Sala de ensayo
Renato Rodríguez
Renato Rodríguez.
Humor y celebración en El bonche, de Renato Rodríguez

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No fue muy abundante la producción novelística en Venezuela durante los años 70. La mayoría de las novelas de este período aún tenían como temas los dilemas sociales o personales de los años 60: lucha social, guerrilla urbana y motivos aledaños. Mayor desarrollo tuvo el cuento, pero en su proximidad con éste, la novela comenzó a tomar algunos ingredientes que permitieron acceder a los espacios interiores de los personajes con un toque de cierto desenfado. Entre estos ingredientes se hallaba el humor, que poco a poco fue involucrándose en el espacio novelesco, pues al parecer los “grandes” temas sociales o existenciales impedían el paso de elementos cómicos al contexto general de las obras.

Una de las primeras novelas en introducir el elemento humorístico dentro de la percepción anímica de los personajes fue El bonche, de Renato Rodríguez (1927-2011), publicada en 1976. En esta novela, Rodríguez se afianza como uno de los adelantados en la descripción de la conciencia existencial de unos personajes que se mueven entre el desencanto, las carestías materiales, los viajes, la droga, el sexo y los desencuentros amorosos. Para expresar esto, había que crear una interioridad nueva, que rompiera con las convenciones de la prosa “hecha” de la novela “paquete”. En algunos sentidos Renato Rodríguez lo logró, al incorporar varios elementos, acerca de los cuales intentaré esbozar aquí algunas ideas.

Esta voluntad de penetrar el discurso con las vivencias fragmentarias de los personajes, utilizando medios cinematográficos y musicales e incorporando materiales heterodoxos y ritmos entrecortados en la narración, muy propios de las pausas y cláusulas conversacionales, tiene antecedentes en la novela beat norteamericana, inaugurada por Jack Kerouac con su novela En el camino (1957); en ésta, Kerouac intenta narrar con la sintaxis del jazz, valiéndose de los ritmos internos de esta música para acercarse al ánima de los personajes, a su movimiento íntimo. No es sólo la descripción del mundo circundante ni los movimientos externos, sino la observación de los mundos personales, cuando éstos se encuentran en disposición de dialogar o de comunicarse.

En El bonche están presentes varios de estos aspectos beats pero adaptados al contexto nuestro. Aun así, sus personajes se mueven constantemente entre Caracas, Nueva York o París: La Tebaldi, San Miguel, Puta Mala, Adela o Tony son algunos de ellos. Y por supuesto el personaje central, José Rodríguez, el perfecto antihéroe, a quien le suceden casi tantas cosas como al mismísimo Don Quijote de La Mancha.

Además de lo vertiginoso de las acciones, otro de los recursos del estilo en El bonche son sus diálogos: precisos, breves, ágiles, expresan mejor que nada el vigor de las situaciones. Incluso éstos pasan a influenciar el estilo de la descripción, como en el párrafo que sigue: “Menos mal que en eso el tren se para en Christopher y yo me bajo rápidamente antes que el cabrón ese descubra que yo también soy un fucking spick y mi nombre es José Rodríguez. Don José Rodríguez del Campo y Verde para los entendidos. Pero qué coños va a saber el pobre comemierda lo que Don significa? No me vaya a pasar como aquel tipo Walker que encontré en el Annex que me invita a un trago y me da conversación creyendo que a lo mejor soy griego y cuando me pide mi nombre y dirección y se los escribo en un papelito y ve mi nombre monta en cólera y grita iracundo a tiempo que agita un puño en el aire”.

“El bonche”, de Renato RodríguezAquí observamos cómo una situación remite a otra casi imperceptiblemente, y cómo las frases se van encadenando merced a una sintaxis arbitraria, de naturaleza oral. Ello remite a un efecto “buscado” de escritura desordenada, el cual muchas veces pudiera hacer pensar que el autor escribe mal o incorrectamente. Tal lenguaje —descuidado ex profeso— tiene una antítesis en el lenguaje oral del propio Renato, quien pronunciaba el castellano impecablemente y casi nunca decía malas palabras, poseía un léxico enorme y sabía las raíces de casi todas las palabras que utilizaba, e incluso a veces “dictaba cátedra” cuando se le preguntaba algo. Todo ello muy diferente de la pronunciación descuidada de los margariteños (Rodríguez nació en Nueva Esparta); de paso, habría que resaltar aquí lo mal que hablan o pronuncian muchos de nuestros escritores. Además de escasa cultura, acusan lengua trabada, sordera, y un léxico de feísmos y vulgaridades bastante amplio, sin contar el vicio de reírse a carcajadas de los propios chistes.

