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Eisenstein en México: ¡que viva el cine!

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Serguei M. Eisenstein
Serguei M. Eisenstein.
 

Uno de los puntos más altos —y más merecidos— del orgullo mexicano es el haber sido puerto abrigado para todos los exilios del siglo XX. Publican esta bella prenda, entre muchos, los derrotados españoles generosamente recogidos por el presidente Lázaro Cárdenas, los cubanos evadidos de la férula batistiana y nuestros miles de compatriotas perseguidos en los años de plomo; con estos últimos la tierra azteca fue tan generosa en pan y cobijo, que son llamados y se reivindican con el cariñoso apelativo de “los argenmex”.

Y Trotsky. Cuando nadie en el mundo se atrevía a malquistarse con Stalin o con los estados capitalistas, o aun a recibir en su seno al apóstol de la revolución permanente, México, generoso y seguro de sí mismo, acogió al perseguido.

Exilios políticos, exilios económicos, pero también exilios artísticos, que así podrían denominarse los que vivieron en México Serguei M. Eisenstein y Luis Buñuel; ninguna historia del cine estaría completa sin el abordaje meduloso de estas dos experiencias personales y estéticas de dos de los más grandes creadores de todos los tiempos.

Este artículo pretende evocar la aventura mexicana del director soviético como una encrucijada decisiva de su vida, hecha de estudio, práctica y desarrollo teórico...

“¡Que viva México!”, de Serguei M. EisensteinSerguei Mikhailovich Eisenstein (Riga, 1898; Moscú, 1948) se había consolidado como uno de los mayores nombres del arte mudo cuando, acompañado de sus amigos y colaboradores Edvard Tissé y Grigori Alexandrov, llegó a los Estados Unidos en 1930. Su objetivo: trabajar en la gran industria y, de paso, aprender los métodos de sonorización que el cine había irreversiblemente encarado por aquellos años. Pero las diferencias conceptuales surgidas entre el director y sus productores capitalistas le impidieron rodar la adaptación de An american tragedy, de Theodore Dreiser. La falta de dinero y la persecución de que fue objeto lo llevaron a aceptar la propuesta de Charles Chaplin de hacer un film “mexicano” producido por el escritor Upton Sinclair; así, en 1931 cruzó la frontera para emprender un ambicioso proyecto, destinado a convertirse en su mayor frustración.

¡Que viva México! (1931), como todas las películas que había filmado Eisenstein hasta ese momento, nació de un bosquejo tan sencillo como agudo; lo que llamaríamos un diagnóstico, un informe de situación. Conmovieron su extremada sensibilidad de artista los grandes desiertos, los impresionantes testimonios de piedra de las civilizaciones muertas, el mestizaje cultural y, por supuesto, la manifestación evidente de la violencia como emergente de siglos de transculturación y sometimiento. Consecuentemente, fue capaz de detectar la presencia inquietante y ubicua de la muerte en la vida y el alma de la nación:

(...) Muerte. Cráneos humanos. Y cráneos de piedra. Los horribles dioses aztecas y las espantosas deidades de Yucatán (...). Y la gran sabiduría de México sobre la muerte. La unidad de la muerte y de la vida. El paso de una y el nacimiento de la otra. El eterno círculo. Y la sabiduría aun mayor de México: el saber disfrutar de ese eterno círculo. Día de los difuntos en México. El día de mayor diversión y regocijo. El día en que México provoca a la muerte y se ríe de ella. Las muerte es tan sólo un paso a otro ciclo de la vida, ¿por qué temerla, pues? (...).1

No queremos extendernos ociosamente en lo que es harto conocido: Eisenstein rodó setenta mil metros correspondientes al Prólogo y al Epílogo y a los episodios Sandunga, Maguey y Fiesta; Soldadera quedó en proyecto.

Es común —y muy cierto en gran parte— afirmar que las presiones políticas fueron la causa del fracaso del “film mexicano de Eisenstein”. Empero, creemos que el método del realizador —tan personalísimo como anárquico, tan exuberante como genial— debieron hacer mella en Sinclair y su familia, que ante las primeras dificultades vendieron todo el material con el sólo objeto de recuperar el capital invertido. Es que Eisenstein, contrariamente a lo que sostenían Griffith y el otro gran director soviético Pudovkin, postulaba que el film nacía recién en la mesa de montaje, no siendo hasta entonces más que trozos de celuloide a los que el planteo dialéctico del realizador darían oportunamente vida y significación. Entregaron el material a otros con fines puramente comerciales.2 Hubo que esperar hasta 1979 para que Grigori Alexandrov, sobreviviente de la empresa, intentara un montaje “definitivo” de ¡Que viva México! Como el mismo Alexandrov advierte al final del film, nunca sabremos lo que éste hubiera sido según las ideas de Eisenstein. Hemos visto esta versión y resulta patente que carece del hálito vivificante y demiúrgico de su inspirador. De todas maneras, las imágenes son deslumbrantes.

