Artículos y reportajes
Desvíos y extravíos en la actual poesía venezolana

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Fotograma de “The Wall” (1982), de Alan Parker

Más allá de las fronteras idiomáticas, la poesía es una, un solo tronco de cuyo cuerpo salen infinitas ramificaciones, sobre las que se posan las diversas aves del mundo a ejercitar sus cantos; árbol polifónico, la poesía crece, se multiplica a través de ramas y raíces. Telúrica por sus cimientos; coral, aérea, espacial por los alados cantos que fluyen de sus transitorios albergues. La poesía es obra de una dualidad: fija en un punto de la tierra; móvil, viajera, inasible entre la estelar música de las esferas y el concierto de voces humanas que emergen como una sola oración solicitando la presencia de Dios, y ese Dios es el poema que nadie ha escrito todavía. Por imposible, por lejano que se presente, no cesará el hombre en su intento de alcanzarlo algún día. El día aquí no es lo que creemos, las horas tampoco, pero ayudan a que conozcamos la medida de las cosas: caemos así en el curso de la temporalidad, en la angustia de nuestro tránsito, en la seducción y deseo de una trascendencia de los que sólo puede dar cuenta el más delgado verso de la poesía: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz”. Ningún ser sobre la tierra podría negar la violencia de esta verdad poética. La luz lo es todo, de ella nacen todos los cantos, todas las resurrecciones. Tenemos, entonces, que la poesía no tiene patria; que ningún imperio lingüístico podría apropiársela, que ningún territorio, por mucho que tenga de tierra prometida, puede ser su vergel o paraíso.

No han sido pocos los intentos de concretar una visión panorámica de la poesía venezolana. Poetas y críticos de inobjetable autoridad intelectual como Juan Liscano, Guillermo Sucre, Oscar Rodríguez Ortiz, José Ramón Medina, Luis Beltrán Guerrero, Elena Vera, Vilma Vargas, José Napoleón Oropeza, Javier Lasarte, Rafael Arráiz Lucca, Joaquín Marta Sosa, Antonio Pérez Carmona, Gina Saraceni, Alejandro Oliveros, entre otros, han intentado aproximaciones que tienen la virtud del testimonio, el plausible propósito de ciertas valoraciones que hoy podemos apreciar como escalones que conducen a una unidad irradiada por efecto de la suma de múltiples cosmovisiones, es decir, por la amalgama de disímiles y encontradas miradas de nuestra poesía en el contexto de la literatura nacional. Estemos de acuerdo o no, son estas contribuciones imprescindibles frente a cualquier exigencia que se plantee mostrar con datos valederos, legitimados por el discurso operante, la más mínima de las listas de nuestros poetas ante el mundo. Entendemos que es imposible dar cuenta de todos nuestros poetas, menos en nuestros días cuando insumos como el papel constituyen un producto suntuario, ya que editar tantos volúmenes para complacerlos a todos devendría en un desangre de la economía y en la más terrible de las demagogias. A fin de cuentas, papel aguanta todo, y no es esta la dirección de lo que queremos expresar. Una antología pretende ser una muestra representativa en la que estarían los infalibles, pero después de ellos queda un amplio margen para el escamoteo, para que los caprichos del antólogo expulsen sus fantasmas, sus criaturas congeladas bajo el hielo de inexistentes generaciones. La franca verdad es que la mayoría de nuestros poetas carecen de ubicación. Son meteoritos, bólidos errantes frente al sistema cerrado de quienes han echado sus cartas en grupos y manifiestos, en supuestas generaciones o confluencias de época o en la revista que los pudo haber unido circunstancialmente en el objetivo común de gritar al mundo la inconformidad juvenil. Hechos como estos han devenido después en parto de los montes; ya que no poca gracia ha colocado en la palestra, en los escenarios más importantes de la vida nacional, a muchos de esos afortunados seres que del acto fortuito del pasado saltaron al quicio inmediato que abre las puertas de Miraflores. Sí, el palacio presidencial se llenó de poetas, de bufones, de alabarderos, de rastreadores de oportunidad, de arribistas de toda laya que sin mediar acuerdo empezaron a inflar glóbulos rojos y a sacarse de la boca banderitas tricolores, a escribir y a cantar al padre de la patria con ritmo monocorde como nunca jamás se había hecho; era la resurrección de los patriotas que como cabalgadura encincharon el avión presidencial y las apuestas naves de nuestras aerolíneas para esos interminables vuelos de la poesía. Imposible dar cuenta de semejante acoso “intelectual”, de tantos relamidos flirteos al poder. Tanta desvergüenza no provoca sino escepticismo, la respuesta