Letras
La gotera del techo

Comparte este contenido con tus amigos

Había pasado los cincuenta y la consideraban una solterona sin remedio.

En efecto, Hilda era soltera de alma y a pesar de que su aspecto era el de una mujer agradable y atractiva, de sus gestos, a lo mejor de su mirada emanaba algo que establecía distancias y pocos se le acercaron con intenciones algo más que amistosas. Era una mujer inteligente y lo confirmaba su cargo de dirigente en una compañía de exportación. Vivía sola y cuando frecuentaba las reuniones familiares lo hacía con cierta frialdad, no dando ni a sus hermanas la posibilidad de formularle preguntas sobre su vida privada.

En realidad, Hilda no tenía vida privada. No había nada que tuviera que ser mantenido en secreto o al reparo de indiscreciones.

 

Vivía en el séptimo piso de un lujoso edificio. Desde hacía poco una pareja se había mudado al octavo, que había estado desocupado durante tres años. Las voces de los trabajadores, el zumbar molesto de los taladros y los ajetreos le permitían a Hilda imaginar que se estaba haciendo una reforma completa del piso. Aunque volvía por la noche cuando los obreros ya no estaban, aún percibía rumores aquí y allá pero no se quejaba. Calculaba que en poco tiempo los ruidos desaparecerían y retornaría la calma anterior. Cuando después de un mes los trabajos cesaron, Hilda comenzó a poner atención a los rumores pequeños, que le permitían seguir mentalmente los pasos de sus vecinos.

Sabía cuando estaban en la cocina, cuando escuchaban música, cuando dejaban caer los zapatos junto a la cama, oía el subir y bajar de las persianas del dormitorio y hasta percibía cuando orinaban en medio de la noche y dejaba correr el agua.

Recién entonces Hilda pensó que debía haber algún defecto en la construcción, ya que los sonidos más sutiles se propagaban con nitidez. Eso de sentir vida sobre su cabeza era una verdadera novedad para ella.

 

Cierto día advirtió humedad en el techo del baño, subió con agilidad el tramo de escaleras para avisarles a los vecinos.

La joven esposa estaba sola. La escuchó preocupada. Ella misma se lamentó del trabajo de los obreros, no era la primera vez que dejaban un trabajo mal hecho. Fueron al baño de la habitación principal. Allí, en el piso reluciente, no se veía nada, pero Hilda llevó a su vez a la joven a su departamento para mostrarle el daño.

Al ver el dormitorio de Hilda, la mujer, que era una joven encantadora, dijo que también ella había ubicado la cama en ese sentido. Hilda ya se había dado cuenta al ver los objetos en las mesitas de luz de su vecina.

 

Al día siguiente, muy temprano, escuchó insistentes martillazos y salió para la oficina contenta por tener vecinos tan considerados.

La filtración fue reparada.

Una noche, al volver del trabajo, tomó el ascensor junto a un hombre maduro, alto, buen mozo, tez bronceada, manos fuertes. Hilda reparé en ellas cuando marcó los botones. Poco antes de llegar a su piso él dijo: “Siento lo de la gotera en su techo, efectivamente, había un caño mal ensamblado, por suerte usted lo vio a tiempo”. Hilda le aseguró que ya estaba todo bien y el hombre la saludó con una resplandeciente sonrisa.

Entró a su casa, como si alguien la persiguiera. El ascensor paró en el octavo, al mismo tiempo se abrió una puerta y sonó la voz cantarina de la mujer que exclamaba ¡Berto!

¿Berto?, probablemente Roberto, Hilda pensó que Berto no le quedaba bien al hombre. Ella lo llamaría Roberto, con todas sus recias sílabas. Luego consideró que la diferencia de edad entre los dos debía ser considerable. Ella no tendría más de treinta años y él... ¿cuántos? ¿Cincuenta, cincuenta y cinco? Se encontró ocupada en calcularle la edad y pensando que aunque formaban una buena pareja, él era sin duda más fino y educado que ella.

Lo hizo ingeniero, por la rapidez con la que había subsanado el desperfecto de la cañería y a la esposa la supuso maestra de gimnasia, dado que tenía un cuerpo de sirena.

Después de conocer a los dos, Hilda se sintió más ligada a los movimientos de sus vecinos y cuando en medio de la noche escuchaba en el silencio general un recio fluir de orina, pensaba en Roberto.

Algunas noches sucedía que a la hora de la cena el taconear de ella de un lado a otro y el mover de muebles denotaba un ajetreo inusual. Voces, las patas de las sillas raspaban el piso. Tenían invitados.

La soltera esperaba cada rumor e imaginaba cada movimiento.

 

Hilda había sido siempre de buen dormir, pero en el último tiempo, se despertaba al más leve sonido y aguardaba la fuentecilla de las tres de la mañana y sus fantasías cada vez se centraban más en un específico lugar del cuerpo del vecino.

Cierta noche la despertó algo nuevo: ronquidos. Rítmicos, sofocados... Hilda retomaba el sueño, acunada por los arrullos del acompasado ronroneo. Su descanso se vio así doblemente alterado, porque tenía sueños tan eróticos que se despertaba asustaba por de la crudeza de las imágenes.

Ciertas noches escuchaba un rítmico pujar.

Imaginó a Roberto echado sobre su propio cuerpo.

Desde entonces empezó a tener dolores de cabeza, no conseguía conciliar el sueño y poco a poco empezó a odiar a la joven esposa. Sus sueños, las raras veces que dormía, eran pesadillas en las que se veía destrozando objetos y destripando colchones...

A pesar del disgusto, esperaba con rabia y ansia el rítmico chax chex... chax chex... sabiendo que pronto el compás aceleraría y sobrevendría un perfecto silencio.

Si por la mañana encontraba al vecino en el ascensor, se turbaba y enrojecía.

El único tema en común que tenían era la filtración del techo, pero una mañana él le dijo: Dentro de pocos días no la vamos a molestar más con el chirrido de nuestro lavaplatos. La semana próxima nos entregan el nuevo.