Artículos y reportajes
La cuna probable de toda una literatura

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Plaza España, en el barrio de Barracas, Buenos Aires
Plaza España, en el barrio de Barracas, Buenos Aires.

En las grandes capitales la gente ha dado en combinar el turismo tradicional con el denominado “turismo cultural”. Buenos Aires no constituye una excepción a esta nueva usanza, y así, a los tradicionales programas de promoción del tango como danza y como canción, se ha agregado en los últimos tiempos el acercamiento a dos figuras emblemáticas de la argentinidad: Jorge Luis Borges y Eva Perón. Los recorridos que los evocan comparten, paradójicamente, el cementerio de la Recoleta, un lugar que el escritor reivindicó siempre como paradero de sus huesos, y que la Abanderada de los Humildes nunca hubiera imaginado como último destino.

Pero existe un lugar en Buenos Aires —no sé si olvidado, no sé si opacado por sus paradigmáticos vecinos—, que puede mostrar una rancia estirpe literaria y, más aun, blasonar de ser la cuna de toda una literatura. Porque la humilde Barracas, el barrio del que estoy hablando, no debiera ser famosa sólo por las Tres esquinas que cantó Ángel Vargas, o por los tantísimos suspiros que, según consigna Héctor Pedro Bolmberg a través de Ignacio Corsini, dedicaron los soldados de cuatro cuarteles a la Pulpera de Santa Lucía; ni nada más que por haber hospedado a Samuel Tesler en el Hospicio de las Mercedes, o porque la casa de Alejandra Vidal Olmos quedaba en la calle Río Cuarto. Con el respeto que es debido a las obras señeras de Sábato y de Marechal, me parece que las palmas del triunfo debe llevárselas la plaza España, un pedazo baldío de la tierra de Buenos Aires que delimitan las avenidas Caseros y Amancio Alcorta y la calle Baigorri, donde se sitúa la acción de “El matadero”, cuento trabajosamente escrito por Esteban Echeverría entre 1837 y 1840, y que puede señalarse como la primicia de una nueva literatura: la hispanoamericana. Como sé que esta afirmación entraña riesgos, y puede (y debe) ser controvertida, me propongo por lo menos justificarla, para dejar en claro que no se trata de una opinión antojadiza.

En esta parte de América, la que aún reza a Jesucristo y aún habla en español, se ha escrito desde los tiempos de Cristóbal Colón, quien debe ser tenido por el primero de los cronistas. Como el género tuviera una miríada de cultores, nos serviremos para ilustrarlo de la cronología y la enumeración: Hernando Colón, hijo del Almirante; Diego Álvarez Chanca, fray Raimundo Pané, Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Bernal Díaz del Castillo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro Cieza de León, Agustín de Zárate, Pedro Sarmiento de Gamboa, Fray Gaspar de Carvajal y Fray Luis de Miranda. Para que esta necesariamente parca lista resulte menos incompleta, cabe también mencionar a sistematizadores de los nuevos conocimientos, como Martín Fernández de Enciso, y a algunos conquistadores como el mismísimo Hernán Cortés; ellos comprenden un lapso de más de un siglo, el que va desde el Descubrimiento hasta el advenimiento del Inca Garcilaso de la Vega, el escritor mestizo de linaje y sangre que, despuntando el siglo XVII, hace patente que en la escritura del castellano en América hay una vertiente nueva.

¿Puede considerarse literatura original y representativa del Nuevo Mundo a La Araucana, de Alonso de Ercilla, y a los inspirados versos y urticante prosa de sor Juana Inés de la Cruz? Me parece que no: tal vez resulte más atinado afirmar que la obra de aquél es un eco de las hazañosas aventuras de Ariosto y de Camões, y que en el caso de la monja mexicana, lo que vemos es un florecimiento del Barroco en las colonias, aunque ya no queden dudas de que en estas tierras puede nacer el genio. Los españoles así lo entienden, e incluyen a ambos en el patrimonio nacional, lo mismo que a las obras teatrales de otro mexicano célebre, Juan Ruiz de Alarcón, y a los escritos americanos de Mateo Alemán, el gran retratista de la picardía. Una digresión: sin otro mérito literario que la acuñación del gentilicio, La Argentina (1602), de Martín del Barco Centenera, nos ha legado el cantarín y dulce nombre de la patria.

