunté qué seguía ahora y me respondió que ya pronto estaría en mi casa, que no me preocupara. Me había habituado a desconfiar de todo durante este tiempo, incluso de los que supuestamente eran secuestrados como yo, y esa fue otra costumbre que decidí conservar por buen tiempo. No importaba lo que un milico de estos llegara a prometer. Debo agradecerles que ya no esté aguantando frío y humedad en la montaña pero la sensación que me producen no se parece en nada a la confianza. Le pregunté si podía hacer una llamada a mi casa y me contestó que ellos ya habían avisado y que su gente en Pereira ya debía haber llamado allá desde temprano. Finalmente me dijo que me alistara que me iban a llevar a Bogotá, que si quería bañarme y afeitarme y yo le dije que prefería irme lo más pronto posible de allí. Que le aceptaba el baño pero nada más. De todas formas no iban a darme ropa de mi talla y seguía oliendo a animal de monte por más que me bañara.

Ese día, hace tres años, en que salió de afán casi sin despedirse no volverá a suceder. Iba para la finca a mostrar unos novillos y nunca llegó. Los animales deben ser ya todos unos toros pero quién sabe en manos de quién estarán ahora porque la finca y el ganado se fueron con lo que vendimos cuando tratábamos de reunir lo que pedían. A lo mejor ya nos los comimos en algún pedazo de almuerzo. ¡Cómo se aprovechó la gente de mi situación! Viéndome sola, sin mi hombre que me respaldaba, me ofrecían cualquier miseria. Menos mal estaban mi suegro y mi papá. De todos modos no había afán por vender porque con esta gente que se lo llevó, los negocios son de paciencia y de fe. Como a los tres meses llamaron a decir que lo tenían. No sabíamos nada de él desde hace año y medio cuando entregamos la plata que finalmente logramos cuadrar. Yo de verdad pensaba que estaba muerto desde que se lo llevaron, aunque siempre existe la incertidumbre, más que una verdadera esperanza. A veces sentía que era mi obligación estar pendiente y esperando, aunque creyera que nunca iba a volver. Cuando esa vieja me llamó, más que sentir alegría se me estrujó el corazón de vergüenza por todos esos pensamientos en tres años.

Era de esperarse: me mandan a Bogotá con unos soldados en un camión. Nada de avión; nada de helicóptero. Eso es para los secuestrados famosos que salen en las noticias. Un desconocido, además aparecido de la nada, no es sino un problema para esta gente que se mata en el monte pero que no es capaz de entender un cambio tan inesperado en sus planes de operación. Menos mal no estábamos tan lejos, es mediodía, ya estamos en este frío de Bogotá y yo con este chiro sucio que no abriga nada. Todo se quedó en el batallón. La verdad no puedo creer todavía que estoy en la ciudad. Tres años caminando por el monte o durmiendo en unos cambuches miserables. Solo en el trayecto a la capital, tan en la montaña como mi último sitio de cautiverio, empecé a entender que todo este sueño podría ser verdad y a pensar en ella. ¿De verdad le habrán avisado? ¿Cómo lo habrá tomado? Estuve mucho tiempo con esa gente y no sé si mi esposa quiera recibirme. Tres años desconectado, ella debió imaginar que estaba muerto y a lo mejor ya se organizó con alguien más. ¿Y si no quiere que vuelva a la casa? Eso de la plata ahora no me importa tanto, yo se que debimos habernos quedado sin cinco con lo del rescate y hasta llenos de deudas debemos estar. Yo lo que quiero es que ella me quiera y me acepte de nuevo. Esta vaina que pasó es terrible pero yo trataré de ser el mismo con ella. Sé que teníamos problemas antes que yo me fuera pero podemos olvidar y comenzar de nuevo.

