Especial • Mario Vargas Llosa al claroscuro
Mario Vargas LlosaVargas Llosa: tres miradas personales

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Que Mario Vargas Llosa haya obtenido el Premio Nobel de Literatura es una noticia que a todos alegra y por muchas razones. Y no está mal que, ahora que la fama puede salpicar a muchos, todos digan, también por muchas y particulares razones, que son amigos del autor de La ciudad y los perros, como el presidente chileno, el rey de España, los hinchas de Universitario o yo.

Sabido es que incluso el propio Vargas Llosa había perdido la esperanza de obtener el premio luego de que estuviera en las listas de favoritos por más de veinte años. Allá por 1993 o 1994, poco después de que se premiara al mexicano Octavio Paz (1990), era inminente que se lo darían a nuestro compatriota, y hasta se habían preparado algunas celebraciones; entonces, mi amigo Hugo Yuén, poeta, abogado, periodista e infatigable peregrino nocturno, y yo, le escribimos una carta a Mario, dos o tres días antes de que se anunciara la noticia del premio, felicitándolo por haberlo ganado. Obviamente no ganó, pero unos días después recibimos la respuesta en fino papel membretado con el nombre de MVLL agradeciéndonos la deferencia y contándonos que le había emocionado nuestra carta. Tal vez esa haya sido la primera felicitación formal que recibió Vargas Llosa por haber ganado, dos décadas después, el esquivo premio.

Lo interesante es que a pesar de la fama y sus ocupaciones, Vargas Llosa no descuidaba responder a conocidos y desconocidos. Otro amigo arequipeño llevaba en la billetera una carta, ya descolorida y gastada, que el autor de La casa verde le escribió luego de haber leído un cuento suyo. Luego de conocerse lo del premio, otro amigo recordaba el momento en que, treinta y cinco años después, el intelectual peruano lo reconoció en una conferencia; él había ido a escuchar la conferencia del literato sin imaginar que éste recordaría que en su etapa universitaria habían recorrido juntos bares y prostíbulos de una ciudad del sur.

Tal vez fue el año 2000 cuando Vargas Llosa volvió a Arequipa para dictar conferencias y recibir homenajes y yo cumplía labores periodísticas. Siempre vi al escritor como alguien difícil de acceder, pero como tenía que cumplir el encargo reporteril lo seguí en una camioneta repleta de periodistas que tenían el mismo objetivo. Él iba en otro vehículo que, inexplicablemente, lo dejó solo en la puerta de la Facultad de Enfermería de la Universidad San Agustín de Arequipa; todos los demás lo esperarían en una sala de conferencias, lejos de allí. Me acerqué a él, lo saludé y caminamos y conversamos por más de una hora, de todo menos de literatura, hasta llegar a la sala donde lo esperaban, desordenados y apretados como siempre, decenas de periodistas. Entramos juntos, nos fotografiaron, y antes de despedirme saqué de mi maletín un ejemplar de La guerra del fin del mundo para que lo firmase, y yo le firmé ejemplares de mis libros de poesía, y nos dimos un fuerte abrazo.

No nos volvimos a ver ni a comunicar. Yo me desencanté de la figura mítica de Vargas Llosa, perdí la emoción de admirarlo, preferí no haber hablado nunca con él. Entonces pensé que esta anécdota la podría contar después de conocer la noticia de su muerte, pero preferí adelantarla para esta vez, en que más bien se deben alzar las copas para celebrarlo, es una inmejorable ocasión, porque además soy su amigo.

 

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A Mario Vargas Llosa sólo le faltaba que le den el premio de la policía canina o la medalla de honor de la tienda de la esquina. Ya lo había ganado todo y sólo el escurridizo Premio Nobel parecía esquivo con él. La mayoría dice que esta vez la Academia Sueca, encargada de otorgar este fabuloso premio, ha actuado con justicia, lo que es a su vez injusticia para autores como el novelista Ernesto Sabato o el poeta Juan Gelman y como lo fue para Jorge Luis Borges.

