Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 24, del 19 de mayo de 1997

Las letras de la Tierra de Letras

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Dos cuentos

Wilfredo Carrizales

Necrodulia

La abuela de Pedro meaba parada. El me lo contó con gusto y poniendo mucha fruición en las palabras. (Yo no quise confesarle que en una ocasión —bajo un crepúsculo indefinido, para ser más preciso— descubrí a mi propia abuela, quien de pie, bajo el guanábano, parecía rezar, mientras el orine se le deslizaba por las piernas y formaba un charquito que amenazaba con inundarle las chancletas roídas. Un inolvidable placer constituyó para mí aquel magno espectáculo y cualquier referencia a un hecho similar me sume en inefable deleite). Pedro aseguraba que su abuela podía mear al tiempo que regaba las plantas del jardín y el olor a meados persistía aún mucho después de las lluvias.

La abuela de Pedro meaba como sólo podían hacerlo las viejas negras: ruidosamente, con alegría y exiliadas del mundo.

Al cumplirse el quinto año de su viudez, la abuela de Pedro se dirigió al cementerio y ordenó exhumar el esqueleto de su marido: un trinitario que llegó a medir un metro con noventa y tres centímetros.

El esqueleto fue desplegado sobre la grama del jardín. Todavía lo cubrían pedazos del flux azul marino y en uno de sus pies, una media se negaba a desprenderse, descolorida y mohosa. Todos los huesos se habían traído su buena porción de tierra parduzca.

Pedro observaba a su abuelo en un reiniciado diálogo. Su abuela le interrumpió y le mandó traer la manguera. Pedro abrió la llave. El agua brotó tumultuosa y salpicó el cráneo del abuelo. Unas gotas destellaron sobre la blanca superficie y diminutos arcoiris circunvolucionaron, efímeros, las cuencas vacías.

La abuela pasó una pierna por encima del esqueleto y comenzó a mear y a mear hasta que los huesos casi quedaron libres de tierra. Luego, urgió a Pedro: "Termina el lavado con la manguera".

Durante una semana, el esqueleto recibió alternadamente, a diario, una profusa meada y un manguerazo de agua limpia.

Al octavo día, los huesos relucían. La inmaculada pureza del blanco había dado lustre a una nueva naturaleza ósea.

La abuela vistió al esqueleto con un hermoso traje de casimir negro y le puso corbata y medias rojas y un par de zapatos oscuros de fino cuero.

Al final, le cepilló los dientes y dándole un beso, le dijo: "Es hora de irte".

En una camioneta pick-up azul, Studebaker del año '59, transportaron el parafinado féretro que contenía el esqueleto.

La abuela caminaba despacio, inmediatamente detrás, y, a pocos pasos, Pedro la seguía, pisando embobado el orine que fluía de la abuela y que se iba desplazando, a todo lo largo, calle abajo.


Pelea de perros

Don José y don Natalio, hijo y padre, de sesenta y ochenta años respectivamente, solían sacar cada tarde sus sillas de madera a la puerta de la calle. Se instalaban allí y su conversación siempre giraba en torno a sus vidas pasadas en el mundo del circo.

El primero en comenzar a hablar fue don Natalio.

"¿Te acuerdas, José, de aquella bailarina húngara que contratamos para nuestro circo? Ya se me olvidó su nombre. Tan rubia, tan llena de carnes...".

"Y tan puta", acotó rápidamente don José, poniendo excesivo énfasis en la afirmación.

Don Natalio le respondió, fastidiado:

"Por eso te acostaste innumerables veces con ella".

Don José tosió, algo incómodo. Volteó la cara don Natalio y sonrió con su acostumbrada malicia.

"En los ocho meses que estuvo con nosotros", continuó don Natalio, "no hubo pueblo o ciudad adonde lleváramos nuestra carpa que no la aplaudiera fascinado y subyugado por su arte".

En el pecho de ambos viejos, una sustancia relegada entró de nuevo en combustión.

Después de un breve silencio, don José exclamó:

"Maruzka, la dama magiar, así se hacía llamar. Cuando pienso en su triste fin, me dan ganas de matar a todos los perros".

Don Natalio emitió un suspiro, mezcla de congoja e indignación.

"La culpa en parte fue tuya, José".

"¿Mía por qué, papá?".

"Tú sabías que Lulú, la amaestradora de perros, no iba a tolerar que la engañaras con la bailarina. Yo te advertí, pero ya habías perdido la cabeza. La noche que caíste del trapecio estabas embriagado de esa hembra. Tu hijo Jesús te atajó y amortiguó tu caída, pero él quedó cojo para siempre. En esa ocasión, Lulú ideó su venganza".

"No quiero seguirte escuchando".

Don José intentó ponerse de pie. Su padre se lo impidió y le conminó a permanecer allí.

"Me oirás aunque revientes... Lulú infectó con mal de rabia al perro dogo y luego hizo que el animal mordiera a la húngara en varias partes del cuerpo. Lulú huyó por un lado y el perro, enloquecido, por otro. La húngara murió tres días después entre horribles convulsiones".

Los dientes de don José rechinaban ferozmente y sus ojos inyectados en sangre, manifestaban odio contra su padre.

Don Natalio echó una ojeada hacia el cruce de las calles y descubrió a un perro que orinaba con la pata levantada. Dirigió sus ojos don José al otro extremo de la calle y avistó a otro perro que caminaba hacia ellos.

Los dos perros se encontraron en medio de la calle. De inmediato empezaron a olisquearse los culos. Don José y don Natalio intercambiaron una mirada cómplice y al mismo tiempo se pusieron a azuzar a los perros.

Los canes, casi de idéntica contextura, comenzaron a morderse salvajemente, acompañando la pelea con temibles gruñidos.

Don José se puso de pie. Su rostro evidenciaba un intenso rencor. Con las manos crispadas y sin dejar de rechinar los dientes, previno a su padre:

"¡No vuelvas a mencionar el asunto de la bailarina! Me pongo rabioso y puedo morderte". Luego, tomó su silla y penetró a la casa, maldiciendo.

Don Natalio, con el rabo entre las piernas, decidió contemplar el combate de los perros y su sanguinario final, cuyas mejores dentelladas no se habían producido aún.


       


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Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983