Llegó mi mamá, vamos a ver si encontramos a “mi capitán” y nos dice algo de dónde lo encontraron y cuándo nos lo van a entregar. Menos mal ella trajo el carro porque yo no soy capaz ni de prender la licuadora. El oficio se quedó sin hacer. Viene con Mariana. Ella se va a quedar aquí para atender el teléfono y las visitas. Cuando sepamos algo empezaremos a llamar a todo el mundo. Esto va a ser como un funeral. Pero la gente no vendrá de luto. Habrá que hacer tinto para tanta gente, asegurarse que los baños estén limpios, que no falte el papel higiénico y todos echando chisme como en un velorio. No tengo cabeza para pensar en nada pero mi hermana se encarga de todo; es mejor que haya alguien como ella que no responda bobadas cuando pregunten, que pida y reciba los domicilios, que arregle lo de la cocina y lo de la lavada de la loza. ¡Qué susto, no joda! Tres años sin ver más que a esos tipos que hoy se deben estar comiendo los bichos y los chulos, allá tirados en el monte. Debo ser como un animalito aunque en todo ese tiempo yo trataba de mantenerme, de cuidarme y no echarme a la moridera como vi que les pasó a varios. Pero de todas formas casi todo el tiempo amarrado y vigilado uno no podía hacer mucho. Sólo al final con esa gente andaba más tranquilo pero igual no tenía para dónde escaparme. No se cómo llegaron hasta tan arriba los del ejército, si eso era como un nido de águilas. Casi no podemos salir a donde me recogería el helicóptero. Ya se me debió haber olvidado comer, cómo usar un cubierto. Eso de la televisión debe haber cambiado mucho. Yo solo oía radio antes que me mandaran con esta última cuadrilla y nos dispersaran a todos cuando uno de los secuestrados se les voló. Terminaron encontrándolo pero desconfiaron de los demás y nos separaron cada uno con un grupo diferente. Yo terminé en ese filo donde no se veía nada por la neblina y se comía muy mal. Pobres muchachos, pobres familias... pero más pobre la mía que no sabe nada de mí hace años.

¿Qué me voy a poner a hacer ahora que vuelva? ¿Será que mi Teresa tiene algún plan para nosotros? ¿Cómo me mirará la gente cuando llegue? Me voy a sentir como un animal de circo al que todos van a ver y le tiran fruta a ver cómo se comporta. No quiero saber de nadie y me imagino que la familia, al menos, irá a recibirme. ¿Y si no van? Yo sé que mi papá sí va a estar conmigo donde sea pero ya no sé quién me acepte y quién no. ¿Y si se murió el viejo? Entonces estaré como un preso de muchos años que sale de su cárcel y ya no conoce a nadie. Esperemos a ver si se averiguó algo sobre cómo hizo esa gente para saber tanto de mí, alguien debió darles mis datos y seguro que fue alguien cercano. Algún jornalero de la finca. ¿Tendremos finca todavía? Debe estar muy caída porque nadie le metía mano como yo, nadie sabía de eso, mi mujer era como una princesa consentida. De pronto papá hizo algo con ella, al fin y al cabo era de él antes que mía. Yo no sé si pueda volver, en verdad. Mejor no me aparezco otra vez por allá. Pero qué me quedo haciendo encerrado en una casa. No puedo aislarme para siempre, mi esposa no se va a aguantar. Podríamos irnos de viaje, pero ¿a dónde? ¿A dónde irá la gente ahora? Cartagena debe ser todavía un buen sitio. O será mejor salir del país un rato. No sé, estoy imaginando cosas sobre un mundo que ya no conozco. Lo primero que debo hacer es acostumbrarme a vivir con la gente otra vez. Habrá que pedir ayuda a algún psicólogo; debe haber gente especializada en arreglar estos traumas. 

