Letras
El sapo

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A Gabriel García Márquez,
cuando era feliz e indocumentado.

I

Eduardo Vargas escucha la voz del embajador desde el zumo divino de un oporto que degusta con inocultable fervor:

—¡Me parece imposible que éste sea el sol del trrópico!

—Y más curioso es que todavía están cantando los sapos —sentencia desde un sofá amarillo el otro visitante.

La escena es más bien ejecutiva, pero el más extrañado de todos es el oporto. El hombrezuelo baja la copa y toma un libro grueso, apiñado de papeles que abultan su buche normal de imprenta, se lo entrega al embajador, enciende otro cigarrillo y se acerca a la amplia ventana con sus ojos pardos, desprovistos de ilusión al parecer, y toma por un pequeño hilo —muy delgado, en verdad— aquella frase del embajador.

—Pero mejor son las estrellas, Mr. Bluefields.

Después siguen otros asuntos de astros y vanos elogios al “Carribe”, y se pasean por corsarios y piratas, invasiones del pasado, de Haití a Cuba, de Guatemala a Honduras, de Panamá a Las Malvinas; intercambian humores, resirven copas y humonadas, yendo insistentemente hacia la ventana, por donde entra como un eco de caracol el ronquío del sapo aguachento.

Una hora antes, y antes también de esta reunión, había cesado una lluvia menuda que hubiese sido imperceptible, quizás, si no hubiese provocado un accidente múltiple a dos kilómetros de allí, donde resultaron “gravemente heridas” dos de las mujeres que ellos esperaban con supuesta ansiedad cada vez que el sapo movía el abdomen, aparentemente ajeno a sus mundos.

El embajador pone sus ojos en los zapatos de aquel anfitrión, a falta de otro lugar de interés, mientras trata de entenderle la frase anterior. Hace muchos lustros que entre la suela de cuero y la piel de aquellos pies no se interpone un humilde gramo de arena perfumado de monte, de humaredas y yerbasales. Mucho menos una insultante garrapata, un sabañón atrevido o, peor aun, un rasguño de arestín. Sin embargo, este imperceptible análisis resulta inadvertido para los dos hombres, y al sonido del sapo en la ventana le sigue una escena fílmica del pasado que sólo puede ser creíble en una cinta de video casero:

—En mis tiempos de guerrillero tuve que saltar muchos peligros. A mi paso estallaron no menos de mil granadas y petardos, y el trasplante de piel que me hicieron en esta oreja hubiese sido imposible enseñárselo si la esquirla cambia su trayectoria una trillonésima fracción de segundos antes y se mete aquí, en la raíz de la patilla —en este momento el sapo y las risas se funden a la altura del portal de la ventana, con un tubo de luz que el sol ha enviado para ellos como ramo de flores.

—Estoy imprresionado —dice el embajador—. Esto sólo es posible en el Carribe —y abre al azar aquel libraco de viajes del viejo Humboldt, repleto de cartas y documentos.

La manga de la camisa del anfitrión parece sudada. Un tajo de recuerdos le brota en las venas y le excita desmesuradamente. También las pupilas se le maduran con la luz y el oporto, tras la bocanada de humo que le devuelve el bramido al sapo a través del cristal inexistente de la ventana. Ordena cuatro o cinco ideas, para empinarse en el relato, pero suena el teléfono.

En la calle no se observa ningún dispositivo de seguridad ni se advierten movimientos que permitan inferir razones de extrema seguridad para cargos políticos de alto nivel, como suele ocurrir, con todo el andamiaje de los escoltas, motorizados, trancaderas de avenidas, luces y sirenas, además de los trajes de marcianos armados y figuras de celuloide de los guardaespaldas.

Por el contrario, la ciudad está tranquila. Una anciana lleva a esta hora una bolsa con cambures y naranjas, una sombrilla de flores y el cansancio con que arrastra sus propios pasos, en una marcha que más bien parece el viaje de regreso de la vida. Unos metros más allá alguien cambia de acera con una bolsa de panes mientras en la otra mano carga un jugo con pitillo. A la izquierda se aleja un taxi solitario que no respeta la luz del semáforo y cruza luego a la derecha.

 

II

—Pérez Ostos, sí, mi General, exiliado; creo que Águila llega a Halcón —lo demás es un zoom al objetivo.