irónica como única salvación ante el coro plaudente de nuestros poetas que, aletargados en las botillerías, quedaron para exhibición en los frascos del frasquitero mayor, Enrique Hernández D’Jesús, cuyas artes malabares imponen jurados, premios, ediciones y hechos afines que tengan que ver con el ramo de la poesía. Puede sonar a burla, pero sabemos cuán corto se queda nuestro entendimiento. El escarnio proviene de esos sujetos del poder. ¿Por qué tanta agua sucia y cielo tan empañado en el panorama de nuestra poesía? La explicación es una sola: el destierro de la crítica. Hace más tres décadas que el oficio del crítico empezó a perder vigor, a volverse laxo y complaciente frente a la producción literaria del país. La crítica académica, si es que se puede hablar con propiedad de ella, jamás trascendió el aula universitaria, amén de regodearse en exámenes de las obras que se diluían en estudios semióticos, lingüísticos, estructuralistas, culturalistas, etc. Excepcionalmente hicieron incisiones allí, en el centro del problema, en la raíz del mal que debían atacar para que no se propalara una literatura inoficiosa, insustancial, surgida de la entraña de una bohemia marcada por la esterilidad y el oficio fácil y volandero de la escritura. El halago, el encomio y el coro laudatorio determinaron la iglesia pobre de nuestra crítica. Que el crítico rozara con su escalpelo la ultrasensible piel de un poeta, era ganarse de antemano también el destierro del oficio. Así la indecencia y la falta de ética fue ganando terreno: mejor alabar que condenar, mejor celebrar que enjuiciar; mejor estar con Dios y con el diablo que permanecer en el limbo, hasta que sin anuncio alguno la crítica se esfumó de nuestro espacio, lo que dejó las puertas francas a toda suerte de populismo literario. Emulando a un nadaísta colombiano, Gonzalo Fragui pondría el inri a tan noble oficio: “Los críticos en el fondo son buenos, pero en el fondo del mar”.

Estas circunstancias las vivió y las padeció tal vez uno de nuestros más emblemáticos críticos, Jesús Semprum. Cito un fragmento suyo como ilustración de las palabras antecedentes: “Es incalculable el maleficio que causa entre los jóvenes que se inician en el cultivo de cualquier arte el elogio desmesurado, la ponderación exorbitante que se estila entre nosotros. La costumbre de distribuir alabanzas a diestra y siniestra ha traído como primera fatal consecuencia el descrédito de toda censura y el peligro de censurar, así sea de un modo lene. La reprobación se atribuye siempre a inquina, a envidia, a alguna negra pasión del ánimo; y luego, todo el mundo cree obligados a los escritores a que se les encomien sus obras sin reparos, porque de lo contrario se considera víctima de atroz insulto”. Nada nuevo en el huerto de nuestra literatura, la conducta ante la crítica asoma dos caras: la que la requiere para el elogio, para la acreditación pública, para posesionarse en los círculos de las élites y el poder; y la otra, la que abiertamente expresa su desprecio, el rechazo a su presencia, postura que por lo general asumen grupos e individualidades que carecen de seriedad en sus propuestas estéticas, sujetos inseguros de la obra que realizan. Poeta y premio Nobel, Juan Ramón Jiménez ejerció la crítica sin complejo alguno. En defensa de la actitud del crítico llegó a decir que el deber de éste es “estimular a los jóvenes, exigir a los maduros y castigar a los viejos”. Adscribimos sin reservas este postulado del poeta español. Ocurre, sin embargo, que la falta de temple, de coraje, mantiene alrededor de nuestro universo literario un silencio cobarde. Todos sueñan con la gloria literaria, todos se creen con derecho a ascender al Olimpo del Premio Nacional de Literatura, y por este camino de señales equívocas nadie arriesga su carta de futuro que, debemos decirlo, cada vez más está condicionada por el poder. La mano oculta del poder lo decide todo, cómo negarlo, pero lo lamentable es que nuestros poetas y escritores marchen uncidos como bestias al carro de la historia sobrealimentados por la ilusión que los compensará algún día con el lauro y ceremonia que reserva el poder a los obedientes. Un escritor, un poeta de esa estirpe no merece nuestro respeto. Ninguna enseñanza se podría extraer de su obra y de su estado de sumisión. Cuánto quisiéramos que nuestros poetas tuvieran la hidalguía y el desprendimiento que manifestó el nadaísta Gonzalo Arango ante la obra de X-504, Jaime Jaramillo Escobar, compañero de ruta y a quien llama poeta inmortal. Argumenta Arango: “Cuando tomas la palabra dices verdades inexorables y terribles, eres como un rumiante para pensar lo esencial, lo último, lo definitivo, por