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Antonio Esteban AgüeroAvatares en la vida y la poesía de Antonio Esteban Agüero

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Un complejo entramado de causas objetivas y subjetivas puede llegar a determinar la peculiaridad de un poeta, en lo que hace al reconocimiento masivo y a la valoración integral de su obra. Circunstancias impredecibles, inmanejables, que muchas veces no guardan relación directa con motivos estrictamente artísticos, a algunos les significa la fama y a otros la oscuridad.

El caso de Antonio Esteban Agüero (Piedra Blanca, 1917; San Luis, 1970) puede, a nuestro juicio, ser ejemplo del artista casi ignorado por los grandes públicos, los críticos, las academias y la aturdida fama; algo así como la víctima de una dialéctica perversa, porque la última es lo único que otorga la ejecutoria de maestro que llama la atención de los tres primeros. En otra ocasión nos hemos ocupado de este notable poeta puntano (ver Proa, Nº 58, septiembre de 2003) y de su extraña circunstancia: hoy lo haremos una vez más, con mayor profundidad si ello nos es posible, tratando de penetrar un fenómeno que parece sociológico antes que personal.

 

Desde dónde, cuándo y cómo

Es dable observar que un hecho del hombre —descubrimiento, campaña militar o simplemente un poema— no merece la misma consideración de sus contemporáneos con independencia del lugar de su realización. Del mismo modo, parece evidente que hay ocasiones en el tiempo que ayudan a que ese acto o esa obra puedan llegar a ocupar un lugar de privilegio en la memoria compartida. Este plexo de vinculaciones entre el individuo, su lugar y su tiempo, configura lo que nos tomaremos la libertad de denominar causas objetivas. Ya volveremos sobre ellas.

También merece nuestro examen la predisposición de dicho individuo hacia su entorno social, es decir, qué opinión le merecen las relaciones en que éste se desenvuelve, así como su herencia cultural, y qué peso tiene todo ello en su actitud ante la vida y el mundo. Así, entendemos que es lícito afirmar, dejando a salvo las aptitudes innatas de cada uno, que resulta muy difícil o derechamente imposible sustraerse a las condiciones objetivas del entorno, tanto en la labor creativa como en su apreciación; y que, en el mismo orden de ideas, deben sopesarse cuidadosamente esas condiciones objetivas a la luz de las cuales se ha elegido el camino buscado de todos y hallado por pocos, que con propiedad llamamos estilo. Esta palabra de raíz griega pasó al latín como stilus, y nombra al punzón con el que los antiguos trazaban signos en las tablas enceradas; en sentido figurado, alude a las improntas que de tal o cual modo dejamos los hombres en la materia laborable y sensible de nuestras vidas: a grandes rasgos, son las causas subjetivas. También esto merecerá otro comentario.

Por su advenimiento a las letras argentinas, Antonio Esteban Agüero pertenece a la denominada “Generación del 40”, gente que supo o debió tomar distancia de las pirotecnias vanguardistas de sus predecesores connacionales y latinoamericanos. Hubo entre ellos quienes optaron por la celebración del solar natal, mientras que otros se decidieron por una perspectiva más audaz, universalista y abstracta. De entre los primeros brillan aún en nuestros días los nombres de Manuel J. Castilla (1918-1980) y Olga Orozco (1920-1999); entre los segundos resultan insoslayables los de Alberto Girri (1918-1991) y, sobre todo, por su trascendencia internacional, Juan Rodolfo Wilcock (1919)-1978). Finalmente, porque su afinidad con Agüero es grande, así como son incuestionables sus méritos literarios, no queremos ni debemos olvidar a nuestro querido y admirado amigo León Benarós (1915), el fino poeta de El rostro inmarcesible.