El peruano se había convertido, hace ya varios años, en un referente obligatorio en el proceso de la literatura universal gracias a su aporte en la renovación formal de la novela latinoamericana. De acuerdo al escueto comunicado de los organizadores y promotores del Nobel, el premio se le otorga en reconocimiento a la integridad de su obra, “por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes sobre la resistencia, la revuelta y la derrota individual”. Si bien esto es muy cierto, creo que esta mirada se puede apreciar mejor en su labor de periodista, y no precisamente en su obra narrativa, donde la ficción, la estética y el drama humano se han visto envueltos en una revolución artística promovida por él mismo y aprendida de otros genios como Flaubert, Faulkner u Onetti.

Paralelamente a la escritura y publicación de sus novelas, en las que recrea los ángulos más oscuros del poder, la violencia y el drama del hombre derrotado pero a la vez aferrado a sus esperanzas, Mario Vargas Llosa ha ejercido el periodismo con una lucidez envidiable. No se ha guardado nada. Se ha enfrentado a quienes tenía que enfrentarse y se ha aliado con quienes creía debería hacerlo. Su errático camino por la política, en el que ha ido del comunismo al liberalismo, y por lo que ha recibido las más fuertes y agrias críticas de sus detractores, ha resultado siendo, más bien, un ejemplo de trabajo ético, de consecuencia con lo que se piensa más allá de anclarse en un dogma, pensando en primer lugar en la condición humana, en las libertades y los derechos humanos.

Su trabajo periodístico, en el que se inició antes de cumplir los quince años, le enseñó a saber mirar la realidad, no sólo la peruana, sino la de una sociedad global heterogénea y siempre convulsionada, y al mismo tiempo a plantear ideas de cambio, renovación y transformación social. Probablemente sea el periodismo el oficio intelectual que más se vea beneficiado con la obra del autor de Contra viento y marea y Sables y utopías después de la narrativa. Sea oportunidad para repasar sus artículos periodísticos, sus crónicas respecto a sociedades y países convulsionados, sus entrevistas a escritores y líderes políticos, sus intervenciones en los foros intelectuales y sus discursos por los premios recibidos. Pero sobre todo sea oportunidad para aprender y practicar el buen periodismo.

 

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A Vargas Llosa lo odia medio mundo. Una estudiante de periodismo me decía que lo odiaba a muerte porque no entendía sus novelas, y esa opinión también vale. Unos intelectuales puneños decían que había que quemar sus libros porque siempre ponía al altiplano como zona de castigo de sus personajes, que mostraba a la sierra como el peor lugar del mundo; claro, era mala propaganda, y otros decían que nunca había revalorado las culturas quechua o aymara. Evo Morales y Hugo Chávez lo odian y hasta lo han expulsado de “sus” países. En Arequipa una estudiante lo odia luego de que no le quiso firmar su libro porque era pirata. Los cubanos lo odian, los chilenos le gritaron de todo cuando se apareció en la campaña presidencial de Piñera. Lo odian los que aman a Arguedas. Y hasta García Márquez lo odió luego de que le puso el ojo morado de un derechazo. La lista podría crecer, pero no se trata de eso.

Un intelectual siempre genera odios y fraternidades, y esos odios y esas fraternidades provienen de las ideas. Vargas Llosa fue atrevido desde su temprana juventud, revolucionó la narrativa; defendió las novelas de caballería a riesgo de terminar como el autor y personaje más notables de este género, Cervantes y don Quijote; criticó las dictaduras y el abuso de poder, retratándolos en sus novelas, reprochándolas en sus artículos periodísticos y combatiéndolas en sus ensayos. Se equivocó muchas veces, como en su informe sobre el caso Uchuraccay, que investigó la muerte de ocho periodistas en Ayacucho, como en su floja visión del terrorismo en su novela Historia de Mayta, o como en su mal cálculo político al postular a la presidencia del Perú. Y por eso también lo odian.

Precisamente esa relación de amor-odio que generan los artistas e intelectuales en la gente, especialmente en la gente común y corriente y los pobres de espíritu, es la que los termina por valorar. Y ahora estamos celebrando, incluido ese medio mundo que lo odia, el resultado y el valor de las ideas. A seguir celebrando mientras repasamos algunas de las más memorables páginas del autor de Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor, Los cachorros, Los cuadernos de Don Rigoberto, El hablador, El paraíso en la otra esquina, La señorita de Tacna, La fiesta del chivo y un largo etcétera.