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Poemas

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Los recuerdos II

Cuando los recuerdos se agolpan en la memoria
ya poco o nada se puede hacer.
No importa que los claves, que los hundas en el olvido.
Como la mitológica cabeza de Hidra reaparecen
para echarte a perder la vida de una vez.

Ahora mismo me veo de niño
apurando dos cucharadas de la emulsión de Scott,
para fortalecer mis huesos,
y evitar el raquitismo y las escrófulas.

Con los ojos y los oídos de la memoria
veo a Tete Peña improvisar discursos
mientras Chito, Buli y Purrungo lo empujaban a casa
por el callejón de Ñico, siempre polvoriento.

Tampoco olvido al inefable Panito ordenando a papá su desayuno:
“un café con leche muy caliente, Don Juan,
y no olvide el pan con burundanga”.

Creo escuchar todavía a mi hermano Roger
encaramado al techo del zaguán gritarle a Jesús,
“alcánzame la pistolera, Pelencho, alcánzame la pistolera”.
Y a mamá, histérica, gritar, llevando sus manos a la cabeza:
“René Dayyyyreee, vas a acabar conmigo”
y yo escondido en un rincón apretando los dientes.

¿Qué no daría yo ahora por escuchar de nuevo a mi madre gritar
René Daaayyreee hasta perder la voz?

 

Para soñarte

A San Cristóbal de La Habana

Antes que el tiempo borre las cosas
voy a devolverte a mi vida,
mágica ciudad de mi memoria.

Tú amparas al amante desgarrado
que oculta en una sombra de vergüenza
el nombre de su amor.

Abres tus puertas al posible suicida,
al poeta delirante, al bohemio empedernido.

Al atardecer junto al muro cantado por Varela*
ofreces un espectáculo único:
el desfile inigualable de las rosas carnales,
jóvenes priápicos, mulatas cálidas.

Eres la ciudad más frívola
asentada en los dominios de Yemayá,
eterna madre de las aguas y los espíritus.

* Carlos Varela “El Muro”

 

Solitude IV

A Ivette Marie, por si un día la asalta la soledad.

En aquel viejo templo
apenas sostenido por cariátides que se desmoronan.
Y espectros que deambulan con ojos y labios calcinados,
te descubro espiándome desde un rincón.
—Oh, tú, mi antigua compañera.
Y te unes al desfile espectral,
para luego desvanecerte en la nada,
y regresar en las notas lánguidas de un adagio.

 

Poema

A Ivette Marie, que también conoció el desamor.

Cuando las palabras cambian de lugar
y en vez de mío escribes tuyo.
Y te despides con besos en lugar de hasta luego
es que llegó el amor.
Un rejuego de la serotonina en tu cerebro.
Un oscuro, indefinible sentimiento que se arrincona,
en cualquier parte de ti.
Pero, cuidado,
que el desamor,
es un viento que silba entre los árboles
y cuando menos lo esperes
se adueña de tu ser
y te devora.

 

Pequeño salmo de despedida

Cuando me salga de ti
cuando rompa el cerco
que me tienden tus brazos,
no intentes retenerme.

Hazte a un lado
quédate fijo, inmóvil.
Una parte de mi quedó impresa
en el llanto enjugado en tu pañuelo.
No me busques en una lápida.
Me ocultaré junto al sol en cada ocaso,
búscame entonces al romper el alba
en la brisa que mueve los naranjos.

Yo haré camino despacio, lentamente
hasta encontrar un lugar para esperarte.

 

Poema para un pintor

A la memoria de Miguel Barco, pintor.

Quizá porque nunca tomaste en serio tu arte
anduviste siempre a medio camino
entre el genio y la locura.

Tampoco te importó mucho la vida
y cuando la Gran Enamorada vino a buscarte
hacía ya tiempo que habías hundido tus pies
en el polvo de los días.

Cuando la nostalgia nos cae encima, Miguel,
se vuelve siempre inoportuna
y nos asedia a ratos con recuerdos.

Ahora mismo no puedo evitar recordarte
con tu risa hilarante cuando hacías alguna travesura
como aquella de colgarle un rótulo a mi puerta
con la leyenda:
“Aquí viven Rimbaud y Verlaine”
sólo para provocar la curiosidad de mi vecina.

Había que ver la cara que nos puso cuando dijo:
“¿y ahora, qué nueva pajarería es esa?”
y todos reímos.

O cuando me trajiste Archipiélago Gulag quemándote las manos
y luego nos pusimos a leer a Gramsci cuando estaba prohibido.

Ahora, me cuentan, la gente en Cuba lee a Gramsci, sin tomar tantos riesgos.
¡Los tiempos cambian, Miguel, los tiempos cambian!
Pero, qué lástima que ya no estés.
¡Que te hayas escondido!