Letras
Juana

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—¿Y a ti qué te pasa hoy que traes esa cara?

—No tengo más, ¡el sueldo no me alcanza para otra!

Y fue a sentarse a su lugar de trabajo. Destapó la máquina de escribir y comenzó a revisar la carpeta de “pendientes”, la cual casi siempre se hallaba vacía. La espigada y eficiente muchacha de cabellos rubios y cortos siempre tenía su trabajo al día. Quizás por eso, entre otras cosas, su jefe le toleraba el mal genio con que a veces comenzaba el día. Con el correr de la mañana, su estado de ánimo iba mejorando.

—Juana María, ese “buen humor matutino”... ¿lo has tenido siempre?

—Todas mis vidas, ésta y las cien anteriores. Pero no es a diario. Sólo después de una noche de recuerdos tormentosos.

Dos o tres veces por semana, Juana María tenía visiones de sus vidas pasadas. Había sido la hija de un cacique chibcha, en la época de la “conquista”; una esclava israelita en Egipto, antes de Moisés; la esposa de un combatiente francés de la resistencia contra los nazis. Pero la vida que más le atormentaba era la de Salomé, aquella princesa que pidió a su padrastro la cabeza de Juan el bautista.

—¿De verdad crees en la reencarnación, muchacha?

—Aunque no quisiera creer, casi todas las noches revivo pasajes de otras vidas. Es completamente involuntario y a veces creo que voy a volverme loca.

—Oye, yo en tu lugar vería a un psiquiatra. Digo, para recibir un poco de orientación.

Aurelio, su jefe, le sugería aquello ignorando que, desde los doce años, ella había consultando psicólogos y psiquiatras, que sólo veían en su caso la posibilidad de trastornos mentales que ella no padecía. Todos partían de la premisa de que eran alucinaciones. Pero Juana estaba segura de lo real de sus visiones y el origen de éstas. Una noche se despertó sobresaltada, estaba sudando a mares y tenía brazos y piernas arañados. En seguida recordó que había estado corriendo por una sabana y luego entró a un bosque para despistar a sus perseguidores, unos españoles a caballo, quienes ya habían matado a parte de su pueblo e incendiado sus chozas. Al despertar, sentía que le faltaba el aire y estaba realmente fatigada y asustada.

Las situaciones que se le presentaban en sus sueños paradójicos eran siempre conflictivas, azarosas y, a menudo, peligrosas. Juana María abandonó desde tiempo atrás la intención de averiguar por qué o cómo le ocurría aquello. Consideró que sería muy tormentoso y finalmente una pérdida de tiempo. Más bien concentraba su atención en el “para qué”. Es decir, qué beneficio o propósito habría en esas visiones. Tenía la sensación de que había en ellas un mensaje o un aviso subyacente, pero no tenía noción de cómo descifrarlo. Leyó alguna vez, en un libro de metafísica, que todos pasamos por diferentes vidas pero no recordamos porque sería un sufrimiento para la vida actual. Pues bien, ella sufría lo indecible.

—Anoche, sin ir muy lejos, me desperté o recuperé la conciencia sentada frente a un pequeño escritorio que hay en mi cuarto, con una pluma en la mano y un papel con algo escrito en francés, lengua que, por supuesto, no hablo ni entiendo, mucho menos escribo. Tenía muchísima sed y un poco de paja entre mis ropas. Imaginarás mi desconcierto.

—Y, ¿recuerdas algo del sueño o la visión previa?

—Sólo que me hallaba vestida con uniforme de soldado del siglo XV, en una celda a oscuras, con muros de piedra muy fría y húmeda; el piso estaba cubierto de... ¡paja! ¡qué horror, Dios mío! ¿Qué me está pasando?

Su jefe le pasaba la mano por la cabeza y los hombros, tratando de darle algún consuelo, pero no atinaba a pronunciar palabra. ¿Qué podría decirle para aliviar ese tormento? Sólo callaba y sufría con ella. La amaba en silencio casi desde el momento de ser presentados. Recordó que en esa ocasión, Juana le miró con un gesto extraño y le dijo que tenía la impresión de conocerlo de antes. “Qué ridiculez, habrás oído eso cientos de veces”.

Semanas más tarde, la chica tuvo una visión: una división del ejército alemán hizo su entrada en la villa en la cual ella vivía con su esposo. Se abrieron paso con fuego de artillería y una unidad blindada compuesta por dos tanques destrozó varias casas, la iglesia y el edificio de la alcaldía. Su esposo, en un arrebato de furia e impotencia, salió a enfrentarlos tan sólo con una carabina. El final es predecible; el pobre hombre fue acribillado en medio de la calle. Murió en los brazos de la inconsolable esposa. Una muerte inútil. Ella vio con horror la cara ensangrentada del mártir. Era la misma de Aurelio, su apreciado jefe. Le atormentaba el no saber si esto era algo premonitorio, si de alguna manera se relacionaba con su vida presente y un posible final futuro para el joven ejecutivo. Había solamente dos puntos de coincidencia. Reconocía al jefe de la resistencia francesa en el rostro de Aurelio, y el nombre de la empresa de seguros donde ambos trabajaban: “Le Monde” que significa, en francés, El Mundo, el cual también distinguía a un diario parisino que veía con frecuencia en sus ensoñaciones. “Qué pesada se nos hace a veces la vida, qué desconcertantes responsabilidades nos pone sobre los hombros. Si sólo pudiera encontrar a quien me tradujera lo que escribí la otra noche: Mort à l’anglaise”.

Esa mañana, Aurelio fue a buscarla a su casa en vista de que no se presentó a la oficina; tampoco respondió al teléfono, lo cual se le hizo muy raro ya que era muy cumplidora de sus responsabilidades, pese a su juventud. Halló un alboroto en las escaleras y ante la puerta de su apartamento; los vecinos discutían confusamente.

—Huele a quemado —decía uno—, pero no hay fuego ni humo.

—Igual, llamemos a los bomberos, esa muchacha puede estar en peligro —apuntó otra.

El joven no aguardó ni un segundo y, de un formidable empujón, echó abajo la puerta para, con una mueca de espanto dibujada en su faz, ver a su amor secreto quemada en su cama de madera y, a los pies de ésta, una espada con una inscripción grabada que rezaba: d’Arc.