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Hay comienzos...Hay comienzos...

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Hay comienzos con palabras como el de Cervantes: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. Como García Márquez en Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Como Tolstoi en Anna Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, pero las infieles lo son cada una a su manera”. O bien como Thomas Mann en La montaña mágica: “Un modesto joven se dirigía, en pleno verano, desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisons. Iba allí a hacer una visita de tres semanas”. Comienzos cautivadores, algo más largos, como el de El jugador de Dostoievsky: “Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué”.

Se trata de comienzos que impactan y permanecen porque ya se conoce, una vez que se ha hecho la lectura completa, los desenlaces de la trama; y esos comienzos sugieren que nada se presagiaba antes, como en Thomas Mann, o bien se trata de inicios que no permiten anticipar toda la historia, como en el libro mencionado de Dostoievsky, por ejemplo.

La lectura final del texto hace que en ocasiones se vuelva al inicio, con lo que se logra un contrapunteo iluminador. Por el contrario, aquellos textos que no son cautivantes en este sentido, o en los cuales los comienzos terminan por pasar desapercibidos, la magia del lenguaje y del texto seguramente se oblitera —acaso a favor o a causa de otras razones.

Hay comienzos, como en arquitectura, con los espacios abiertos, acogedores por tanto, y que invitan, como en Le Corbusier, con luz que abraza desde adentro al visitante. Como Calatrava o (¡y sobre todo!) Koolhaas, con espacios y ángulos quebradizos pero abiertos, que marcan un contraste fuerte con la masa de construcciones alrededor nuestro o incluso con respecto a lo conocido en la historia. Existen construcciones como los templos budistas en Japón, y en Oriente en general, abiertos, con pájaros en los alrededores, con lagartijas, flores, colores vivos y cálidos, y múltiples aromas deliciosos, en contraste con los templos católicos, cerrados, lúgubres, alejados y con algo de siniestro y de mensaje cifrado. En Occidente, templos clásicos construidos en el período gótico, o con estilo románico, o acaso en clave barroca, como las numerosas catedrales que se construyen en toda Europa y que aún hoy permanecen, muchas de ellas, como íconos arquitectónicos, o religiosos. Espacios cerrados, pero que pudieran prefigurar el posterior descubrimiento de los claroscuros à la Rembrandt.

Mientras que los templos budistas sugieren experiencias abiertas, los Occidentales anuncian comienzos que demandan un avance posterior ya prefijado y cierto, gracias a la fe —en fin, un final.

Hay comienzos en la música, como en el trío para cuerdas en do menor, Opus 3 de Beethoven (String Trio in e-flat, Op. 3) —por tanto, desde luego, ese comienzo del Allegro con Brio: ¡superbe!--, que nada tienen que ver con la creación de obras que arrancan in crescendo y que sólo al final se resuelven en una conclusión que le otorga sentido a la composición íntegra. Henri Purcell cautiva con Draw near, you lovers, esa canción secular que escribe hacia 1683 con base en el poema de Thomas Stanley —una canción en la que las emociones parecen brincar desde el inicio. Por lo demás, los cantos seculares de Purcell permanecen ampliamente desconocidos, pues su obra religiosa, profana, instrumental o de ópera ha predominado en los gustos. En otro plano, el Lamento de la Ninfa (Lamento Dellla Ninfa), del Octavo Libro de los Madrigales de Claudio Monteverdi (circa 1638), comienza con una ninfa cuyo relato sólo después se adivinará como luctuoso con las dos voces masculinas que entran en la parte central y que, justamente, permiten entender de otro modo el relato de la Ninfa que sale de su propia casa.

En otro plano distinto, hay comienzos de un encuentro, que la música pinta como en “La chica de Ipanema”, que pasa, con su andar musical, y sugiere o permite desear, incluso a pesar de Vinicius de Moraes (y de Antonio Carlos Jobim), un futuro encuentro —siempre, sin embargo, incierto. O bien, una tonada que ya desde el inicio captura al oyente: es lo que sucede con “déjame que te cuente, limeña, déjame que te diga la gloria...”, en ese vals que es “La flor de la canela”, de 1950 (particularmente en versión de Chabuca Granda, su autora), y que, en una canción considerada popular, logra desde el inicio anticipar una historia completa, ricamente expuesta en un tiempo de algo más, algo menos, de tres minutos.

En el mundo cotidiano hay comienzos en los que una mirada acompañada de un minúsculo gesto y un movimiento de ojos discretos pero sinceros estremece el espíritu, como esa mujer que conocimos, o la escena que presenciamos entre dos personas.