Este es el bendito “mi capitán”. A él le parecerá que no tiene importancia si se demora media hora en atendernos después que llevamos tres años esperando. De todas formas me parece un irrespeto, ¡quién se cree el tombo este! “Hola capitán, cómo está”; una finge porque sabe que de este idiota dependen muchas cosas. “¡Cómo así, capitán! No me diga que les ha ido tan bien últimamente, bendito sea mi Dios”. Hay que seguir aparentando. “Gracias capitán a usted y a todos los uniformados. Sin ustedes bla, bla, bla, bla, bla”. ¿Cuándo vamos a lo importante? “¿Que lo llevan primero a Bogotá? ¿Cómo así, y no pueden interrogarlo acá, otro día? ¿Entonces cuándo me lo traen? ¿Esta noche? ¿Seguro? Apiádese de mí, sí, anote mis teléfonos y me está llamando durante el día. Si no, yo lo llamo a ver qué ha sabido. Gracias de nuevo”. Tombo ridículo. Al menos me da tiempo para arreglar la casa. Todos estos militares son iguales. Ahora que dizque me van a interrogar a ver si pueden conseguir información importante para sus operaciones. ¿No pueden hacerlo otro día? No se me va a olvidar, no. Esta vaina estará en mi cabeza más tiempo del que yo quisiera y les puedo dar todos los detalles hasta dentro de diez años. ¿Que es para no molestarme más? Que no me jodan con eso pero qué más puedo hacer. Pregunten a ver. ¿Después del almuerzo? Bueno, detallazo el del mayor éste. Voy a terminar aprendiendo de grados militares con toda esta gente que pasa por acá. Que mi coronel, que mi mayor, que mi sargento... Mamá, usted le dice a su empleada que me ayude. Mire la cantidad de gente que hay y todavía no he acabado de llegar. Que alguien vaya a comprar café porque el mío se acabó. Ya casi no tomo. No necesito estimulantes ni pastas para estar despierta. La pensadera no me deja dormir, imagínese si me tomara un tinto. Pero toda esta gente debe tomar así que hay que tener algo para ofrecerles. Después de todo este tiempo yo no confío en nadie. Cuando se lo llevaron, la policía me dijo que en la mayoría de los casos hay alguien cercano que les vende la información a los malditos. Cualquiera de los que venga puede ser el que lo entregó pero cómo hago para andar echando a todo el que llegue. Que guarden con llave el cristal y las porcelanas que quepan en un bolsillo o en una cartera. Si me robaron la tranquilidad al menos que no me quiten las poquitas cosas que me quedan. Todavía no me dejan llamar a la casa. Que ahorita, que después, que cuando autorice mi mayor, que una cosa, que la otra. Terminaré hablando con Teresa cuando llegue a Pereira. ¿Qué andará haciendo? Debe estar arreglando la casa para que yo la vea bonita cuando llegue... claro, si es que voy para la casa nuestra. De pronto voy para donde mi papá si veo que ella no me recibe bien. Este almuerzo es un lujo... y es el de los soldados; cómo sería la porquería que me acostumbré a comer que esto me parece como si fuera un restaurante fino. Platos de peltre pero comida bien hecha, no joda. De verdad me voy a demorar mientras me acostumbro a todo de nuevo. Imagino que no será tan difícil, diferente a lo que fue el cambio de hace tres años. Ahora podré ir donde quiera, pero ni crean que voy a salir solo. Ahora podré escoger la comida. ¿Que me esperan? Bueno, vamos y pregunten todo lo que haya que preguntar. Tráiganme agua que voy a hablar mucho.

No esperaba encontrarme también con un fiscal o algo así. Entonces esta declaración además hará parte del proceso por mi secuestro. Ha habido varias ocasiones en las que he estado a punto de soltar las lágrimas. Me hacen contarles todo lo que sucedió desde que salí de casa ese día cuando iba a mostrar unos novillitos que iba a vender, cómo me interceptó una gente en la carretera, cómo me llevaron y me entregaron a otro grupo, ya en el monte.

Esa timbradera del teléfono me tiene ñata. Voy a ver si me recuesto un rato. Ya hay quien conteste y tome las razones que dejen. Aquí, sin celular y con el inalámbrico apagado y con el arrullo de la televisión. Mi mamá tan tierna, me trae uno de esos sánduches que ella prepara. Al comienzo de este martirio no comía. Hasta que, no sé si por la insistencia de mamá o por mi tendencia a racionalizarlo todo, entendí que me iba a morir de no comer. Poco a poco fui probando un bocado aquí, un sorbo allá y aunque hambre como la de antes no he vuelto a sentir, una comida fuerte al día, programada en la agenda como cualquier otra cita obligatoria, ha hecho que al menos de hambre no me muera. Aprendí a comer sin querer. Ahora que me levante de esta cama tengo que llamar al sicólogo de la Fundación. Que me diga qué debo hacer, cómo debo hablar, qué debo preguntar y qué no. Imagino que todo debería ser lo más normal posible sin evitar el tema álgido. Tarde o temprano habrá que afrontarlo pero que un profesional me dé una seña de cuándo hacerlo. Me han hecho recordar nombres, apodos, circunstancias, momentos que les permitieran identificar qué grupo, qué cuadrilla, qué frente me había llevado. Me preguntan sobre sitios, climas, caminos, compañeros de cautiverio. Con todo esto me he hecho como un mapa de lo que me pasó, algo que no había tratado de hacer con todo el tiempo libre que tuve. Tienen especial interés en el momento en que nos separaron y en identificar al que se fugó. Me cuentan que lo hallaron muerto hace poco, fusilado, tirado en una carretera y con un letrero que decía “con la revolución no se juega”. Está bueno esto que me trajo mamá pero muy grande para mi estómago. Lo voy a dejar por aquí mientras veo un rato televisión. Voy a dejar el murmullo del narrador que hoy habla sobre el comportamiento social de las comunidades de termitas. Nunca he visto una, deben ser horribles. Al menos entre ellas no se matan y se comen como los humanos hacemos. ¡Quién fuera termita!

