Artículos y reportajes
Jorge Luis Borges y Astor PiazzollaLas desavenencias de Borges con el tango

Comparte este contenido con tus amigos

A mi pariente Horacio E. Farabollini,
quien durante tantos años
me prestó libros en que estudiar el tango.

Al otro Horacio, el oriental Ferrer,
de quien aprendí mucho
de lo (poco) que de tango sé.

Advertencia liminar: este trabajo no pretende, ni podría, superar en penetración y agudeza a la percepción que el propio Jorge Luis Borges tenía sobre sus desencuentros con el tango. Cuanto más, algunas conclusiones que aquí se ensayen podrán ser consideradas complementarias o aclaratorias de dicha percepción que, como veremos, resultó inmejorable.

Tempranamente (1923) en su poesía, sí, pero también en su prosa, Borges trató de desentrañar la naturaleza de Buenos Aires, una ciudad que había redescubierto a la vuelta de su estancia en Europa, y esta inquietud lo llevó a ocuparse repetidamente del tango. En Inquisiciones (1925), son declaración de esa curiosidad los escritos “Después de las imágenes” y “Buenos Aires”; en El tamaño de mi esperanza (1926) lo son “Carriego y el sentido del arrabal”, “La pampa y el suburbio son dioses”, “Las coplas acriolladas” e “Invectiva contra el arrabalero”; finalmente, en El idioma de los argentinos (1928), se hallan “Ascendencias del tango”, “Apunte férvido sobre las tres vidas de la milonga” y ambos capítulos de “Dos esquinas”: “Sentirse en muerte” y “Hombres pelearon” —éste último, primicia de lo que sería “Hombre de la esquina rosada”. Como resulta fácil apreciar, se trata de una marcada predilección por un tema literario, abordado repetidamente y desde diversos puntos de vista. Pero esta pasión no alcanzó para salvarlos de la eliminación del canon personal del autor, que, ante la imposibilidad de “mitigar sus excesos barrocos”, como había hecho con sus primeros tres poemarios, los condenó a un destierro del que sólo los rescató su desaparición física. Leídos hoy, aunque se debe convenir en que abundan en ciertos aventurados ímpetus propios de la juventud, y en que es posible detectar algún amaneramiento arcaizante, los tres libros son tan buenos como entretenidos, y sólo un genio como Borges pudo considerarlos indignos de su pluma. Apenas un par de años después, alcanzaría la cristalización de su estilo con la publicación de Evaristo Carriego (1930), donde resumió temas, investigaciones e ideas insinuadas en los libros precedentes, y los volcó en el ensayo mejor escrito (es mi humilde opinión) de la literatura argentina, empardando las perfecciones de fondo y forma que había alcanzado Leopoldo Lugones en El imperio jesuítico (1904).

Tomando una idea de Schopenhauer, Borges explica su entusiasmo por el tango-danza, y la decepción que le significó el advenimiento del tango-canción:

Schopenhauer (...) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente transmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos (...).

En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír “El Marne” o “Don Juan” sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor (Obras completas, 1923-1972, Emecé, Bs. As., 1979, págs. 161/2).

Aunque no se puede ser más claro, y por eso nos hemos permitido la extensión de la cita, cabe puntualizar que aquellos primeros tangos que despertaron el entusiasmo del Maestro debieron producir en él y en sus contemporáneos el efecto que en los años 50 produciría en los jóvenes el rock and roll; es decir, de catarsis sexual. Él mismo lo insinúa cuando califica de “orgiástico” al pasado que la música evoca, y si no ahondó en el desarrollo de esta vertiente, pensamos que fue por su proverbial sentido del pudor.

Roberto Alifano, que tuvo el raro privilegio de ser su amigo y amanuense y, por ende, de conocer algunos aspectos de sus procesos creativos, nos cuenta que Borges no se privaba de abundar, ante hombres, en aquellos ribetes sexuales y prostibularios que seguramente le agradaban o por lo menos le divertían, pero que no podía reconocer públicamente, precisamente, por su pudorosa moral decimonónica. Por ejemplo la proscripta letra de “El apache argentino”, que Alifano recoge en El humor de Borges (Ed. Proa, Bs. As., 2000, pág. 186).

Quisiera ser canfinflero
para tener una mina
mandársela con bencina
hacerle un hijo aviador
para que bata el record
de la aviación argentina         

Es decir que el tango canción, que necesariamente desde Pascual Contursi debió reemplazar esas letras indecentes, privó a toda una generación de “sentir” el género como Schopenhauer y Borges lo entendían, de un modo desenfrenado y pasional, dionisíaco diría Nietzsche. El relevo provino de dos fuentes igualmente deploradas por el escritor: la del lunfardo, que él denominaba “lenguaje de la furca y la ganzúa” y al que no le reconocía ejecutoria de “criolledad”, para usar su propia expresión, y el sentimentalismo que supuso la incorporación del tango-romanza de claras influencias musicales europeas.