La pintura, por su parte, tiene la dificultad de invitar al comienzo, pues su tradición es la de una obra totalizante. Pero hay buenos ejemplos de comienzo que inicia y no termina; anticipa y sugiere pero deja a la mirada impulsada, si cabe la expresión, para que ella misma, acompañada de la imaginación, prosigan más allá del cuadro. Es el caso, por ejemplo, de Gerhard Richter, con su Paisaje marino (1969), o en las Dos velas (1982). Impresionantes como lo son la serie de los Cinco Sentidos, de Brueghel El Viejo y Rubens —Alegoría del oído, Alegoría de la vista, El gusto, El tacto, El olfato, pintadas en colaboración entre 1617 y 1618— anticipan en cada caso un pandemonio de emociones para cada uno de los sentidos involucrados. Los contenidos minuciosos, incluso en ocasiones minimalistas, conjuntamente con el empleo de la perspectiva, los fondos y los detalles de todo tipo, implican cuadros totalizantes que, sin embargo —magnífica paradoja—, no dejan de ser comienzos sugestivos —para los sentidos tanto como para la imaginación.

Hay un cuadro de M. Chagall, La impugnación, de 1943, que sirve como instantánea de un movimiento que, se adivina, apenas aparece esbozado. Así, la actitud del novio ante la novia, presenciando algún acontecimiento hacia la parte inferior derecha, pero externa al cuadro, representa el inicio de una emoción profunda y sobrecogedora.

Por lo demás, a título de ejemplo, ¿qué piensa hacer El cazador en el bosque, ese cuadro de Friedrich de 1813/14? No cabe duda de que en su mente no hay marcha atrás. Pero lo que le espera, en el momento en el que aparece, de espaldas a nosotros, está meditando: lo que aparece ante su vista es un espeso bosque en el que la luz parece ya no hacerse posible, excepto por el claro en el que se encuentra el cazador, y del que, presumiblemente, ha cortado un pedazo de tronco de un árbol. El cazador comienza un camino incierto: nada asegura que encontrará una presa; ni tampoco que podrá regresar sin más.

En las experiencias artísticas y estéticas contemporáneas, dos buenos ejemplos de comienzos iniciados son los flashmobs —prefiero los musicales—, que irrumpen, cautivan y desorientan en un primer instante. El público alrededor no logra entender inmediatamente lo que sucede, pero se admira y se divierte, participa y se deja embargar por el acontecimiento. Asimismo, los happenings son experiencias puntuales que si desde el comienzo no interpelan, atrapan, cautivan o motivan, ya serán actos fallidos o fracasados. En el comienzo está la trama y el final, anticipados o contenidos.

Hay, igualmente, comienzos que apuntan hacia atrás. Son los flashbacks. Usualmente se usan en cine y documentales, pero pueden tener cabida en la literatura —en cuentos y novelas. Aquí el comienzo remite a un origen antes que a una sucesión, y en el origen se encuentran los motivos y las simientes del desenlace actual. Toda la trama apunta del pasado a comprender el presente; pero entonces, habitualmente, el presente se cierra sobre sí mismo.

***

Hay siempre libros que se comienzan y no se terminan, poemas, artículos, libros que nunca se termina de empezar. No se terminan de empezar a leer, o tampoco se terminan de empezar a escribir. En un caso quedan páginas, frases o párrafos ojeados, habitualmente al azar o a vuelo de pájaro; y en otro caso quedan líneas empezadas, apuntes, ideas bosquejadas, sencillamente. Hay también citas e invitaciones que no terminan de cuajar y quedan siempre empezadas sin que nada de nada suceda. Hay dibujos, bocetos, esquemas, partituras que quedan trazados, unas líneas, unos trazos, y luego, tiempo, mucho tiempo esperando nadie sabe qué. Hay comienzos que empiezan y nunca terminan de empezar. No crecen, no se desarrollan, no conducen a lo que se supone que deben conducir. Quedan como promesas abiertas, ni siquiera incumplidas; horizontes anunciados que no acaban de despegar, rayos de luces promisorios que no cesan de iniciar.

Hay palabras, frases e ideas que empezamos a pronunciar y no las terminamos. A veces, incluso mucho tiempo después, nos asaltan en la noche, en medio del sueño, o también al cruzar una esquina.

Ahora, no se trata de lo que no se puede decir. Tampoco de lo que no hay que expresar. Es más bien otra dimensión distinta. Ya sea porque hay —y siempre hay— alguna interrupción, o porque la idea, el momento, la relación, el poema, el libro o el cuadro, por ejemplo, no terminan de nacer.

