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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 29, del 4 de agosto de 1997

Las letras de la Tierra de Letras


Diálogo con nadie

Octavio Santana Suárez

—¿A dónde vas?

—A Ucanca.

—¿Qué harás solo allí?

—Contemplar los tajinastes.

—¿Por qué después del invierno?

—Es cuando yerguen su color verde y también el rojo. Si decides acudir en verano, los notarás quemados y observarás a muchos vencidos; en ningún caso te apures por intentarlo en noviembre, porque su vocación de erección aún no ha rasgado la virginidad de la tierra.

—¿Y si acierto a pasar por Las Cañadas en ese mes?

—Fíjate en los bajos arbustos autóctonos que alfombran la planicie dura y al momento abstrae la vista en la superficie aceitunada de su laguna vegetal.

—¿Qué te pareció más recio, las rocas o el aire?

—El tesón del viento trazó los rasgos más exóticos.

—Estoy de acuerdo, pero... ¿y las figuras caprichosas?

—Conviene que te convenzas, las esculpieron los dioses aunque se sirvieran de la erosión.

—¿Y las montañas?

—Las distinguí ocres durante el día.

—¿Y al atardecer?

—Violáceas, ¿cabría aguardar otro tono en el incendio púrpura del crepúsculo prendido en Chío?

—¿Recuerdas sus portes cuando el oscuro se echa encima?

—Fantasmas negros de lomos curvos, delinean el turquesa que sostienen en sus crestas; con la noche sentada arriba, precipitan sus moles desde lo alto al fondo del valle mágico.

—¡Háblame del cielo!

—Terso, azul, transparente, obstinado en la gracia tallada sobre la abrupta piel de los ciclópeos volúmenes y en deuda de espacio con la majestuosidad de la monumental elevación.

—¿Por qué siempre que vuelves te hospedas en las faldas del espléndido fenómeno dormido?

—Allí el buen gusto tomó plaza antes de que yo lo supiese, me agrada profundamente su ambiente íntimo y la serena magnificencia del entorno arrebata el entusiasmo fértil que llevo a mis escritos.

—¿Me consientes conocer en qué solazas, aparte de esto, las mañanas?

—Mientras vagabundeo, sin rumbo predeterminado, por el océano que retuvo inmóvil su encrespación de hace milenios, doy una ojeada a lo que medité ayer y trato de organizar aquello que me propongo pensar hoy.

—¿Qué reflexionas en medio del magma enfriado?

—Recapitulo las ideas sin tiempo, agrupo sin prisas los conceptos que no desesperan por ser resueltos y considero la larga espera como la garantía precisa para que la debida fermentación progrese adecuadamente ¿a qué entonces tanta urgencia?

—¿Qué impresión instala en tu alma la prominencia inerme?

—Al despertar de la siesta recupero inmediatamente su alzada desde el lecho de la habitación cuarenta —lo confieso, es mi cuarto preferido— ¿será quizá porque el sueño de por detrás del mediodía insiste en la ensoñación que se me antoja su cono como un pubis abierto al firmamento?

—¿En qué entretienes las tardes?

—Paseo hasta los roques, junto a éstos de aquí enfrente, ancho la mirada por la llanura infinita que se extiende abajo y recojo el eco de su elocuencia muda devuelta por los peñascos de más allá.

—¿Y la luz?, ¿qué tienes que contarme de su levedad?

—Solidifica el hechizo, ata el maleficio de las horas que corren hacia atrás, convoca el embrujo de la materia sublime en la frontera de lo inmaterial, admite en la belleza a eso que asemeja brutal y permite a la ingravidez concurrir a su cita con los colosales pesos muertos.

—¡Es que todo es tan denso ahí!, ¿verdad?

—Sí, las formas compiten por aligerar su carga y exponen, sin escondites, sus hechuras desnudas al sol. Las gigantescas cicatrices reclaman el fresco de las sombras porque se duelen del astro que arde.

—¿Reconociste el ritmo eterno?

—Creo que lo adiviné en el equilibrio perenne entre aquello que consolida la perspectiva diáfana y esa soberbia evanescencia de lo absoluto que lucha por liberar su amarre.

—¿Y la canción sin término?

—Oí su melodía centenares de veces. Te ruego que guardes el secreto, porque si los aficionados al ruido se enteran recalarán para romper la garganta al cantor del silencio.

—¿Alguna vez te acompañó alguien?

—Esta fantasía de la creación merece ser compartida por quienes aprendieron a gozar de su misterio. Así lo entendí y procuré traer la lealtad de otros conmigo; en la memoria colecciono imágenes inolvidables de seres amados que con cuidado extraje de estos parajes.

—Dime, ¿en qué comulgaron además contigo?

—En el ansia de saciar el espíritu con la extravagancia divina y en las ganas de indolencia que experimentamos ante su apariencia de violencia.

—¿Regresas a este origen con frecuencia?

—Donde en un giro del ciclo se escuchó el grito de la piedra sujeto a la agitación telúrica, vengo en cuanto puedo a recrear mis sentidos y la emoción con los gemidos del final de una pasión consumada.

       


Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983