Voy descubriendo que pasará mucho tiempo antes que de verdad esté libre. En el monte quedaron tres años de mi vida que no se pueden echar al barranco, y que destruyeron mi ánimo. Durante toda esta narración voy repasando momentos que me aterrorizan. Me dicen que contarlos ayuda a que pierdan importancia, “ayuda a desmitificarlos”, palabras del fiscal, hasta que terminen siendo un acontecimiento cualquiera en mi vida como salir un domingo a comer al norte. Como no entiendo me explican que es costumbre en Bogotá salir al norte a almorzar los domingos y se me corta la respiración y se me escurren las lágrimas cuando no logro recordar qué hacía los domingos con mi esposa. No se cuántas horas estuve contestando preguntas y recordando pero estoy agotado de tanto pensar y de tanto llorar. Me dicen que he terminado con ellos, que me van a llevar al aeropuerto militar donde un avión está esperando por mí.

Lo primero que veo es el plato con el sánduche tal como lo había dejado sobre la mesa de noche. Luego a mi mamá sentada en la cama al lado mío. “Mija, ya está en camino”, me dijo de ese misma forma directa que yo usé para contarle que lo habían encontrado. Ya era tarde, al menos afuera ya estaba oscuro. En el reloj despertador eran las siete y media. Me cuenta mamá que el capitán en persona llamó a decir que nos encontráramos en el aeropuerto. Ya en el primer piso, veo una cantidad de gente como para una fiesta, voy caminando medio dormida y ellos con ganas de festejar el regreso pero nadie se atreve a decir nada. Antes de irnos les pido que se diviertan mientras volvemos. “Están en su casa”, pero no se vayan a llevar nada, bandidos. Cada vez estoy más cerca de Teresa y me entra más y más miedo, incertidumbre. Debo llevar muchas mañas y tengo que controlarlas. Voy a llegar a una casa que dejó de ser mía y debo portarme como un visitante y tomar confianza a medida que me la den. Esta situación es mejor que en la que estaba pero me siento extraño y no estoy muy emocionado al respecto.