El desenfado de Renato Rodríguez se produce desde el centro mismo de su estilo narrativo; no indica incapacidad verbal sino una inversión del valor escritural: golpea aquello que conoce a través de una convicción existencial muy profunda, que le permite tomarse la libertad de subvertir los órdenes pautados de antemano.

Veamos, por ejemplo, cómo se expresa ese riesgo en una situación callejera, en la cual salta a la vista la agresión humana y verbal contra el protagonista, por parte de un agente policial vestido de civil:

—Esta es mi credencial, coño de tu madre —dijo poniendo el botacandela contra mis costillas— y te voy a meter un tiro para que respetes a la autoridad.

Toda mi vida cruzó por mi mente, mis estudios, mis lecturas, los discursos escuchados, mis viajes, mis visitas a los museos más importantes de Europa y de América, y me sentí de lo más ridículo en mi empeño de existir a nivel del espíritu y mi devoción por las ideas democráticas. Largué una carcajada estentórea para despedirme alegremente de este mundo cabrón inspirada seguramente por el terror atroz que sentía.

Otra de las ventajas de Renato sobre un escritor libresco es que él vivió en todas las ciudades que cita en sus libros, y desempeñó los más disímiles oficios: cocinero, bombero, carpintero, entre muchos otros. Sabemos que él fue por mucho tiempo carpintero de profesión (a veces mostraba su dedo anular amputado diciéndonos: “Este es mi diploma”), de lo cual se sentía orgulloso. Recordemos que Henry Miller y muchos otros escritores norteamericanos ejercieron diversos oficios, mientras daban forma a sus mundos literarios. No creía él que la literatura se contravenga a la actitud vital; antes bien, veía en ella un valor, a la vez que rechazaba cualquier tipo de poses intelectuales. A modo de ejemplo, veamos el siguiente fragmento:

Este Ludwig es un atrevido, me cae muy mal su actitud, se las echa de intelectual y marxista, más marxista que él soy yo que he visto todas las películas de los hermanos Marx. Quiere andar siempre metido entre intelectuales y artistas. ¿Qué derecho tiene de estarme llamando poeta? ¿Acaso cree que me halaga? Ni tanto, yo conozco a varios poetas y no les tengo envidia alguna, son en su mayoría unos pobres infelices. Ahora, que si él quiere que yo me haga pasar por poeta, lo hago para darle gusto (...). Con el mismo derecho conque un montón de tipos que dicen ser poetas y artistas andan haciendo carpintería; yo, un carpintero, puedo escribir poesía. No hay escuela donde estudiar poesía. La poesía es la sabiduría nunca aprendida. Solamente en Venezuela hay poetas graduados, graduados en la Escuela de Letras de la UCV. Por eso será que La Tebaldi no le muestra sus poemas —si acaso los escribe— a nadie.

Del mismo modo en que podía titular a un poema suyo “El bonche”, buscándole analogías fonéticas con “The bunch” (ramo, manojo), lo hacía entre “vowel” (vocal) y “bowel” (tripa) para establecer efectos humorísticos.

Pero no todo en esta novela se resuelve en humor o en situaciones divertidas, pues las intensas vivencias experimentadas por los personajes poseen un trasfondo dramático, a veces atenuado y a veces anulado por el humor, porque también existe una proliferación de situaciones humorísticas que terminan anulando el perfil dramático de algunas situaciones. Así, las anécdotas devoran a veces el espacio narrativo para sustituirlo por referencias triviales o de relleno. Esta podría ser una falla del libro, pero el engranaje formal de su estructura general es tan libre que permite esas fugas. Las situaciones festivas de celebración —grandes o pequeñas— otorgan a esta novela una secuencia accional muy propia, que puede ir hacia adelante o hacia atrás con similar libertad. No es tanto la técnica cinematográfica del flashback, sino más bien la técnica fílmica del cut‑up, del montaje y la yuxtaposición, la que le imprime esa especial condición de hablar en varios niveles simultáneos: sentimos una suerte de alivio cada vez que alguno de los personajes resuelve, aunque sea por momentos, alguno de los problemas o dilemas que le acosan. A diferencia de la novela existencialista francesa, que presenta a sus personajes hundidos en el vacío o en una falta de perspectiva humana, Rodríguez livianiza la carga dramática —y a veces trágica— de los hechos en busca de un lenguaje personal.