Pues bien, en ese marco temporal, que responde al de una Argentina que empieza a despertar de su frágil sueño de opulencia, y a un mundo desgajado y roto por la guerra y las antinomias ideológicas, canta su canto sencillo, límpido y nostálgico el hijo de la villa de Merlo. Alejado —y esto no es un asunto menor— geográficamente de Buenos Aires, miembro de una linajuda familia lugareña, actor en un escenario económico y político de un medio “felizmente” anquilosado, en el que todo es previsible y en el que todo cambio para ser aceptado debe venir desde arriba, la poesía de Agüero gusta regodearse en una pastoril Arcadia que tuvo al alcance de su recuerdo, y a la que percibía apenas amenazada por el progreso. Ello lo llevó a consolarse:

Quién creyera que en este duro siglo
ruidoso de metales yo encontrara
un secreto lugar, un cielo amigo,
bosque sin gentes, olorosas aguas
un cielo sin aviones,
una brisa sin muros, perfumada,
una soledad perfecta y silenciosa,
y un poblado silencio sin palabras.

(...)

—No vengáis a mi tierra; perdonadme
este raro deseo; tiembla mi alma
por la suerte de este aire sin aviones,
de este viento sin muros, de esta clara
inutilidad del arroyo; tiemblo, temo,
por la fuga lunar de las majadas.

(Poema VI, Pastorales, 1939)

A celebrar:

Acá por piedras y montes
vivo mi vida encerrado;
gustando soles y lunas,
noches y días muy claros
luz amarilla en Otoño,
tibio verdor en Verano.
Gustando soles y lunas
vivo mi vida encerrado
en este anillo de montes
de un viejo valle puntano.

Tengo un manojo de libros,
la fresca paz de mi cuarto,
y una ventana que se abre
sobre el dolor de los campos:
—torcidas ramas de tala,
rugosa faz de quebracho—
dolor antiguo la pena
sedienta y fiel de mi campo

(...)

(“Romance de mi vida aldeana”, Romancero aldeano, 1938).

Y, dueño del paso de las horas, a disponer el modo de su muerte:

Tengo elegido el lugar
a la vera del arroyo
donde la muerte me apague
El corazón, este rojo
corazón, árbol de sangre
lleno de pájaros de oro

(...)

He de morir de tristeza
o de alegría, de pronto,
con una rápida muerte...
no sé si un hilillo rojo
unirá mi pecho abierto
con el agua del arroyo.

(...)

En el sendero las ranas
me cantarán el responso.
Y un pobre grillo apenado,
hará mi lírico elogio.

(“Poema de mi muerte en el campo”, Pastorales, 1939).

¿Qué nos sugieren estos poemas? A la hora de la ponderación, en el doble sentido de sopesar y encarecer, no ha de olvidarse que nadie es capaz de escapar a su tiempo. He aquí a un hombre refractario a las manipulaciones formales —que son el reflejo de disconformismos personales y sociales— satisfecho de su destino. Aunque nunca insensible a las desigualdades del mundo, se lo ve más proclive a describir que a analizar, a pintar los fenómenos antes que a interrogarse por ellos. Para proponer rupturas es necesario tomar distancia, “salirse” de un ámbito; así, esta ruptura es en principio imposible (o dificultosa) cuando uno está más o menos conformado a sus circunstancias. Señala Hegel (“Introducción a la historia de la filosofía”, Suplemento, II): “La estructura determinada de una filosofía es, por tanto, no sólo simultánea con una determinada configuración del pueblo en que se presenta, con su constitución y forma de gobierno, con la moralidad, vida social, aptitudes, costumbres y con las comodidades del mismo, sino con sus ensayos y logros en el arte y en la ciencia, con su religión, en general, con sus relaciones bélicas y externas, con la decadencia de los Estados en que este principio determinado se ha hecho vigente...”.