Lo cierto es que la decadencia económica y política sufrida por España en el siglo XVIII se reflejó grandemente en su producción literaria, y no les fue mejor a los españoles afincados en América ni a los criollos: todos ellos se habían deslumbrado, como todo el mundo, con las letras francesas.

Y así llegamos, por tributo a la brevedad y la claridad expositiva, al siglo XIX, tiempo señalado porque por primera vez una corriente literaria pasó de las colonias a la metrópoli.

El responsable fue Esteban Echeverría, autor de Elvira, o la novia del Plata (1832), que precedió a El moro expósito del Duque de Rivas como primera experiencia romántica de la lengua. Primacía meramente temporal que debe completarse, necesariamente, con una obra de verdadero genio: el ya mencionado cuento “El matadero”, al que resulta difícil adscribir sin reservas al romanticismo, ya que estamos en presencia de una auténtica experimentación que por resultados merece comparecer ante la consideración general junto a sus más grandes contemporáneos. El tratamiento del tema, el lenguaje utilizado y la intencionalidad política del autor nos autorizan a hablar de una literatura nueva.

Es que no se escribía con crudeza tamaña en nuestro idioma desde el Siglo de Oro; no se había puesto nunca antes la mirada en el paisaje americano con la autoridad que sólo confieren la noción de cotidianeidad y la pertenencia; no se había censurado a los poderosos con tal gravedad desde los tiempos de Quevedo. Quién sabe cuál fue la intención primera del autor. Comienza pintando costumbres sin dejar de demorarse en la descripción del entorno; es capaz de esbozar psicologías y de contar una historia a la que la parábola no es extraña; insinúa pretensiones sociológicas avant la lettre y, por fin, suscribe una denuncia intensa de claro mensaje: la resistencia a los tiranos no la pagan los valientes con la moneda barata del sacrificio, también hay que estar dispuesto a afrontar la sevicia y el vejamen. Sarmiento irá tras los mismos pasos en Facundo.

Recorrer la geografía despareja de la Plaza España de Barracas puede llevarnos a aquellos tiempos en que allí estaba el Matadero del Sur, cuando la Avenida Montes de Oca era la Calle Larga, la calle Vieytes (y su tramo hoy denominado Dr. Ramón Carrillo) se llamaba Sola, y su prolongación hacia la ciudad, las actuales Salta o Santiago del Estero, eran el camino por el que el toro intentó en vano escaparle a la daga de Matasiete. Pasando la mole de la estación Constitución está el vecino San Telmo, y si se repecha la barranca rumbo al centro por Defensa, yo le aseguro que al entrar a Monserrat por el sur le atravesará el alma un aire del viejo Buenos Aires.

Esto que hemos intentado, seguramente, será refutado con indignación y justicia por los uruguayos, que ven en Hidalgo el primer poeta gauchesco, y consecuentemente, indicarán que habiendo género hay literatura; o por los venezolanos, que terciarán con la figura de Andrés Bello para reclamar primogenitura Entiendo que ambos tienen excelentes razones para disentir, pero persisto en mi juicio: Hidalgo no tiene la calidad suficiente (habrá que esperar a Ascasubi y a La refalosa [1851] para tener una obra maestra) y Bello, según apunta Anderson Imbert en su monumental estudio, es un poeta neoclásico más, aunque insigne gramático y lingüista.

De modo que si las recomendaciones lo han llevado a Nueva Pompeya, buscando el Sur de Homero Manzi, o lo han convidado a hurgar en los problemáticos y boqueses, sí que prostibularios, orígenes del tango, córrase al vecino barrio de Barracas, donde podrá pisar la tierra que, probablemente, dio origen a toda una literatura.