Sala de ensayo
Montaigne, por J. CollyearEl sentido de la tolerancia

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Todos los elementos del ensayo tal y como los conocemos hoy están presentes en Montaigne: un diálogo individual entre el autor y el mundo, la utilización de argumentos ajenos para reforzar los argumentos propios, la metaforización de experiencias colectivas a través de imaginarios personales, el dibujo de las ideas en expresiva ilustración de las razones, la utilización del ejemplo anecdótico como punto de partida de generalizaciones alegorizantes... Montaigne habla con y desde la memoria humana. Su escritura es una certera y amena combinación de experiencias personales en comunicación con el tiempo de la humanidad.

Los antecedentes del ensayo son remotos: los Diálogos de Platón, las Cartas de Plinio el joven, las Epístolas a Lucilio de Séneca, las Vidas paralelas de Plutarco... Pero en todas estas obras falta algo que es esencial al ensayo: la libertad de un yo expresándose sin intermediaciones. Eso lo sentimos sólo a partir de Montaigne. En sus escritos, una conciencia parlante se expresa; abiertamente, dialoga, ilustra, cuenta.

En El alma y las formas, Györg Lukács definió al ensayo como “forma” encargada de revelar un alma que se abría paso en el mundo. Por eso, dice, el ensayo debe impregnarse de la vida de quien escribe. Montaigne habla desde sí mismo, se enuncia desde su propia individualidad; desde ésta surge esa palabra con la que podemos compartir visiones, sentimientos, ideas. Sentimos que Montaigne escribe porque juzga importante compartir eso que le pertenece: sus certezas, sus incertidumbres, sus deslumbramientos. Él nos habla desde el silencio y la quietud de la vasta biblioteca de su castillo de Yquem. Y su felicidad, dice, es encerrarse en ella, rodeado sólo por sus libros, para hablarle a sus lectores.

En la presentación de la primera edición de los Ensayos, fechada el 12 de junio de 1580 y que lleva por título “El autor al lector”, Montaigne aclara: “Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertiré que con él no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que sucederá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto”.

Es mucho lo que Montaigne ha vivido cuando comienza a escribir. Había nacido en 1533 y publica los primeros Ensayos en 1580, esto es, a sus cuarenta y siete años. En numerosas oportunidades, Montaigne se refiere a su edad algo avanzada lo que le permite contemplar las cosas con lucidez y tolerancia. “Encomendéme”, dice en “De la diversión”, “al amor por arte y estudio, a lo cual la edad me ayudaba”. Haber vivido para llegar a saber y saber para poder escribir: muchas de las afirmaciones de Montaigne provienen de cierta forma de lógica incuestionable: ésa que ha ido consolidándose en una experiencia legítima, en una inteligencia y sentido común de un hombre que, al vivir, ha conocido y ha aprendido a aprender.

De cualquier tema, Montaigne encuentra algo original que decir. Sus disertaciones tienen que ver, frecuentemente, con reflexiones sobre las cosas más prácticas e inmediatas. Hasta lo más nimio le resulta expresivo. Él mismo no duda en mostrarse como un ser de carne y hueso. Se describe a sí mismo sin benévolas concesiones: “Inclúyome en la clase más común y ordinaria de los hombres, y lo que me distingue acaso es la confesión sincera que de ello hago. Sobre mí pesan los defectos más comunes y corrientes, pero ni dejo de reconocerlos, ni tampoco de buscarles excusa, y me justiprecio sólo porque conozco lo que valgo” (“De la presunción”).

Leyendo a Montaigne nos convencemos de la profunda significación moral de su escritura. Escribir para entender y entender para ayudarnos a vivir. Quizá su mejor descubrimiento haya sido la tolerancia. Ésa es la gran enseñanza que transmiten sus Ensayos. La tolerancia es virtud de sabios. Es una meta de vida. Es preciso conquistarla y saberla practicar. Significa una esencial norma de vida. Sólo el tolerante es capaz de vivir con serenidad. Montaigne, en sus escritos, demuestra que ha accedido a ella; y no sólo en un terreno de lo personal, también la predica en una visión colectiva sobre la historia y los pueblos. No debe haber prepotencia, sostiene, de parte de los pueblos fuertes en contra de los pueblos débiles. Lo expresa así en su ensayo sobre el Nuevo Mundo, en el que idealiza a los indígenas de las tierras descubiertas allende el Atlántico. Una idealización que sugiere una conclusión: ninguna nación europea tiene el derecho de sojuzgar a esos seres diferentes habitantes de mundos diferentes. La mirada de Montaigne es, aquí, una lección de moral y tolerancia históricas.

Montaigne nos muestra cierta manera de entender la escritura: la página en blanco convertida en interlocutora que no acepta la desmesura, que obliga al escritor a pensar y a repensar las cosas mil veces antes de dejarlas definitivamente escritas. Escribir no debería permitir nunca ni el grito ni la vociferación. Con su obra, Montaigne mostró que nuestra forma de escribir puede ser, también, una forma de ayudarnos a vivir. Una imagen se repite en las más diversas culturas y épocas: la vida es aprendizaje y el aprendizaje el desarrollo de una virtud. Lo dijeron Sócrates y Aristóteles en Grecia, y Confucio en China. Montaigne mostró con sus Ensayos que la virtud podía, también, expresarse en bellas palabras.