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Carlos Héctor “Toto” Trejos
Carlos Héctor “Toto” Trejos.
Toto Trejos

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Según todas las crónicas, fue en 1985, a la edad de 16 años, mientras presenciaba la lectura de poemas de Jaime Jaramillo Escobar en el Teatro Cuesta, cuando Toto Trejos (Riosucio, 1969-1999) sintió la revelación de la poesía. Esa noche X-504 fue sacando de su manga de nigromante, como era habitual, extensas tiras de poesía, mientras con su voz pastosa hizo el elogio del concepto de su negra, las virtudes de la digestión de la pulpa de coco, el plátano hartón de cáscara roja, la pepita de la pitahaya, la granadilla y la papayuela.

Desde niño había frecuentado la Biblioteca Municipal, una vieja casona abrumada por las goteras y el polvo, que tras la mudanza de sus libros a un nuevo local se derrumbaría sumiendo en el olvido los paisajes de Sipirrá, el aire fresco y las amplias mesas, la pila donde bebían los pájaros y el techo donde anidaban las collarejas. En esa casa ajena tuvo lugar su crecimiento intelectual, allí leyó en Nietzsche y Schopenhauer, Sartre, Camus y Plotino, en La gaya ciencia y Zaratustra, en El amor, las mujeres y la muerte, en La náusea, El extranjero, El mito de Sísifo y El hombre rebelde, en Las Enéadas; allí descubrió a Hölderlin, Pound y Cavafis, tres de sus poetas favoritos.

Omitiendo las dos largas temporadas que pasó en Manizales tratando de estudiar filosofía y letras en la Universidad de Caldas o haciendo de utilero para una orquesta de cámara, Trejos gastó el resto de su vida entre la desolación y pobreza de su cuarto en casa de sus padres, la sala de recibo de Guillermo Trejos, a quien recuerda no sólo como un generoso orfebre de remplazos dentales sino como amigo e interlocutor, crítico certero y prudente, y la biblioteca del Parque de la Candelaria, donde con letra menuda y estilográficas de tinta roja redactaría sus cientos de poemas y los pocos ensayos que confirman una vida consagrada al magisterio de la poesía.

La obra de Trejos está contenida en tres libros de poemas publicados en vida del poeta (Poemas de amor y desamor, Manizales, 1994; Ahasverus, Manizales, 1995; Manos ineptas, Medellín, 1995); una selección de sus composiciones desconocidas dispuesta por Henry Luque Muñoz y César Valencia Trejos (Obra inédita, Riosucio, 2006) y los ensayos 25 años sin Ezra Pound y con usura (1 de abril de 1997), Evasión y visión poético política (13 de agosto de 1997), La evasión en Hölderlin (19 de octubre de 1997), Los narcisos de la decadencia, una mirada crítica a la estética de fin de siglo (19 de abril de 1998), Guillermo Trejos, una vida sin paralela (27 de mayo de 1998), Celebración de la epopeya (13 de agosto de 1998) y El tercer templo y La naturaleza sagrada de las bibliotecas (febrero-marzo de 1999).

Entre 1985 y 1999 las viejas luchas reivindicativas de los colombianos, tanto de la intelectualidad como de sus campesinos y obreros, vieron aparecer como caída del cielo una nueva clase social que prometía cambiarlo todo recurriendo a la maldición del narcotráfico. Nunca antes nadie pudo imaginar que un puñado de bandidos iba a cambiar la historia de Colombia. Ni que la poesía iba a resucitar de sus viejas cenizas convertida en instrumento de propaganda y la piedra de toque de grandes corruptelas.

¿Quién se va a inspirar produciendo algo imaginativo —escribió Trejos en Los narcisos de la decadencia—, si lo que pide el espectador es algo que no le quite mucho tiempo, que lo entretenga mientras parte el avión, mientras espera el metro; algo a lo que no haya que poner mucha atención ni lo fatigue luego de sus ocho horas de trabajo; algo en lo que no tenga que aportar nada? ¿Qué calidad poética, qué poesía va a exigir y exhibir el público, si lo que recibe y habita en él se satisface con cualquier remedo artístico, si convive en la cultura del mal gusto y es el efecto de su mala o nula educación estética? Muy fácil debe resultar al nuevo creador producir sus obras; muy fácil tener público para ellas, cuando no rinde cuentas a la estética, cuando nadie lo obliga a rendirlas, incluidos los contempladores. La catarsis aristotélica no ocurre en el sujeto que mira obras de arte, porque dichas obras no conmueven, y si poseen algún elemento catártico son infecciones y no vacunas para el espíritu; mensajes alienantes para un espectador sin criterio al que manipula y enseña cómo vivir, cómo comportarse. Obras cursis donde el autor tampoco ha experimentado una selección de las emociones y que, sin embargo, la gente pide a gritos, siempre y cuando no comprometan su ánimo, porque lo que necesitan son mensajes narcóticos, superficiales, triviales, carentes de sentido... Nunca antes el hombre había producido tanto arte, nunca antes había podido apreciar tantas creaciones artísticas, ni las tuvo al alcance de la mano, en casa, en las ciudades, gracias a los medios masivos de comunicación; pero nunca antes había perdido tanto el tiempo, porque no es arte lo que produce, ni es arte lo que admira, es un producto bastardo, una farsa estética.