Es como si las cosas, esas cosas, quisieran no nacer. Al fin y al cabo, ¿no dicen las señoras que enseñaban las abuelas que los niños nacen cuando quieren? Es como si se tratara de un nacimiento siempre postergado. Es, supongo, parte de la vida. Y también, cabe conjeturar, es el proceso de obras de diversa índole —cuadros, composiciones musicales, poemas, artículos o libros, por ejemplo.

En la historia se destaca ese gran comenzador de cosas que casi nunca llegó a terminar nada: Leonardo da Vinci. Pero que cuando terminó varias obras entraron a la historia de la cultura y la civilización humanas. Muchas las bosquejó con cuidado, y otras más, entre esas verdaderas joyas de la cultura universal como la Mona Lisa, nunca terminó de acabarla, pues volvía recurrentemente a ella, para mejorarla, terminarla, perfeccionarla. Para no mencionar la Batalla de Alighieri y tantos bosquejos de ingeniería, dibujos, pinturas y esculturas. Leonardo comenzó numerosos proyectos de diverso tipo: de arquitectura o escultura; de ingeniería o pintura, y nunca parece haber terminado ninguno. En realidad, nunca terminó de empezar a definir cada uno de ellos. ¿No es acaso conocido el hecho de que menos de la mitad de sus numerosos cuadernos y hojas de apuntes han llegado hasta la fecha a nosotros? Insuficientes para el genio de Da Vinci, los que han legado hasta nosotros son aleccionadores en el sentido mencionado.

Como quiera que sea, comenzar las cosas no es sólo cuestión de avatares de la vida cotidiana, o expresiones elevadas del espíritu que se plasman en la literatura, la pintura o la música, por ejemplo. Más exactamente, hay una ciencia que se enamora de los comienzos, y que habla de cómo el comienzo nos invita a nuevos momentos, a horizontes futuros, a posibilidades desconocidas. Se trata de la ciencia del caos. Esa que afirma que un pequeño comienzo imperceptible puede tener —y tendrá seguro— consecuencias impredecibles. Esa ciencia que llama la atención sobre la importancia de los atractores extraños, y que pone de manifiesto, por primera vez en la historia de la humanidad, que los fenómenos verdaderamente apasionantes son justamente aquellos que sólo cabe predecir en el presente, pues en el futuro resultan inciertos e imprevisibles. Y hace ciencia de todo ello. Y a esa ciencia la denomina de la complejidad. ¿Complejos?: los comienzos...

Cabe, pues, sospechar de la ciencia, la cultura y el pensamiento que remite al origen. Al mito fundacional. Pues todo origen sólo se sabe a sí mismo, mientras que el comienzo no sabe del origen ni de pasado, y sólo se abre a lo mejor y lo Nuevo (con mayúscula), que invita a lo desconocido, como a la posible y lo probable.

No se trata, en absoluto, de afirmar que cada comienzo es único, pues se trata de una verdad banal. Más bien el tema es el de los comienzos que, en unos casos, pueden y deben —desiderativamente, por decir lo menos—, conducir a cumplimientos y acabamientos. Pero, en otros casos, de comienzos que no terminan de empezar y que, en el sentido fuerte de la palabra, jamás llegarán a acabarse —con la excepción, siempre, de la Gioconda de Leonardo. (Seguramente la mirada cautivadora, ubicua casi, de Lisa Gherardini, debe su encantamiento al hecho de que nunca fue terminada, por lo menos a los ojos de su autor, el genio de Florencia).

Pero nada obliga a que un comienzo deba continuar y menos terminar. El mejor de los nombres para aquél es el del juego no representativo, la amistad, el amor o la fantasía —que se caracterizan, finalmente, por el hecho de que comienzan y se plantean como abiertos a la indeterminación y que pueden, ocasionalmente, determinarse en tal o cual sentido.

El comienzo es, por tanto, en un cierto sentido, abierto e indeterminado, y permanece como tal. Cuando el comienzo tiene un fin —previsto, planeado o propuesto—, no hay propiamente comienzo: se trata de una tarea o una orden, cada uno horribile dictu. En estos casos lo que comienza apunta de entrada a su acabamiento y cumplimiento. Todo lo contrario a la vida del espíritu, a la evolución o a la vida misma, sin más.

El comienzo, comenzar: se trata, al fin y al cabo, de un acto espontáneo y generoso que denota confianza en la vida. La vida misma, que a cada paso está comenzando, cuando se la vive de veras...