Precisamente este último estilo —una música con mayores apelaciones a la melodía que al ritmo propio de los sincopados tangos primigenios, es el que aportó mayores posibilidades para un nuevo “sentir”, si bien no tan impactante y esencial como el anterior, no exento, empero, de apreciables valores estéticos. Lo señala Nietzsche, discípulo de Schopenhauer en esta cuestión, en El origen de la tragedia (Ed. Poseidón, Bs. As, 1949, págs. 67/8):

Si nos es permitido, pues, considerar a la poesía lírica como efulgencia imitativa de la música de imágenes y conceptos, podemos preguntar entonces: “¿como qué aparece la música en el reflejo de las imágenes y los conceptos?”. Aparece como voluntad, tomada esta palabra en sentido schopenhaueriano, esto es, como antítesis del estado de ánimo estético puramente contemplativo, exento de voluntad. Aquí debe distinguirse lo más netamente posible entre el concepto de esencia y el de apariencia; pues por su esencia, la música no puede en absoluto ser voluntad, porque como tal habría que desterrarla por completo del reino del arte —que la voluntad es lo antiestético en sí—: pero lo cierto es que aparece como voluntad (...). Toda esta disquisición afirma el principio de que la lírica depende del espíritu de la música, en tanto que la música misma, en su soberanía absoluta, no ha menester la imagen y el concepto, sino tan sólo los tolera a su lado.

Consecuentemente con lo dicho, los letristas del tango supieron ver en el género otras cosas, además de la “belicosa alegría” detectada por Borges, y las plasmaron en páginas memorables. Aun así, el gran escritor no depuso su desdén, y descargó sus ironías contra el sumo sacerdote de lo que consideraba una vergonzosa apostasía: nada menos que Carlos Gardel, quizás el único artista argentino a la altura de su genio. Para empeorar las cosas, las intrusas letras que gozaban de la aceptación masiva del público —una aceptación a la que todo artista aspira y a él por entonces le resultaba esquiva— debieron parecerle un resumen, una referencia, una mala copia de sus poemas y prosas, vulgarizadas de la peor manera.

Quien mejor lo hizo, para colmo, fue un descendiente de gringos, Homero Manzi(one), que ni siquiera porteño era. Es comprensible su resentimiento, como artista que conoce su valía y que, pobre e ignorado, siente que lo saquearon. Como Cervantes y como Hernández, Borges supo desde siempre de la originalidad y perdurabilidad de su obra:

En este mi Buenos Aires, lo babélico, lo pintoresco, lo desgajado de las cuatro puntas del mundo, es decoro del Centro. La morería está en Reconquista y la judería en Talcahuano y en Libertad. Entre Ríos, Callao, la Avenida de Mayo son la vehemencia; Núñez y Villa Alvear los quehaceres y quesoñares del ocio mateador, de la criollona siesta zanguanga y de las trucadas largueras. Esos tangos antiguos, tan sobradores y tan blandos sobre su espinazo duro de hombría, “El flete”, “Viento norte”, “El caburé”, son la audición perfecta de esa alma. Nada los iguala en literatura. Fray Mocho y su continuador Félix Lima son la cotidianidá conversada del arrabal. Evaristo Carriego, la tristeza de su desgarro y de su fracaso. Después vine yo (mientras yo viva, no me faltará quien me alabe) y dije antes que nadie, no los destinos, sino el paisaje de las afueras: el almacén rosado como una nube, los callejones (El tamaño de mi esperanza, Ed. Seix Barral, Bs. As., 1993, pág. 24).

Pero las radios, la fama y los elogios preferían estos versos:

Arrabales porteños
De casitas rosadas
Donde acunan los sueños
El rasguear de las guitarras

(“Arrabal”, música de Félix Lipesker y letra de H. M.).

Un pedazo de barrio, allá en Pompeya,
Durmiéndose al costado del terraplén.
Un farol balanceando en la barrera
Y el misterio de adiós que siembra el tren.

(“Barrio de tango”, música de Aníbal Troilo y letra de H. M.).

Yunta oscura trotando en la noche
Latigazo de alarde burlón,
Compadreando de Gris sobre el coche
Por las piedras de Constitución.

(“El pescante”, música de Sebastián Piana, letra de H. M.).

Morocho como el barro era Pizarro,
Señor del arrabal;
Entraba en los distritos del suburbio
Con frío de puñal.

(“Eufemio Pizarro”, música y letra de H. M. y Cátulo Castillo).

Cuarenta cartones pintados
con palos de ensueño, de engaño y de amor.
La vida es un mazo marcado,
baraja los naipes la mano de Dios.

(Monte criollo”, música y letra de H. M. y Francisco Pracánico).

(...)
Sur, paredón, y después...
Sur, una luz de almacén (...)