Es con este telón de fondo que Toto Trejos hubo de dedicarse al arte de la escritura. Y fue en Ezra Pound y Cavafis, en su Canto XLV (1922) y Debieron resolver el problema (1930), que encontró una justificación a su inquebrantable necesidad de evasión de una realidad que atosigaba y empujaba a refugiarse en la literatura.

El más pretérito de sus ensayos, 25 años sin Ezra Pound y con usura celebra la figura y el poema del norteamericano que estuvo 13 años preso en una jaula por haber hablado y escrito contra las democracias occidentales a favor del fascismo italiano atacando sus sistemas financieros y el dominio del capital. Trejos destaca cómo Pound “pretendía cercar la estructura formal de la poesía mediante el regreso a una férrea disciplina de las frases, encerrando un momento de sensibilidad en el espacio que ofrecen las palabras, creando nuevos ritmos y concretando en imágenes el fenómeno poético”. Haciendo énfasis en como la mezquindad y la servidumbre del capital bursátil y prestamista, encarado en Roosevelt, Morgenthau, Lehman o Warburg, los usócratas, son una ignominia contra la libertad y son los campeones de una corrupción total que ha destruido hasta el lenguaje, desinformando, oprimiendo la precisión de los términos, enajenando el uso del idioma y las frases, de los códigos, dominando las ideas o destruyéndolas. “Sin caer en el panfleto”, dice Trejos, “nuestro poeta ve en la usura y sus servidumbres, un mal para el alma y la naturaleza, las relaciones entre éstos y el resto del mundo”.

Evasión y visión poético política, donde cita y comenta el poema de Cavafis, es un anuncio de su extenso texto sobre La evasión en Hölderlin, que examina los conflictos sociales y metafísicos que le llevaron a refugiarse en la literatura, el tiempo, el espacio, los personajes, la infancia y la locura, pues sentía que su persona y sus intereses no tenían un presente en el mundo que le rodeaba, una sociedad “injusta, mediocre, contrahecha e innoble” donde reinan los políticos como flores del mal.

Carlos Héctor “Toto” TrejosSchopenhauer, Nietzsche, Hölderlin, Walter Benjamin, Rimbaud y Verlaine fueron sus maestros.

Varios de los críticos que se han ocupado de la obra de Trejos (Albeiro Montoya Giral, Arcesio Zapata Vinasco, Carlos Arboleda Gonzales, Conrado Alzate Valencia, Mario Escobar Velásquez, Roberto Vélez Correa o Sergio Acevedo Valencia), han anotado el carácter desencantado de su obra, preguntando, en no pocas ocasiones, qué pudo causar tanto desapego a la vida, las creencias, el presente o el futuro, en un hombre tan joven y tan inteligente. Pero mucho más asombro les causa el que hubiese decidido desde temprana edad renunciar al dinero, cuando todas las oportunidades de alcanzarlo de la más fácil manera estuvieron a su alcance en esos años aciagos del auge de la corrupción y el crimen organizado. Con su inteligencia bien había podido pasar a los anales y memorias que viene celebrando hace más de dos décadas la horrenda televisión colombiana.

Las respuestas a esos interrogantes hay que encontrarlas en incontables lecturas y adicciones a sus maestros, en especial a Nietzsche, cuyas contradictorias postulaciones terminaron por convertir a Trejos en una suerte de Poète maudit de la poesía colombiana de finales del siglo pasado. Un Isidore Ducasse budista, blasfemo y sadomasoquista.