El oporto sube, apurado, un par de veces, a aquellos labios gruesos como unas aceras, y finalmente se queda suspendido en el aire, aguantado por los rieles de unos dedos ásperos, vulgares y blancos, casi inoficiosos.

—No, no. Halcón tuvo un tropiezo y al parecer cayeron dos plumas y estamos por confirmar, pero el satélite está acoplando, todo en órbita, como dicen en Venezuela o en Chile. Gracias, Gran Jefe.

Eduardo Vargas descuelga el teléfono como quien viene de ganarse el Premio Nobel para llevárselo a su madre analfabeta debajo de una sombra de mango, a las tres de la tarde. La madre, más inteligente que el premiado y más honesta en el fondo de su corazón, ve al hijo y no al premio. Sin embargo, el oporto parece lucir aquella felicidad, colgado todavía en el aire como un vaso de sol. El diálogo, a pesar del ciframiento o en razón del mismo tal vez, ha tenido un final feliz.

 

III

El sol del trópico brilla, perfecto, henchido, supremo como corresponde a las tres de la tarde —a pesar del oporto, hay que redundar en ello—, muy cerca de sus cabezas. Apenas unas leves notas musicales interrumpen este brillo y esta paz nerviosa. Es La consagración de la Primavera de Stravinski, activada de manera automática por un timbre oculto en la puerta del departamento. Esto forma parte del dispositivo de seguridad ubicado estratégicamente en el pasillo, incluyendo cámaras ocultas, bloqueo automático del ascensor y del carril de escape de las escaleras (al respecto, se puede guiar la imaginación con cualquier film de accion-combat, y demás gentiles trucos de Hollywood), lo que se podría confundir, perfectamente, con cualquier sofisticada herramienta de seguridad y defensa de los capos de la droga o de magnates y mafiosos criminales de Europa, Oriente o América, mas no de simples políticos suramericanos.

Hasta este momento de la trama sólo están incluidos un general exiliado, un poderoso miembro de las relaciones internacionales y un personaje oculto, incólume, que parece atado para siempre al sofá amarillo, más chato que el resto, parecido a una etiqueta de cualquier Woody Allen de la calle: ojos grandes, borrosos, cara triangular, casi vulgar, y unas gafas seniles. Del poco pelo que le queda es mejor no decir nada. Lo importante, por ahora, es la puerta (después del oporto y el sapo, por supuesto).

A ambos lados de la puerta se encienden y parpadean decenas de lucecitas verdes y eléctricas mientras Stravinski parece brotar de las alfombras, de los muebles de la pared, de la gran lámpara de cristal de lágrimas del techo o del fondo mismo del oporto.

—Es nuestra seguridad en clave —dice Eduardo Vargas. Significa que todo está positivo.

Un botón cristalino a la derecha activa una pantalla de cuarzo en la pared que resultaba invisible, y sobre la misma aparece ahora un rostro elegante, sonriente, coqueto y visceralmente endemoniado de glamour.

Los detalles del rostro son impecables. La mirada, si bien un poco fría, calculadora, es de ave en vuelo. Los labios no tienen nada que reclamar a la naturaleza. La nariz puede confundirse con cualquiera de las maravillas del mundo. Podría pasarse un cristiano toda la vida contemplándola sin contar los soles que le caigan sobre la espalda, extasiado, hechizado, embobado.

—Llegó su esposa, General —sentencia Nalgas Llosas, y como si esas palabras activasen una clave fonética, la armazón de acero accede de par en par el paso rojo, esbelto, dominante de la hembra, envuelta en falda y corsé, cartera americana y zapatillas de Pierre Cardin.

Sus pasos sobre la alfombra son pétalos sueltos para el amor.

 

IV

La mujer había sido siempre un enigma. Casada casi clandestinamente con el General apenas dos meses antes de ser depuesto por el golpe de estado, había entrado a Venezuela de manera ultrasecreta y por separado del marido, luego que huyeron para evitar ser aniquilados en Argentina. Por lo general, nadie la conocía y era poco vista en público. Como dama discreta que había sido, no tenía pecados públicos que ocultar y por añadidura, ahora le bastaba con el goce de tan avanzados sistemas de anonimato y discreción brindados por el entorno fiel del dictador. Sólo su hermosura y el sol bañado del oporto del “Carribe” le delataban. Con toda ley el General le decía mi hembra.

