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Rafael AlbertiDe regreso en el país de la lírica

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Pocos —o ninguno— entre los hombres de la llamada “España peregrina” nos son tan gratos y cercanos como Rafael Alberti. Las razones son evidentes. Alberti comparte, con poco menos de la mitad de los argentinos, la doble ascendencia itálica; con cuasi la otra mitad, el lugar de nacimiento y la estirpe española. Aquí le nació su hija Aitana y aquí vivió un cuarto de su vida. Aquí, en fin, le dieron tierra a su abuela Josefa cuando él no era más que un niño.

A los vínculos personales deben sumarse los artísticos: su primer libro publicado fuera de España, Entre el clavel y la espada, lo fue en Buenos Aires en 1941, y el primero entre los escritos fuera de su tierra natal, Vida bilingüe de un refugiado español en Francia, vio la luz también en nuestra capital, un año más tarde.

Su más célebre poema, La paloma, con la música de Carlos Guastavino, se instaló en los repertorios para piano y coro de todo el mundo, y si bien la influencia albertiana en la poesía argentina no fue probablemente tan grande como sus méritos y prolongada estancia entre nosotros lo aquilataban, no es menos cierto que en libros argentinos su verso llegó a los más recónditos rincones del orbe para los hispanohablantes, y como sustento necesario de las traducciones que darían a conocer a un español universal.

El mismo que llegó a nuestro país traspasado por la derrota, buscando desesperadamente en la poesía política, la poesía épica y la poesía amorosa, el alegre decir que lo consagró con el inaugural Marinero en tierra (1924). Pero detrás de sí dejaba muchas ausencias, mucho dolor, y el que vino a nosotros ya no era el joven poeta del puerto de Santa María, sino el explorador de nuevas formas líricas forjado en el ardor de las pugnas de facción, y del horror de la guerra fratricida. Creyó hallarlas en los versos encendidos de El poeta en la calle, pero sin advertir quizás que iba tras los pasos de los grandes satíricos y libelistas del Siglo de Oro. ¿O no recuerdan al tremebundo Quevedo estos versos disparados contra Franco?:

       Tú, todavía, general botijo,
caudillo cantimplora sin pitorro,
liliputiense, hijo
de zorra cabezorra y cabezorro.

Di, Francisco, ¿hasta cuándo,
con tus bordados camisones nuevos,
de cara al sol y caraculeando,
nos tocarás la yema de los huevos?

(Un burro explosivo para Franco)

La diferencia estribaba en que los dardos de otrora, dirigidos en procura de la privanza, o el corrosivo desencanto personal, habían sido reemplazados por “encargos” del pueblo llano, “a la salida del mitin, en el sindicato, en la humilde biblioteca de la barriada o en cualquier lugar de trabajo, después del recital o la conferencia...”.

 

Desdeñoso de las cambiantes y caprichosas circunscripciones políticas, el paisaje que se extiende entre Rosario y Buenos Aires es único e indivisible. Sus comarcanos compartimos la barranca asomada al sol naciente y la visión del río a través del bañado, sentimos a la espalda la presencia de la llanura infinita, y nos llega el hálito frío del pampero con reminiscencias de heladas cumbres andinas. Al norte se intuyen las entrañas de Suramérica, y al sur, donde algunos dicen ver el camino del mar, nosotros no concebimos otra cosa que el estuario que nos legó el dulce nombre de la Patria.

A estos pagos llegó Rafael Alberti promediando el siglo pasado, cuando transitaba la mitad de su larga vida. El resultado de sus veranos allí fue Baladas y canciones del Paraná (1953-1954), y puede afirmarse que en este libro bellísimo recuperó a cabalidad, por mor de la unidad del tema, y por el registro del canto, su lírica desgarrada por la traumática experiencia de la guerra y el extrañamiento.

El escenario es la llamada “Quinta del Mayor Loco”, en San Pedro, una finca que fuera propiedad de un militar español desaparecido de la faz de la tierra luego de que su mujer tratara de asesinarlo por dos veces. La región, aquella donde el enorme Paraná comienza a desangrarse progresivamente en sajaduras por el limoso suelo del delta, delimitando las altas barrancas y las tierras bajas, allí donde el Paraná de las Palmas recibe el tributo gracioso del riacho Baradero.

Y es preciso declarar que es muy grande la compenetración del poeta con su tema. Con percepción aguda y verso preciso recoge las peculiaridades que son el alma del lugar. Por ejemplo, el cambiante color del río:

Río de Gaboto,
te miro correr.
Fresa pálido en la mañana.
Encendido, al atardecer.