Vamos en el carro y yo estoy pensando cada vez más rápido, mi corazón parece seguir el ritmo del cerebro y mis manos no pueden quedarse quietas. Ahora sí tengo miedo. Mamá y Roberto charlan adelante mientras yo miro por la ventana buscando respuestas. Hacía muchos años no estaba en Bogotá, era muy joven, y más o menos puedo verla en el camino al aeropuerto. En esta ciudad tan grande todo es muy lejos y el viaje toma un largo rato. Al final llegamos a El Dorado y los soldados son muy amables, me ofrecen agua, tinto, un oficial me ofrece güisqui y me insiste cuando le digo que no, gracias. “El vuelo va a estar movido porque hay mal tiempo y estos aviones pequeños se mueven mucho”. ¿Estará sano? ¿Estará flaco? ¿Le habrán cortado el pelo? ¿Le habrán dejado arreglarse la barba que tanto le gusta? ¿Le habrán quitado el brillo de los ojos, el poder de su risa escandalosa y contagiosa? ¿Esa forma de hablar con las manos y los ojos más que con la boca? ¡Juemadre!, no llamé al sicólogo y ya no contesta nadie en esa oficina. Y nunca apunté su maldito celular. Diré lo que se me ocurra, sin controlarme, no joda. Tres años aguantando para que después de tenerlo conmigo siga trancándome por dentro. Apuro, entonces, el vaso de güisqui y me entra salvaje por la garganta después de años de no probarlo, pero nada como el trago que me dio el capitán que me hizo amarrar como una bestia. Me dice un suboficial que tenemos que esperar porque el avión que nos va a llevar no ha llegado de Barranquilla donde está esperando a un grupo de oficiales que vienen a Bogotá a empezar un curso de no sé qué cosas y que a esa ciudad no ha llegado porque apenas va volando de Medellín. Me llevan a un sitio que llaman casino aunque no tiene ni un juego de maquinitas y me explican que así se llaman las tiendas y los sitios de alimentación en las fuerzas militares. ¿Qué querrá él? ¿Habrá pensado algo? ¿Qué imaginará? Que entienda que siempre hice hasta lo imposible para traerlo pronto. Tres años lejos pueden hacerle pensar que lo dejé tirado en el monte: mientras él se pudría entre la selva yo me gastaba su plata. Que no me vea llorar, no puede verme débil. “Roberto, pásame un kleenex”. ¿Será que desea salir del país? Habrá que buscar quien cuide la casa porque cómo voy a negarme si él lo quiere. Y empezar a andar el mundo con un casi desconocido. ¿Y si no quiere volver? Otro kleenex. “No, no estoy triste, es sólo la emoción”. No sabía que se podía llorar de miedo hasta que todo esto comenzó, ahora ya sé que todo es posible. Habrá que buscar el otro significado de “casino” cuando tenga un diccionario a mano. Las Vegas, luces, dólares, mujeres. Eso es un verdadero casino. Encuentro un subteniente que se va trasladado a una zona de orden público y está pegándose “su última borrachera en muchos meses”, dice. A lo mejor no habrá otra después de esta, si la suerte no está con él y no logra salir de allá. Cuando sabe que acabo de volver del monte, lo que él espera hacer sano y salvo en tal vez dos años, me invita a que lo acompañe a beber. Yo le digo que claro, pero con cerveza, que emborracha más despacio porque qué tal yo llegando borracho a mi casa por primera vez después de tres años. Qué risa, los de allá todos preocupados y yo ¡jincho de la perra! Voy a controlarme así tenga motivos para celebrar y quien me invite, porque ni documentos de identidad cargo sobre mí.

“¿La cédula? ¿Para qué? Yo no me acordé de traer nada. Dígale al capitán para que nos deje entrar. Ellos dos ya le dieron las suyas. Mire que yo ni un pañuelo traje”. La gente no entiende por las que pasa uno y cada desplante es una tragedia. Ellos ni se imaginan pero todo se rasga por dentro y una quisiera poder meter la mano y arreglarlo como quien zurce una media vieja. Pero ¿cómo se hace? “Denme sus brazos que me tiembla todo”, no puedo ni hablar. Me tocará fingir como todo este tiempo. “Capitán, mucho gusto, muchas gracias. ¿No ha salido de Bogotá? Yo lo entiendo, no es culpa suya”. Claro que es culpa suya, no me hizo venir a sentarme aquí para que todo el mundo me vea llorar. “Bueno capitán, nosotros esperamos. En la sala, sí. Una aromática estaría bien, gracias”. Papeleos, pendejadas. Y me hacen venir a nada a este aeropuerto, a esta oficina. Que les avisen a los de la casa que nos demoramos por si quieren irse a dormir. Da pena tenerlos hasta tarde. Quién sabe a qué horas estaremos saliendo de acá. Más tiempo para pensar. ¿Por dónde aparecerá? Con tanta luz aquí adentro no se ve nada afuera aunque así pegada al vidrio alcanzo a ver hacia fuera pero sin saber si llega por acá o por dónde. Imagino que entrará por esa puerta. O será que lo traen por otro lado. Paso un rato largo charlando con el oficial que se va y me recuerda al jovencito del pelotón que me rescató. Lo imagino igual, cansado de cargar un morral y un fusil por semanas sin fin en una montaña, a donde un helicóptero les lleva provisiones pero de donde no los saca. Roberto y mamá me hablan y yo casi no les pongo cuidado. Lo único en que pienso es en el hombre que me van a traer. A empezar todo de nuevo y él, seguro, con más de un trauma y queriendo que todo el mundo esté a su servicio. Que todo esté en silencio. Que nada lo asuste. Eso debe ser como esos veteranos de guerra en las películas. Pero que entienda que yo también sufrí, que es como si yo estuviera secuestrada y que lo estaré mucho tiempo más, así al parecer se haya acabado. ¿Por qué nos hacen esperar tanto?