(“Sur”, música de Aníbal Troilo, letra de H. M.).

¿Qué despecho no pudo sufrir quien en Evaristo Carriego había dedicado todo un capítulo a los carros y sus inscripciones, que en otro había levantado un censo prolijo de los compadres y malevos del viejo Buenos Aires —y de sus respectivas habilidades con el cuchillo—, y aun otro completo a la fisonomía de los barrios porteños? Sin dejar de decir:

Bajando por la calle del Chavango (después Las Heras), el último boliche del camino era “La primera luz”, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas, vueltas, una humana luz de almacén (Op. Cit. Pág. 111).

Y habiendo declarado, además, que:

Cuarenta naipes quieren desplazar la vida. En las manos cruje el mazo nuevo o se traba el viejo: morondangas de cartón que se animarán, un as de espadas se verá omnipotente como don Juan Manuel, caballitos panzones de donde copió los suyos Velázquez (Ibídem, pág. 145).

Entiéndase bien: lo dicho no pretende ir en desmedro de la obra de Homero Manzi, un artista por el que siento profunda admiración, y cuyo recuerdo —por su hombría de bien, su temprana muerte, sus firmes convicciones políticas— despierta mi cariño y mi respeto.

¿Por qué los letristas de tango llegaron al pueblo, que los acogió sin reservas, y Borges no? El éxito es siempre algo misterioso y, si a ese hecho le agregamos que, como su contracara, el fracaso, no es más que una impostura (Kipling), poco se puede decir para explicar tan peliagudo asunto. Por mi parte, pienso que el gran mérito de los artistas populares fue identificarse con sus creaciones, mientras que Borges nunca dejó de presentarse como un observador exterior de los hechos que narraba, distancia que tal vez no ayudó al público a identificase plenamente con sus tipos. Así, Manzi escribe:

Me gusta lo desparejo
y no voy por la “vedera”.
Uso funghi a lo “Maxera”,
calzo bota militar.

“Milonga del 900”, música de Sebastián Piana).

Milonga pa’recordarte,
milonga sentimental.
Otros se quejan llorando,
Yo canto por no llorar.

(Milonga sentimental”, música de S. P.).

(...)
Mis labios te hicieron daño
al besar tu boca fresca.
Castigo me dio tu mano
pero más dolió tu ausencia. ¡Ay..!

(“Milonga triste”, música de S. P).

Compárese este grado de compromiso, diríamos, con Para las seis cuerdas: aunque publicado en 1965, este libro recoge toda esa herencia milonguera que Borges trajo a nuestra literatura, pero, una vez más, contando las cosas como quien canta en el boliche, sucedáneo del pulpero payar, y no viviéndolas. ¿Recato de criollo viejo? Quién sabe.

Lo cierto es que Borges decidió olvidarse del tango, seguramente para no amargarse; y no supo o no quiso saber de expresiones renovadoras de la década del cuarenta, como algunas composiciones de Homero Expósito y Domingo Federico: hablo de “Percal” y “Al compás del corazón”, tangos donde el poeta suprime hasta donde le es posible la injerencia de la letra en el espíritu musical, y la música, a su vez, realiza estupendos contrapuntos con la voz, de manera que ambos elementos conforman un todo inescindible de inefable belleza. Lo que se dice interpretar a Nietzsche (él diría: “lo apolíneo”), probablemente sin conocerlo, a pura intuición. Y tampoco reparó en aquellas páginas instrumentales que rinden tributo al concepto schopenhaueriano que él mismo preconizara: “Bahía Blanca”, de Carlos Di Sarli; “Tanguera”, de Mariano Mores; “Adiós Nonino”, de Astor Piazzolla; “A fuego lento”, de Horacio Salgán; “La Yumba”, de Osvaldo Pugliese”, y “Responso”; que Aníbal Troilo dedicó al recuerdo de Homero Manzi, la mayor de todas. Después de haber iluminado el tema del tango como nadie, Borges ya lo había abandonado para explorar otros mundos y otras metáforas del mundo.

Afortunadamente, en aquel 1965, ya consagrado y reconocido, pudo hacer las paces con el tango, y sus versos transparentes y admirables:

Tango que he visto bailar
contra un ocaso amarillo
por quienes eran capaces
de otro baile, el del cuchillo.

Tango de aquel Maldonado
con menos agua que barro;
tango silbado al pasar
desde el pescante del carro.

Despreocupado y zafado
siempre mirabas de frente
tango que fuiste la dicha
de ser hombre y ser valiente

Tango que fuiste feliz
como yo también lo he sido
Según me cuenta el recuerdo,
El recuerdo o el olvido.

(...).

entre otros tantos, recibieron el don mágico de la música de Astor Piazzolla y la voz de Edmundo Rivero. Creo que nadie, nunca, habrá sentido como él entonces la dulzura del desagravio. Y fue justicia.