—Sentáte —le dijo, y ella, dócil y dúctil, tendió su brazo largo, fino, suave y blanco detrás del cuello oprimido por una corbata azul. Acto seguido, el muslo cortado perpendicularmente se asomó como un pan de leche en exacto perfil. Pero el sapo no callaba su agorera letanía.

Sin embargo, el pasado de aquella hembra había sido borrado de la faz de la tierra. Para el General es una diva, una musa, una diosa. Para su entorno, eso y más. Nadie se atrevería nunca siquiera a insinuar el pasado de camas, sábanas y desvaríos de esta hermosura, cuya propiedad sólo era posible bajo tan distinguido uniforme militar.

Eduardo Vargas diserta sobre el plan, mientras Mr. Bluefields, cerca de la puerta de seguridad, despacha hacia sus pulmones un habano que parece estar a placer en su boca, mirando desaprensivamente el rólex de fondo azul en su mano derecha, inhalando el aire, la tierra, el planeta todo, hacia sus pulmones llenos de estrellas. Tiene así la exacta frialdad de un criminal profesional o agente encubierto de la CIA.

—Entraremos por Colombia, General, es más seguro. Ahora mismo estamos llenando de muñecos con formas y dimensiones humanas el pequeño jet de turismo que, por una aparente avería, se desviará hasta acá, y usted debe ser necesariamente un técnico de aviación, aunque sea de aprendiz —todos, y de manera exagerada la mujer, se ríen—. Por lo tanto, debe ponerse ahora mismo el traje que tiene en el armario, sin olvidar los bigotes, las gafas y la peluca, y tomar el portaherramientas que, si bien no pesa, puede resultarle molestoso. En realidad, ahí lleva usted el dinero.

El General pone la mano en el muslo, y su amplia y deforme cadera reposa muy junto de la otra, que es perfecta, dócil, amarrada a un cinturón ancho de cuero de víboras del Brasil. La desproporción de las edades, de los talles, incluso de los modales, son apenas detalles de segundo grado que no restan solemnidad a este drama. Que esto despierte una profunda lástima existencial es cosa de especulación, de literatura, no más.

—No debe tener cuidado con sus trajes, General, añade Eduardo Vargas. Lo recibirá todo en 48 horas después del éxito de la operación. Ya como nuestro reconquistado Presidente.

Se dan unos muy formales y rápidos gestos aprobatorios entre el General y el embajador, y acto seguido el anfitrión señala:

—El Excelentísimo Embajador, Mr. Bluefields, tiene todo organizado con el mejor equipo del mundo. El golpe será un éxito y este oporto, por supuesto, tendremos que repetirlo. Claro, allá en el Sur, en su despacho, Presidente.

Repetirlo era una palabra que el sapo parece haber escuchado, pues en ese momento su diálogo paralelo emite una consonante aguda, gangosa, que no resulta desapercibida, al menos para el General:

—¿Dónde está ese sapo? —sin sospechar remotamente que lo tiene debajo del sofá amarillo.

 

V

Mr. Bluefields y la hembra intercambian leves sonrisas en la cómoda recámara del Mercedes en sentido contrario al lugar del accidente de las mujeres. El ardid ha sido perfecto. Si hacia el sur se distrae la atención con un infortunado accidente automovilístico que no implica más que el sacrificio de dos operadoras de turismo que servirían de protocolo a un destacado visitante clandestino, hacia el norte se dirigen ellos, satisfechos y campantes por el éxito del plan.

A un kilómetro de allí queda aquel sapo estratégico, aquel tubo de luz y aquella puerta supersegura que ya debe estar volando por los aires con la explosión, mientras las vísceras del General y los chispazos de oporto de Eduardo Vargas se precipitan a tierra desde diez pisos de altura. Se les ha puesto, pues, un traje de altura, sin que se lo imaginaran. A esto lo llama la CIA, labores de inteligencia. La secreta metralla contra el cono Sur.

—¡Viva el Carribe! —sentencia Mr. Bluefileds, aspirando el habano hacia sus pulmones llenos de estrellas.

En un hangar del aeropuerto cercano, de manera rutinaria, un avión mediano aguarda por ellos dos, lleno de muñecos, con grandes bolsas de dinero y otros empaques misteriosos, surcará los cielos en minutos, cruzará nubes, vencerá fronteras, y pasará la página de este drama latinoamericano.

Cualquier parecido con la realidad será pura coincidencia.

Oviedo, Asturias, junio-julio 2000
Isla de Margarita, julio-agosto 2006