Federico Nietzsche sostuvo, durante la segunda mitad del siglo XIX, uno de los combates más feroces contra los credos y doctrinas europeas, con un lenguaje soberbio, confesional e individualista, pretendiendo demostrar, mediante una constante sospecha, que todo lo que se daba por bueno, santo y verdadero era aparente, era añagaza. Con una insolencia atorrante, hablando para sí, desmontó los andamios que sostenían la religión, la filosofía, la historia, la moral, es decir la cultura, negando que la vida, como era costumbre, fuese dolor e incertidumbre. Todo había que asumirlo con otros ojos y aceptarlo como venía, haciendo de tripas corazón. Dionisos se niega a resignarse e invita, eternamente joven, a la embriaguez y la alegría porque, según Zaratustra:

Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía.

A ese ciclo nietzscheano pertenecen muchos de los poemas de Toto Trejos publicados y escritos a mediados de los años noventas, celebrando el doloroso empuje de la vida erótica o el poder entrañable de la fantasía.

Pero la crudeza de su mundo personal, las derrotas afectivas, las malas noticias, los crímenes, la insania de la vida de un predestinado en la pobreza hicieron que el poeta se fuera refugiando más y más en la lectura de Schopenhauer, cuya filosofía intempestiva, a contratiempo y contracorriente, le confirmaba que todo intento por conocer a los otros y al mundo es artificio, los dioses un despojo de las teologías del mundo antiguo, y, como en el sueño del burgués Hans Castorp (ávido de saberes como el mismo Trejos), personaje de la novela de Thomas Mann que leyó siendo muy joven, tras los paisajes, las islas y los santuarios se oculta una madrasta, la naturaleza, que nos devora para perpetuarse. Ante este horror, sólo podemos encontrar alivios pasajeros en el arte, en especial la poesía, que por segundos nos hace olvidar las miserias de la existencia. Entonces abandonó el mundo y se refugió en la poesía y el alcohol, las pócimas que le llevaron a la muerte.

Toda su obra posterior será un gran desencanto y aproximación a la muerte.

Mario Escobar Velásquez acertó al decir que la poesía de Trejos es íntima y auténtica pero sin una señal que denote belleza, confianza o misericordia, mire hacia el cielo o tenga ilusión, cuestionando la capacidad de expresión de los signos de la lengua, hablando de oscuridades, ejecuciones, desgracias, condenas, amputaciones, suicidios y espectros. Una poesía nítida, cuya mayor virtud es el tono de la voz del poeta, que hace que sus confesiones —otra cosa no son— sean registros de sus penas, desconsuelos y apremios con ritmos de réquiem, tedeum o miserere, sin que la fiesta incendie la orquesta de cámara, donde anhela la muerte. En Monólogo de Hölderlin, Trejos anuncia su separación del cosmos a fin de alcanzar el fuego de Prometeo, así los dioses castiguen su audacia; ha resuelto abandonarse a sí mismo, alcanzar la ascesis del Buda de Schopenhauer, quemar las naves porque sabe a ciencia cierta que nada tuvo en este mundo.

Fue Roberto Vélez Correa, uno de los más lúcidos críticos de la literatura nacional, quien mejor retrató la estampa de Trejos. En su Literatura de Caldas recuerda cómo la publicación de sus poemas, refiriéndose a su libro Ahasverus, fue una sorpresa literaria confirmada con Manos ineptas, que ganó un premio nacional. Dice que esos poemas anticiparon un viaje de asombros y admiración que su autor hizo por los rincones menos esperados del planeta sin salir de su pequeño mundo natal.

Quizás la existencia para Carlos Héctor haya sido un extravío —sostiene Vélez Correa—, y contemplar desde su sensibilidad al Judío Errante se pudo convertir en un asomo al espejo de sus pesadillas, sin más rostro que el que le permitió diseñar en sus notables poemas... Su temprana muerte fue otro desconcierto para quienes desconocían la intensidad de su existencia, ese beberse sorbo a sorbo las horas y apurar el final por una sed de aturdimiento que apenas si pudo apagar. Cuando sus lectores supieron las circunstancias de su fallecimiento, quedó flotando en el ambiente la certeza de una autodeterminación fatal, la de un esteta posmoderno que considera inmoral superar la barrera de los treinta años y decide cortar. Trejos no sólo fue precoz sino autodidacta. No tuvo una formación académica oficial más allá del bachillerato y, sin embargo, derrochaba una cultura envidiable, alternada de una neurosis crítica que lo aisló en su provincia, sin que por ello dejara de escribir y de hurgar en los papeles de sus autores favoritos. Sus paisajes estaban en otra parte, Europa y Asia. De allí absorbió los mejores motivos para sus mejores poemas, dictados en un lenguaje llano, pero de circunvoluciones profundas y a veces indescifrables.