Aquí nadie sabe nada y cuánto llevamos en esta sala dándole vueltas como animales encerrados en un corral. Se acabó el tinto y la aromática, no hay nada para darnos y la tienda a estas horas ya está cerrada. Haber sabido y comprábamos aunque fuera un yogur para que mamá y Roberto comieran algo, qué pena con ellos. Tanto que han tenido que aguantarme en estos años y no saber que aquí no acaba. Nunca terminaré de agradecérselo. Y a Mariana, tan bella, cuidando todo en la casa mientras nosotros por acá. Este avión sí que es pequeñito, y ¡cómo llueve en esta tierra! Igual que en el cambuche donde estaba. Devuelvo el chaquetón que me prestó uno de los soldados del casino y me dan una cobija del avión. No es de Avianca pero calienta igual. El comandante del avión saca una chaqueta de algún lado y me la presta. Sabe que se la devolveré porque a donde vamos no la necesito. La cabeza me da vueltas, me siento mareado. No borracho pero si estoy bastante prendido a pesar del tinto que me dieron antes de subirme. Cómo se mueve esta licuadora, y yo medio borracho, voy a terminar vomitando si esto no se calma. Conmigo viaja una gente que va también trasladada. Este avión lleva de un lado para el otro la vida de todas estas personas y uno ni sabe cuánto sufren. Uno no hace sino criticarlos y acusarlos de corruptos pero qué vida tan berracamente jodida.

La vieja ésta que llamó esta mañana terminó siendo buena persona y es la que nos ha consentido todas estas horas. ¿Es que no duerme? Uf, ya pasó la revolcadera y ya vamos a aterrizar. Me avisan que me están esperando y me dan ganas de ir al baño. Me debió caer mal el trago después de tantos años y con el estómago vacío. Puta, la verdad me estoy cagando del susto. Nos consiguieron unas revistas para que nos distrajéramos. ¿Qué es lo que leen estos policías? ¿No tendrán revistas normales? La mitad no se entiende y la otra mitad es jartísima, proclamas de “sus generales”, del presidente... deberían dejar de perder el tiempo en esas bobadas. “¿Ya llegó? Mamá, ¿cómo me veo? ¿Se me nota que lloré? Sin una gota de maquillaje. ¿Dónde? ¿En el otro lado del edificio?”. Le devuelvo la chaqueta al piloto. “Bienvenido a la civil”, y lo abrazo casi llorando aunque con ganas de decirle que no estoy tan seguro de ser bienvenido como él lo piensa. ¿Qué hacen estos periodistas acá? “Roberto, que no nos filmen”. ¿Qué? ¿Por esa puerta? Esperen, yo respiro un poco. Un kleenex, una manga, una servilleta, lo que sea. Me llevan por la pista, luego a una casetica como de oficinas, unos pasillos estrechos que se me hacen eternos. “Ya, vamos, acompáñenme ustedes al lado que no quiero entrar sola”. Me sudan las manos y siento que huelo espantoso. Me reflejo en un vidrio y veo un gamín como de mi edad, un indigente. Yo no quiero irme de Colombia. Quiero tener cerca a mi mamá y mis hermanos, que puedan correr a ayudarme si los llamo. Estando lejos no habrá nadie, todo será a punta de teléfono y no es lo mismo. ¡Yo no me voy! ¡Punto! El cabo me señala una puerta y me dice: “al otro lado lo esperan”, y lo miro aterrado. “Vaya, que los de allá lo quieren ver de nuevo”. Yo no estoy tan seguro. Que no trate de imponerme nada. De aquí salimos juntos o que se joda. Ya estamos peleando y no lo he visto. ¡No quiero estar a solas con él! Tomo la chapa y abro la puerta.