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Comilona

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Hace unas semanas llegaron unos tipos bien extraños. Todos vestidos de negro, el pelo en la cara tan largo que les llegaba a cubrir el pecho. Surgieron de entre el verdor de la selva, avanzaron sin temor en medio de los perros ladrándoles, los niños calatos rodeándolos, las miradas hambrientas de la población. Llevaban un palo de madera en alto que los arrastraba hacia el centro de la aldea.

El jefe cortó su paso, los saludó a prudente distancia, sin quitar los ojos del palo en el que llevaban a alguien que parecía muerto, sangraba sin sangrar, tenía cara de sufrir mucho, pero no se quejaba. Uno de los de negro abrió una bolsa que llevaba al hombro, metió la mano y sacó un animal inmóvil con piel de serpiente, pero completamente negro, un destello dorado le iluminó el rostro. El bicho parecía una caja, pero no tardamos en darnos cuenta de que no tenía la rigidez de la madera sino el movimiento de las plantas al viento: ondulante, sinuoso. El de la bolsa le pasó la alimaña al más viejo, se acercó al jefe. Nuestro líder dio un par de pasos hacia atrás, todas las respiraciones quedaron suspendidas en el aire, sólo se oían los gritos lejanos de las aves y los monos. El viejo se alejaba del barbudo, quien azuzaba a su bicho a morder a nuestro líder. Entonces su boca se movió, pero no entendimos lo que dijo. El viejo agitó el bicho en su mano, o quizás fue el bicho el que agitó su mano; volvió la cara hacia el muerto y dijo algo incomprensible otra vez, señaló al sangrante, volvió a agitar al animal, o el animal quería escapar, no lo sé. El bicho de piel de culebra tenía miles de patas que se movían desesperadamente, luchaban con fuerza por soltarse, correr hacia nuestro jefe, atacarlo, morderlo.

El viejo acercó al animal de mil patas hacia su pecho, lo besó en el lomo: el bicho se aquietó, satisfecho con las caricias de aquel brujo. Miró alrededor, suspiró y habló de nuevo. El dueño del animal se acercó, lo cogió con cuidado, lo acarició y besó, lo guardó en la bolsa, retornó a su lugar en el grupo de extranjeros. A una señal del viejo, todos los visitantes se arrodillaron alrededor del muerto, juntaron las manos, entonaron lo que, lo supimos de inmediato, eran sus cánticos de guerra. El jefe cayó en cuenta del peligro y ordenó el ataque. Les caímos encima con todo lo que teníamos a la mano. Lo extraño fue que no se resistieron, más bien siguieron con sus cantos, ¿para qué se preparan a pelear si no van a mover un dedo? Al cabo de unos minutos, los invasores estaban todos muertos.

El jefe se acercó: era un hombre de madera ensangrentado, coronado con plantas espinosas, clavado por las manos y pies en un par de palos cruzados. Extraño, ¿se lo habrían comido? ¿Sería una forma de cocinarlo? ¿Pensaban hacer eso con nosotros? El jefe se lo llevó como trofeo. Yo, que no puedo con mi curiosidad, busqué al dueño del animal de piel de culebra. Con mucho cuidado abrí la bolsa, no fuera a saltarme a la cara. No se sentía movimiento, tal vez también habría muerto. Al fin lo encontré, asustado, al fondo de la bolsa. No te voy a matar, lo acaricié. Su piel era efectivamente como la de los reptiles pero más dura. El bicho no respiraba, estaba muerto.

La gente del pueblo escudriñaba entre los cadáveres de los invasores buscando algo útil, pero sólo encontraron más bichos de piel de serpiente, todos muertos. Al rato, el jefe mandó silencio, anunció una gran comilona de invasores muertos. La alegría fue total.