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Así como Eisenstein estaba llamado a dejar una impronta indeleble en el cine mexicano, México y su polimórfica cultura quizás contribuyeran a madurar en el mayor teórico del cine una profunda revisión del cogollo mismo de su pensamiento: nada menos que el concepto de montaje.

Ya hemos adelantado que nuestro director oponía el choque de dos ideas vertidas en sendos trozos de película, que producirían a una tercera en el espectador, a la escuela clásica americana cristalizada por David W. Griffith en El nacimiento de una nación (1915), que preconizaba la narración cinematográfica como un fluir o concatenación de las imágenes. Estas dos posturas dieron lugar a acalorados debates en la Unión Soviética con Vsevolod Pudovkin, partidario del “guión de hierro”. Sin embargo, Eisenstein abandonó con el tiempo su postura a todo trance a favor del montaje-choque, y es posible que la abigarrada realidad mexicana, en la que conviven elementos de las culturas indígena, hispánica y mestiza, le haya sugerido que los diversos trozos de película, como los diferentes escorzos de la proteica vida, pueden no confluir en un solo y necesario resultado. En otras palabras, concluyó que resulta posible la síntesis dialéctica en la composición de un solo plano; más aun, ésta es necesaria cuando ese plano contiene elementos tan diversificados que pueden llevarnos fácilmente a la confusión.

(...) Estamos acostumbrados a efectuar, casi automáticamente, una generalización deductiva terminante cuando dos objetos cualesquiera separados son colocados, ante nosotros, uno junto al otro. (...)

Supongamos, por ejemplo, una tumba y una mujer de luto llorando; difícilmente dejará alguien de llegar a esta conclusión: una viuda. Es precisamente en esta característica de nuestra percepción que se basa el efecto de un cuento corto de Ambrose Bierce. Pertenece a sus Fantastic Fables y se titula The Inconsolable Widow:

Una mujer con manto de viuda estaba llorando sobre una tumba.

“Consuélese usted, señora”, dijo un forastero compasivo. “La misericordia del cielo es infinita. En algún sitio habrá otro hombre, aparte de su marido, con quien usted pueda aún ser feliz”.

“Había”, sollozó, “había, pero esta es su tumba”.

(...) ¿Cuál fue nuestra “tergiversación” respecto a este fenómeno indiscutible?

El error consistió en exagerar las posibilidades de la yuxtaposición, mientras parecía prestarse menor atención al problema de analizar el material que se yuxtaponía (...).3

Audacia simplificadora sería atribuir sólo a la estada en México de Eisenstein la revisión de sus teorías sobre el montaje, pero... ¿es posible no ver en las cuidadas composiciones de los frailes y las calaveras y del campesino transfigurado en planta de maguey que ilustran esta nota el resultado de un asalto cultural a sus convicciones? Juzgue esta teoría el paciente (y cinéfilo) lector.

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“¡Que viva México!”, de Serguei M. EisensteinGrande fue, pues, el impacto que recibió Eisenstein en su paso por México, como grande y fructífera resultó para el incipiente cine mexicano su estadía en el país. El indigenismo de Emilio Fernández y la visión antropológica del arte cinematográfico, ejemplo de la cual es Redes (1936), segundo trabajo de Fred Zinnemann, se beneficiaron de sus aportes. Junto a la carrera de Buñuel, dicho sea esto sin desmerecer una tradición industrial y estética variada y rica, estos dos aportes colocaron a México en el primer plano de la forma artística por excelencia del siglo que pasó.

Y ya que de cine mexicano hablamos, por respetuosa, entrañable y vital no debe olvidarse la estrecha relación que une a México con la obra de los grandes realizadores estadounidenses John Huston y Sam Peckinpah, que vivieron en el país, filmaron y ambientaron en él algunas de sus películas y llegaron a considerarlo su patria espiritual.

 

Referencias

  1. Primer bosquejo de ¡Que viva México!, autógrafo incompleto enviado por el director a Upton Sinclair antes de comenzar la producción del film. Colección Eisenstein del Museo-Biblioteca de Arte Moderno Cinematográfico de Nueva York.
  2. Sol Lesser hizo Tormenta sobre México, montaje siguiendo el plan completo y Eisenstein en México y Día de difuntos, dos cortos, todos en 1933. Marie Seaton, por su parte, siguiendo el guión del director, firmó en 1939 Time in the Sun.
  3. Sergio M. Eisenstein, The Film Sense, Cap. I. Recopilación de ensayos del autor por su discípulo e historiador del cine ruso y soviético Jay Leda, 1942. Traducciones al castellano: El sentido del cine, Buenos Aires, Ediciones La Reja, 1958 y Siglo XXI Editores, 1974.