 

6 poemas de Toto Trejos

Al filo de las palabras

Sé que vivo en medio de cuchillos,
que circundo hojas de navajas,
que debo caminar recto
y no volver a mirar para ningún lado.

En una palabra, donde quiera,
acecha el peligro, el abismo
que puede malograrme para siempre.

Pero, ¿quién me guiará para que elija
las palabras correctas?
¿Quién me advertirá a tiempo
cuál me hará sangrar,
cuál me traerá el bálsamo,
cuál el laurel?
¿Cuáles me harán cometer
menos errores y más aciertos?
¿Cuáles me atacarán por la espalda?
¿Cuáles, bienhechoras, servirán
para hablar con los Dioses?
¿Cuáles dirán que no quise
mis amigos se fueran,
y no otra cosa?

También quisiera conocer,
¿Quién asentirá lo que haga con ellas?
¿Quién me brindará, luego de saberlas,
un saludo, una sonrisa
y me quitará
el título —mal ganado— de ser su déspota
y no su indefenso empleado,
pues no sé cómo vine a poner mi cabeza
en estas latentes guillotinas?

¿Cómo es que estoy expuesto
—por voluntad propia—
al filo de las palabras?

 

Monólogo de Hölderlin

Inconsciente o no, emprendí el viaje
hacia los dioses de la inspiración
para robar el verbo divino
que no pusieron en nuestros labios.
Menesteroso, a falta de carro de fuego
fabriqué mi propio motor de palabras
(¡Qué mejor incendio para un alma atormentada!)
Subí con la mayor arrogancia que brindaba mi edad;
así que hube de abandonar
la familia y los amigos,
abandoné el pequeño mundo conocido,
abandóneme a mí mismo.
El reto lo asumí, sin advertir las consecuencias,
sin ni siquiera comprar el boleto de regreso,
y me aproximé, me aproximé tanto
que creí sentir en mis manos
el poder de escribir lo sublime,
pero Ellos,
que corrigen o rectifican el rumbo
hicieron lo último conmigo.
Castigaron mi osadía, devolviéndome abajo.
trastornando mi cabeza.
Perdido de la posibilidad de la luz,
Caí a lo más hondo,
haciendo reverencias a todo aquel
que se me pusiese al frente,
incluso hasta proclamarme
el más humilde de los seres.
Lo que intenté hurtar y me devastó,
algún día, con el tiempo —así no lo quieran
los Dioses— se reconocerá como Poesía.

 

Fábula del dragón

Mientras dormía,
soñaba con un vasto incendio
inducido y avivado por las lenguas
de humo y fuego que exhalaba.
No sabía que entre las llamas
estaba la humana doncella.
Enterado de su pesadilla
despertó, sobresaltado, buscando
agua para salvar la vida,
buscando agua para apagar su incendio.
Sólo al morir logró beber del río.

 

Noche sabática

Eros no quiso que yaciéramos
e impuso más trabajo a nuestros cuerpos,
a cada instante más sed y más deseos,
hasta perder el control
y la razón se fue a otra parte.
Obedecimos a nuestros instintos,
nos tragamos las palabras.
La dictadura del placer nos consentía,
esa noche de sábado.
Tu recuerdo tampoco descansa en la memoria.

 

Convidado de piedra

Me sentaré en las escalinatas
de la Plaza Mayor a ver pasar las horas.
Ninguna procesión, ningún séquito
me ahuyentará o hará cambiar de postura.
Tampoco me encerraré a discutir
conmigo mismo sobre tema alguno.
Seré un objeto, un ente
y espero que todos me vean así,
y ni siquiera me saluden.
Si llueve y todos corren
(como en la canción)
y tú no pasas me dará lo mismo.
No espero a nadie.
Seré un perfecto desconocido,
sin memoria, ni historia.
En las graderías
—ya no diré sentado—
no tendré sentidos,
como una piedra
más entre las piedras.

 

Nueva versión del hijo pródigo

Vengo derrochando vida y dinero
desde que salí de casa, hace siglos
y no logro malgastar como quisiera.

Así que es absurda la parábola
donde se me muestra como alguien
que se ha perdido y ha perdido todo;
como el hambriento mendigo que come
hasta las sobras de los animales que cuida;
como el hijo que regresa derrotado.

Yo, que no he conocido más cerdos
que a mi padre y mi hermano,
ni más miseria y suciedad
que el lugar donde nací.

Yo, que en verdad,
no he pensado nunca en volver.