Este lenguaje ya estaba anunciado en su primera novela, Al sur del Ecuanil (1963), y me atrevería a decir que el desarreglo de la sintaxis en esta obra inicial es mayor, y la estructura general de la novela luce más descuidada. Pero este descuido parece ir en perfecto engranaje con el espíritu mismo del protagonista: bohemia impenitente en medio del signo azaroso de los viajes. Refiere Orlando Araujo, en un prólogo a esta obra prima de Renato, que escritores como Juan Rulfo, Ernesto Sábato y Aldo Pellegrini leyeron la novela y señalaron verbalmente sus valores y hallazgos cuando fue recomendada a algunas editoriales. También Guillermo Meneses la saludó como “un libro joven y alegre”.

Volviendo a El bonche, señalamos otra de sus características: la permanente referencia a frases en otros idiomas. Tales frases se hallan traducidas al castellano a pie de página, y es fácil advertir en ellas el efecto contrastante de oraciones y expresiones en inglés, francés o alemán en un discurso callejero o cotidiano, en una clara burla de la erudición forzada que vemos en algunos libros. En este caso, encontramos que dichas expresiones están emitidas por hablantes de cada país, insertas por el autor dentro de su propio discurso, con la intención de mostrarnos juegos de palabras a través de la fonética, más usuales en inglés que en castellano.

Por otra parte, el texto de El bonche se encuentra poblado de chistes, chismes y todo tipo de anécdotas curiosas, de datos históricos, geográficos, biográficos, culinarios (Renato era excelente cocinero, autor del libro ¡Viva la pasta!), y a través de éstos revela un profundo afecto por las ciudades donde estuvo y un conocimiento enorme de los bajos fondos, de la vida underground, de una tradición que arranca desde novelas antibélicas y satíricas como Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline, hasta algunas novelas de William Burroughs como Almuerzo desnudo o Ciudades de la noche roja.

Luego de un largo itinerario por ciudades de Francia o los Estados Unidos, tenemos a José Rodríguez pisando tierra patria y encontrando, en la estación de Caño Amarillo, que casi toda Caracas ha sido arrasada. Él, que se siente a veces gato, saluda al paisaje caraqueño con un inmenso maullido, y los habitantes de esa ciudad lo reciben con otro lenguaje gatuno que él no comprende. Desprotegido y solo, no tiene más remedio que guarecerse bajo un árbol grande y frondoso (¿sabría Renato que el autor del himno al árbol es el poeta Jorge Schmidke, padrino de mi hermano Ennio?). Bajo su sombra y a su cálido pie, orina Regato, alzando su pata delgada y peluda. Este gato ha estado presente como un símbolo a lo largo de toda la novela, sobre todo cuando aparecen situaciones de bochinche o bomchinche, y hasta en la portada y portadilla del libro. Un sabor de humor triste y a la vez bastante jacarandoso nos ha acompañado en este viaje por la bohemia urbana de los años 60 y 70.

Yo saludo la libertad de su lenguaje y la festividad que se desprende de su escritura —aun cuando no dejo de hacerle objeciones a varios fragmentos—, una escritura que presenta a un mundo con buenas dosis de escepticismo, fracaso o melancolía. Al mismo tiempo, reclamaría para su obra una nueva valoración o una redimensión, y también para él, que fue un hombre sencillo y generoso, alguien que editó sus libros sin apoyos financieros ni publicitarios. Él siempre los imprimió por su cuenta: así leímos su novela La noche escuece (1985), de la cual Carlos Danez ha escrito que “está tramada por un errabundo que no va más allá de Cúcuta, aunque se propuso ‘brincar el charco’ —a diferencia de los personajes principales arriba mencionados— tomándose al país como se toma a sí mismo (...). Por su naturaleza pánica padece el escozor, al transgredir culturalmente una realidad histórica que lo destierra a la noche permanente, la incomprensión de sí mismo”.

Probablemente él observara sus libros con una mirada piadosa o sonriente, tal vez nostálgica, a cuya sombra deambularon tantas vidas tocadas por las terribles vicisitudes de aquellos años, pero, en cualquier caso, supo extraer de ellas un ápice de alegría y de celebración vital para ofrecérnoslo como un apreciable documento ficcionado de las aventuras que tuvieron la oportunidad de vivir algunos de los protagonistas de aquella década prodigiosa.