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Klaus Maria Brandauer en “Mephisto”, de István SzabóEl compromiso del intelectual
Una reflexión a partir de la película Mephisto

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Acabo de volver a ver una vez más, y ya he perdido la cuenta del número de veces que habrá sido, esa extraordinaria película que es Mephisto, una adaptación fílmica de la novela del mismo título escrita por Klaus Mann, hijo primogénito de Thomas Mann. La trama transcurre en el año 1933. Hitler es el amo absoluto de Alemania, y su ministro de cultura, Hermann Göering, es un admirador del trabajo de Hendrik Höfgen, destacado actor de teatro quien, de la noche a la mañana, se ve convertido, así, en un emblema del universo teatral en la Alemania nazi. Ante cualquier posible crítica sobre su cercanía al régimen, Höfgen se defiende argumentando que él es sólo un artista a quien únicamente interesa su arte. Sin embargo, hacia el final de la película, en la mejor de sus escenas, cuando trata de interceder ante Göering por un amigo suyo, un perseguido político, el espectador descubre la verdad de la condición de Höfgen: en realidad, no pasó nunca de ser un peón, una simple marioneta; o, como le espeta el propio Göering: un comediante, figurón prescindible a quien el mismo régimen que lo ensalzó podría, en cualquier momento, aplastar como a un insecto.

Al lado del humillado Höfgen, los espectadores entendemos qué fácil resulta para el poder prescindir de todo aquél que pudo serle útil en algún momento, pero que, con extraordinaria facilidad, dejó de serlo. Es muy riesgosa, muy frágil y aleatoria la relación entre el artista, o el intelectual, y el poder. Que éste haya podido en algún momento premiar o ensalzar a creadores o intelectuales no debería llevar a éstos a creerse muy importantes, o incluso imprescindibles, para los poderosos. Tan pronto como se vuelvan incómodos o poco útiles, el poder sabrá recordarles, sin ambages, cuál es su verdadero lugar.

Cito a Thomas Mann: “La creación no es crear y descubrir de la nada, sino más bien infundir el entusiasmo del espíritu en la materia”. El espíritu moldeando la materia; o lo que es lo mismo: el artista construyendo desde un propósito o una inspiración o una curiosidad o una pasión. Su entrega tiene que ver con libertad, con autenticidad, con absoluto compromiso con eso que ama hacer y que es la razón misma de su vida. El mensaje de Mephisto es muy claro: apoyados en su arte, en su creación, en la honestidad de su trabajo, artistas e intelectuales lo son todo; sin eso, no son nada. Su trascendencia o su importancia reside en una búsqueda que debería ser esencial para ellos; y la dignidad de ese acto reposa en la honestidad. Si se apartasen de esa fuerza moral que es el sustento inicial y la envergadura natural de su creación, entonces no pasarían de ser algo semejante a los viejos bufones de las cortes medievales; seres capaces de entretener, hábiles para divertir y granjearse el favor de los poderosos que pagan por sus ocurrencias, pero carentes por completo de libertad. Exactamente como le ocurre a Höfgen, el protagonista de Mephisto, quien, como brutalmente le recuerda Göering, no es un ser libre; apenas un adorno para el régimen, alguien que sabe distraer, divertir, y que debe limitarse a jugar ese papel. En suma: sólo un bufón y nada más que eso.