Letras
¿Y qué contaba el viento?

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¡Qué somos sino memoria, lo que creemos que somos!

Andrew Mc Newton

¡Ay, la evocación de mi infancia! ¿Me será permitido detenerme ahí unos momentos, a riesgo de sufrir delación por un exceso de debilidad, de solicitud en favor de los argumentos propios? Mas, ¿por qué no, me digo, a sabiendas de la implícita razón de debilidad, que acepto? (¿Y habrás de permitírmelo tú, lector —y tú, memoria— destinatarios de mis exiguos secretos?)

Recuerdo todavía la casa de piedra, de granito desnudo, y el olor a mar. Esta es la imagen más primitiva de mí —de mi circunstancia— a la que puedo remontarme en la memoria.

Era solo una imagen, una imagen del tiempo, con lo que ello tiene de realidad y ficción, de realidad y deseo. Luego, no obstante, me habrían de confirmar que, en efecto, había nacido en esa misma casa próxima al mar, un día de agosto de intenso calor. Como es lógico —al menos para mí y mi mundo imaginario— traté de elaborar una situación posible respecto del día de mi nacimiento, pero a lo más que puedo alcanzar es al escenario: un día caluroso de verano a la hora aproximada de las tres de la tarde. El cielo era una lumbre errante y los dioses estaban a la sombra.

Afortunadamente, la playa estaba a los pies de la casa.

En un lugar geográficamente recogido como el que nací, una rada interior, dentro de la ría, al abrigo del mar abierto, el sol ejerce un dominio muy preciso en los meses más altos del verano. Templa el mar desde los primeros rayos del amanecer y, por lo regular, a eso del mediodía, se levanta una pequeña brisa del norte que llega a alterar la superficie del agua. Pero únicamente la superficie, y más que alterar pudiera decirse que crea una rugosidad muy fina que añade al amplio sosiego, al escenario de la mañana, un punto de equilibrio.

Luego, como quiera que el sol discurre alto y fuerte por su camino inmaculado del cielo, se disipa la brisa y vuelve la planicie densa y cálida a dominar la visión del mar. A partir de ese momento, hacia las tres de la tarde, va adquiriendo notoriedad la temperatura y la humedad ambiente; desciende la presión y el cuerpo se ve abordado por una dulce sensación cansina. Pesan los miembros pero no ejerce rebelión alguna la escasa fuerza interior. Al contrario, acepta el peso. Es como si descendiese el punto de gravedad que nos sustenta; se aceptase la lentitud de los movimientos con resignada mansedumbre.

El sol, a intervalos, da un reflejo ácido sobre la superficie del mar y uno se queda mirando, como atraído por la luz: cerca y lejos, hondo y próximo, afuera y adentro de sí mismo mientras una perezosa vela blanca nos lleva hasta el punto de una humildad asumida: la aceptación de lo pequeño, de lo propio; una sensación que es casi somnolencia.

Al parecer, según me lo han contado, en torno a esa hora de lenta sumisión nací yo. Confío que sin excesiva protesta, sin estridentes gritos de sorpresa o lamento a fin de preservar el tenue velo existencialista que a esa hora otorgan el mar, el sol, el tiempo.

Ojala haya nacido también ahí mi discreción.