Letras
¡Ahora que recuerdo!

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La maceta con flores cayó desde el segundo piso, estrellándose en la cabeza del hombre, quien se desplomó sin sentido sobre el pavimento. Un tumulto de gente se arremolinó en torno al desdichado que sangraba por el cuero cabelludo.

—¡Sí, sí, está vivo!, vamos a llamar a una ambulancia.

—Mira, ya está volviendo en sí, está intentando abrir los ojos.

Decían los andantes que trataban de prestarle algún auxilio.

—¿Qué..., qué pasó...? ¡Ay, mi cabeza! —dijo llevándose las manos al cráneo—, me duele mucho.

—Cómo no le va a doler, amigo, si le cayó eso en la cabeza —dijo otro, señalando la maceta hecha pedazos.

Le ayudaron a levantarse y a limpiarse un poco la sangre que ya dejaba de manar. Dentro de lo desafortunado del evento, había tenido suerte por usar sombrero, el cual amortiguó el golpe de tal manera que le salvó la vida. Estuvo sentado un rato a una de las mesas del Gran Café. Los meseros le pusieron hielo para evitar parcialmente la inflamación y le dieron a beber un té.

—¿Está seguro de no querer ir a un hospital?, mire que el leñazo fue duro.

—No, gracias, ya me voy sintiendo mejor. Dentro de un rato me levanto de aquí y me voy despacito... ¿pero adónde? Oiga —interrogó con cara de angustia—, ¿dónde estoy?

—En Sabana Grande, amigo, en la Calle Real.

En blanco, su memoria estaba en blanco. Hizo un esfuerzo para levantarse de la silla, “pero para ir adónde, si no recuerdo ni quién soy, ni qué hago aquí”. Buscó, según le recomendó un policía. “¡Mi cartera!, claro, ahí debo tener identificación y todo lo demás”. Llevó su mano al bolsillo interno del saco, luego al pantalón. Nada. “Quizá me la robaron cuando estaba inconsciente en el piso”. Lo único que halló en el bolsillo de la camisa fue un papelito que decía:

“Dr. R. H. Campos, Odontólogo.
Calle Real de Sabana Grande. Edif. Radio City.
Of. 6, 5:00 pm”.

Fue escrito a mano y con descuidada letra. Cuando palpaba sus ropas, buscando algo que le ayudara a la memoria, tocó bajo su axila izquierda algo metálico, frío, pesado. Disimuló mientras estuvo acompañado, pero al rato, al quedarse solo, se escondió en un recodo de la calle para comprobar que era, en efecto, un revólver. Su desconcierto aumentó. “Pero... ¿por qué ando armado, será que soy policía o detective privado? ¡Qué vaina tan rara!”.

Volvió a mirar el papelito y decidió ir a esa dirección por tres motivos: 1, era su única pista, 2, no tenía más adónde ir, y 3, se hallaba a unos pocos pasos de ese lugar.

—Le repito, señor, que el doctor Campos es dentista y no médico —le aclaró la secretaria al verlo con la ropa, las manos y la cara manchados con sangre.

—Y yo le repito también, señorita, que quiero sólo hablar con él, no que me atienda profesionalmente. Tal vez pueda ayudarme con un problema que tengo. Es personal.

—Bueno, entonces dígame su nombre para anunciarlo.

—No lo sé, joven, no recuerdo ni mi nombre.

—Y entonces, ¿cómo sabe que es amigo del doctor?

—No he dicho tal cosa, solamente...

Pobre hombre, en medio del drama que ya vivía, se encontró con una de esas recepcionistas lentas de entendimiento y estricta cumplidora de sus órdenes. Al parecer el profesional notó lo que ocurría en su antesala e hizo pasar a nuestro hombre a su consultorio. El doctor Campos —hombre joven, de unos treinta años, bien parecido y simpático; dueño de una fascinante sonrisa, la cual constituía la mejor publicidad para su oficio—, puso todo su interés en su relato y se mostró dispuesto a prestar su colaboración para tratar de dilucidar la razón por la cual este individuo, en medio de lo que fue una tragedia atenuada, llevaba sus señas en el bolsillo, y desentramar qué clase de vínculo los relacionaba. Después de mucho conversar, al mejor estilo de un interrogatorio policíaco, el atractivo odontólogo llegó a la única conclusión de que no podían concluir nada.

—Lo que puedo recomendar, mi desmemoriado y desconocido amigo, es que se dé una caminata por los alrededores a ver si de repente ve u oye algo que le provoque un chispazo a su memoria, he leído que a veces funciona así.

—Sí, doctor, haré lo que me dice y que Dios me ayude. Ya estoy empezando a desesperarme. Gracias por su tiempo.

Al pasar por la recepción rumbo a la salida, vio a una joven y hermosa mujer lujosamente ataviada, en la salita de espera. La secretaria, dirigiéndose a esta dama, le dijo:

—Puede usted pasar, señora Mendoza del Valle —y a los otros pacientes que pacientemente esperaban—. El doctor les pide que lo disculpen, pero que ya por hoy no podrá atender más. Les llamaremos por teléfono para darles una nueva cita.

¡Plop!, el chispazo llegó pronto. Al escuchar “Mendoza del Valle”, el hombre recordó algo, que por la expresión de su rostro era muy significativo. Fue hilado y rápido su accionar. Extrajo el papel de su bolsillo para leerlo por vigésima vez. Se encaminó al consultorio de nuevo, haciendo caso omiso de la secretaria, quien trató de impedirlo; acto seguido, abrió la puerta en el momento justo en que el dentista y la señora se daban un apasionado beso. Sacó el revólver diciéndoles:

—¡Ya recordé, doctor!, les traigo saludos del señor Mendoza del Valle...

La recepcionista también se llevó lo suyo. En ese oficio no se deja testigos ni se portan documentos.