(Canción 26)

La magia de la barranca verde y ocre:

Basta un balcón sobre el río
y unos caballos paciendo
para viajar noche y día
sin moverse.

(Canción 7)

La inundación:

Se ha roto el río

pedazos de espejos rotos
navegan por todas partes. (...)

Se ha roto el río.

Y el cielo, roto en el aire,
no sabe ya en dónde verse,
en dónde, roto, mirarse.

(Canción 7 —II—)

¿Quién podría pasar por alto a los mosquitos, tormento del poblador?

Mosquitos, si me dejáis
voy a cantaros, mosquitos,
mejor de lo que cantáis.

Gallos furiosos del alba,
perros rabiosos del cielo,
legión de picas,
nubes de espadas,
mosquitos. (...)

Asesinos del poeta,
verdugos de esta balada,
enterradores.
Al fin, mosquitos,
mosquitos.

(Balada de los mosquitos)

¿Y quién, sustraerse a la sensación de mar de la pampa, que nos reveló Darwin?

Si este campo verde fuera
de pronto el mar, estaría
todo él en movimiento.

(Canción 15)

Pero, ¡ay! ¡Cómo duele la nostalgia!

Hoy las nubes me trajeron,
volando el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y qué grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!

(Canción 8)

¡Y qué amarga la sensación del desarraigo estéril!

Uno llegó a estas orillas
De España llegó. Venía.
Era el Uno.

Otro llegó a estas orillas.
De Italia llegó. Venía.
Era el otro. (...)

Año después llegó otro,
otro Uno a estas orillas.
De España también venía.

Y otro Otro
también llegó a estas orillas.
De Italia también venía. (...)

Y el Uno en poder del Uno
y el Otro en poder del Otro,
se quedaron para siempre
con las dos manos vacías.
Otro Uno
y otro Otro,
con las dos manos vacías.

(Balada del Uno y del Otro)

 

Como hablar de literatura o de cualquier cosa es, en cierto modo, filosofar, permítasenos una digresión. Fue Kant quien estableció, para el conocimiento independiente de la experiencia, o conocimiento trascendental, un sistema de categorías mentales capaces de moldear las sensaciones. Una de estas categorías (entre las llamadas de modalidad) separa las cosas del mundo en contingentes y necesarias. En tal orden de ideas, hasta aquí, no habríamos hablado más que de cosas contingentes en la percepción del poeta. Contingente el paisaje, contingentes las bestias del campo, contingentes los recuerdos y las personas. Sólo una cosa nos sería en su discurso necesaria, imprescindible, para comprender cómo articuló su cosmovisión. Y nosotros creemos hallarla en los caballos. Los caballos son el elemento recurrente del libro, el hilo conductor que va desde la infancia del poeta hasta este presente desdichado, y lo único que se proyecta a un porvenir de esperanza. Los caballos no saben de barreras de tiempo ni de distancia. Ni el mar, ni los mares de Alberti, cobran la importancia de los caballos, los únicos entes capaces de suspender al poeta en un hoy que quiere ser mañana, sin olvidar el ayer. Y Ser España. Los caballos son la tierra de España, una tierra que él intuye con dolor hallará fatalmente cambiada a la vuelta del exilio. Lo dice el verso:

Un caballo que levanta
Al vernos pasar la frente,
Queriéndonos decir algo. (...)

(Canción 16)

La prosa lo dice: “Un caballo, sin verme, me está mirando fijo desde el fondo de la barranca” (La arboleda perdida, cap. 3).

Y lo repite, una y mil veces:

Turbación en los altos pastos.
Viento fuerte contra la aurora.

Son los caballos de Mendoza.

Crines sacudidas, estruendo
de sangre en las aguas atónitas.

Son los caballos de Ayolas.

Fatiga, fatiga, fatiga.
Guerrear y siembra de cruces.

Son los caballos de Alvar Núñez.

Hambre, sed, polvo, hierro, muerte.
Noche en las selvas asombradas.

Son los caballos de Irala.

Caballos de España, caballos
en las tierras americanas.

La nueva tierra americana.

(Canción 29)

No se trata de un animal, sino de un símbolo.

 

Entre 1940 y 1963 vivió entre nosotros Rafael Alberti. Sabiamente, penosamente, fue demorando su partida a Italia, la tierra de sus mayores, a la espera de la hora del regreso a la patria entonces cercana.

Se produjo, al cabo, en 1977.

Veintitrés años vivió entre nosotros el andaluz, durante los cuales no estuvo exiliado en la Argentina; preferimos creer que su peregrinación a través de los mares lo trajo de regreso al país de la lírica, la que le habían arrebatado los hombres y los tiempos.