(...) “Si la indiferencia o la insatisfacción penetra en su existencia viviente, frente a ella tiene que huir a los espacios del pensamiento. Sócrates y Platón ya no encontraban ninguna satisfacción en la vida del Estado ateniense. Platón buscó algo mejor que hacer al lado de Dionisio. Por Roma se difundió la filosofía, lo mismo que la religión cristiana, bajo los emperadores, en una época de infelicidad para el mundo y de decadencia de la vida política. La perspectiva idealista del gran filósofo de la historia fue tomada, invirtiéndola, por el pensamiento marxista al describir el comportamiento social como la relación entre dos estamentos: la infraestructura económica y la súper estructura ideológica y política. En la primera se localizan las relaciones de producción y las fuerzas productivas, que son las que condicionan y determinan en última instancia la composición y el desarrollo de la segunda” (véase: Marta Harnecker: Los conceptos elementales del materialismo histórico, Ed. Siglo XXI, México, 1969).

En la súper estructura encontramos no sólo a la filosofía; también están las instituciones estatales, el corpus jurídico, tal vez el idioma y la ciencia, la cultura en general. Por eso, cuando los cambios de la infraestructura, aunque imperceptibles para la mayoría, son detectados por los ingenios más agudos —entre los que se cuentan los artistas— se producen las manifestaciones estéticas de ruptura. En otras palabras, el “espíritu” del creador “huye” de una realidad social que le es hostil, o extraña, y trata de reflejar el nuevo estado de las cosas, con lo que retornamos armoniosamente a Hegel.

¿Es necesario remarcar que San Luis, en los años treinta del siglo pasado, estaba tan lejos del Berlín de entreguerras como lo había estado de la bullente París de los jóvenes que asesinaron estéticamente a la “belle époque”?

 

Una pequeña obra maestra

Ya fue dicho en estas páginas: en el arte de Agüero es posible remontarse desde los romances viejos hasta Hernández y García Lorca, pasando con provecho por los místicos del Siglo de Oro, especialmente san Juan de la Cruz y fray Luis de León, Garcilaso y Lope de Vega, Bécquer y Zorrilla, Darío, Lugones y los Machado. No recibió influencias extrañas a nuestra lengua sino a través de aquellos grandes. Hay quien considerará esa formación vulnerable por carecer de otros aportes o inquietudes, específicamente los que labraron las grandes corrientes del medio siglo. Otros, en cuyo número nos contamos, preferirán ver en ese temperamento una loable pertinacia en el cultivo de ciertas formas clásicas, que revela agradecimiento y admiración. ¿O acaso Miguel Hernández no se dio la mano con los más grandes poetas del idioma cuando escribió su Elegía en los mismos tercetos endecasílabos que en perfección castellana había estampado Quevedo en la Epístola satírica y censoria? ¿Y Dante, no había hecho lo mismo trescientos años atrás, con los divinos versos de La Comedia? Preservar y transmitir, en materia de artes, puede ser a veces tan importante como renovar.

Por ejemplo, ciertos creadores son merecidamente recordados por ser los primeros en decir algo, pero otros pueden alcanzar igual estima cuando la lectura de su obra nos da la sensación de que ese tema ya no podrá ser abordado jamás, sin la mengua que presupone el recuerdo de su ilustre precedente. Sobran ejemplos en la literatura, y dejaremos que cada lector escoja el suyo. Tan señalada impronta, nos parece, es la que Agüero consiguió con su poemario Un hombre dice su pequeño país (1960), en el que cantó para siempre con palabra maestra tipos, historia, paisajes, hábitos y perfumes de su provincia natal, confiriéndoles el valor y la nota ilustre de la universalidad.

Aunque el andar de los años había traído a nuestro poeta cierta visión sombría y una inquietud metafísica de las que dejó testimonio en los irreprochables sonetos de Cementerio de pájaros (¿1940-1947?):

Aquí, aquí dentro del pecho mío
siento el hondo trabajo de la Muerte;
dientecillos, los suyos, de rocío,
de musgo fiel y de diamante fuerte.

En mi sangre trabaja; en el estío
de mis venas es pájaro y serpiente;
y es la guerra del fuego contra el frío
En un clima de angustia permanente.

Oye cómo se enroscan los anillos;
siente cómo en el hueco de la rosa
teje y teje una araña su tiniebla;

mira cómo los ojos amarillos
vigilan que la sangre luminosa
pronto se torne manantial de niebla.

(“La muerte y yo”)

 

Descubrí calaveras, calaveras
calaveras de tordo y golondrina
no mayores que frutos de moreras
calaveras de formas femeninas.

Como flores de raras primaveras,
como fresas de carne blanquecina,
como mínimas lunas verdaderas
sobre la falda de la hierba fina.

Allí estaba la sabia calavera
del lechuzo sutil, la guardadora
de los mensajes de la brujería.

Y allí estaba la grácil calavera
—por tan menuda casi aterradora—
del picaflor en gesto de agonía

(“Las calaveras”)

Cuando el diario Clarín convocó a un concurso de poesía adhiriéndose a los festejos del Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, Agüero optó por los temas de la tierra natal, largamente madurados, para participar de la justa que tendría el juicio severo de Enrique Larreta, Fermín Estrella Gutiérrez y Jorge Luis Borges. La autenticidad, la vibración, el decir castizo de su lugar y de sus cosas, le valieron el reconocimiento unánime del jurado.

Así:

El idioma nos vino con las naves,
sobre arcabuces y metal de espada,
cabalgando la muerte y destruyendo
la memoria y el quipo del Amauta;
fue contienda también la del idioma,
dura guerra también, sorda batalla,
entre un bando de oscuros ruiseñores
con su pico de sierpe acorazada
y zorzales y tímidas bumbunas
que la voz y la sangre circulaban
del abuelo diaguita o michilingue
con persistencia de remota llama;
rotas fueron las voces ancestrales,
perseguidas, mordidas, martilladas
por un loco rencor sobre la boca
del hombre inerme y la mujer violada.

(...)

(“Digo la tonada”)

También:

COMPATRIOTAS, dejadme que celebre,
con emoción de corazón fraterno,
los oficios del hombre que trabaja
bajo la luz de mi país pequeño,
mientras pulso guitarras interiores
y la calandria se remonta al cielo.

(...)

(“Digo los oficios”)

Y uno más, entre tantos otros:

¿Y ese tenue temor inadvertido
que llega a mí sobre el silencio blando
del aire montañés con la sorpresa
de son de mar en caracol guardado?
¿Y esa música azul? ¿Y esos cristales
suavemente tañidos y vibrados?
¿Y esa flauta de acentos campesinos
que murmura detrás de los collados?
Son los arroyos de mi tierra, el cielo,
que ha preferido descender cantando
por arterias de cerro y de llanura
líquido cielo musicalizado.

(“Digo los arroyos”)

Pocas veces, en nuestra literatura, la aldea supo de manera tan contundente ser el reflejo del mundo.

 

Conclusión

Estos apuntes han querido dar testimonio de la obra de un poeta que creemos merece una relectura, al tiempo que han procurado, si no desentrañar, por lo menos aproximarse a las causas que hasta hoy lo mantienen alejado del favor masivo de los amantes de la poesía.

Se esbozaron causas políticas, económicas y humanas: ojalá nos valgan las buenas intenciones. Pero dar una conclusión, en tanto oficio de sabios, nos excede. Podemos arriesgar opiniones y tratar de comprender, tal como hemos hecho, por qué Agüero escribió lo que escribió, y cuáles fueron las causas que lo llevaron a preferir el clasicismo, corriendo el riesgo de ser tachado de anacrónico. Sin embargo, persistió en su intuición y nos legó páginas perdurables. ¿Quizás tuvo presentes las palabras de Antonio Machado a propósito de La tierra de Alvargonzález, una obra tan cercana a su temperamento, y de tan entrañable patronazgo?

Pensé que la misión del poeta es inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía y quise escribir un nuevo romancero.

Aunque el sevillano abandonó luego ese camino, tal vez lo abriera para otros. Sus palabras, siempre luminosas, nos placen como conclusión, y por tal las consignamos.