eso tu obra quedará, perdurará. Yo te seguiré mirando desde mis siglos olvidados. Mi obra literaria en cambio no quedará, soy poeta de lo fugaz, mi reino es cada instante, lo que perece y no renace, lo que es y no continúa. No hay solución a eso: es mi manera de ser, puro canto de sirena que desaparece en las olas, que se lleva la brisa. Mis bodas son con el instante, con el sol, poeta de la burbuja. No me quejo, yo me aniquilo en el goce de cada cosa, en lo efímero, a mi paso no dejaré ecos, dejaré mi silencio y todo me sobrevivirá. Okay, yo soy mi carne”. Me permití la larga cita que, aunque no pretende demostrar nada, sí pone de relieve la hermosa aventura de unos poetas y cuánta bonhomía y grandeza los acompaña; cómo la poesía que escribió el padre fundador del Nadaísmo, Gonzalo Arango, no dio para encumbrarlo, en tanto que el gesto humanitario, humanístico, altruista y revolucionario de sus cartas, fue suficiente para inmortalizarlo también. Actitudes como esas estamos muy lejos de observarlas en nuestro país, donde nuestros poetas piensan en petrodólares, en premios que le revientan la vejiga a los descamisados, mientras los muy orondos, neohedonistas, desde su Olimpo predican el socialismo de botella y copa alzada. En honor a Semprum, en honor a Juan Ramón Jiménez, desde nuestra trinchera abogamos por una “crítica impune”, “lejos del sentimentalismo estético y de la corrección política”, como la plantea el escritor mexicano Christopher Domínguez. En honor también del pensador cubano Enrique José Varona, quien advirtió que “El hombre será, como afirmó el estagirita, un animal político; pero de seguro no es un animal crítico (...)”, auspiciamos la reivindicación de la crítica con todas sus consecuencias. Señala, por otra parte, Varona, que “el espíritu crítico” es “como una excrecencia del cerebro humano; y como toda monstruosidad, abunda poco”. Desde aquí suscribimos la “monstruosidad” de la crítica y las consecuencias que de ella se deriven; asumimos con plena lealtad y responsabilidad ética nuestro insoslayable papel en el que nada tenemos que perder. Ya desde el siglo XIX José Martí alertaba acerca de la mudanza de los poetas: “Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que escriben fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben”, expresa en el prólogo al “Poema del Niágara” de Juan Antonio Pérez Bonalde. En atención a lo que someramente hemos expuesto, dar razones de vicios y deformaciones en el acontecer de nuestra literatura se hace impostergable. Un primer aspecto a destacar tiene que ver con la (b)vasta producción de libros de poesía en los dos últimos lustros en el país. Alguien podría argüir, ¿y qué tiene de malo?; nada, por supuesto, más allá de alimentar la vanidad de los versificadores sin oficio y consumir buena parte del presupuesto del Ministerio del Poder Popular para la Cultura en la publicación de obras pueriles, que obedecen a los caprichos y complacencias de un funcionariado sin formación en la materia. Ocurre que mientras más publican a pseudopoetas, a rimadores, a escribidores, debido a la palabra en descenso y a la brusca caída del buen decir en nuestra lengua, la media docena de poetas oficiales se sienten con derecho a pontificar desde el reino intangible del premio y la gloria transitoria que ostentan. Que la demagogia y el oportunismo de un político los cite en la tribuna pública es para ellos la consagración definitiva. De esta manera se han repartido entre ellos premios nacionales y regionales, aparecen como eternos jurados de los concursos literarios, se canjean anualmente una codiciada agenda de viajes al exterior, gozan de las milagrosas canonjías, se editan y reeditan hasta el descaro sus libros, sacan del cajón de sastre sus intentos fallidos de escritura, retazos de poemas trasnochados y tienen el santo brío de publicarlos en las imprentas del Estado como pulquérrima donación espiritual al pueblo. En esa falta de modestia, enfermedad curricular crónica, han caído Luis Alberto Crespo, William Osuna, Enrique Hernández D’Jesús, Gustavo Pereira y el no menos narcisista Tarek William Saab, entre otros. Aventajados alumnos que han sabido sacar provecho a las instancias de poder donde “trabajan”. Léanse los últimos poemarios de estos bardos y corroborarán la repetición formularia del estilo, la pobreza lírico-semántica que anuncia el descalabro, el finis terrae de la creación, de cómo se han secado las fuentes de estos labriegos. Lamentable que nuestros poetas no conozcan el silencio, el saber callar a tiempo. Bien vale recordarles el sexto principio del Abate Dinouart en su Arte de callar: “El hombre nunca es más dueño de sí que cuando se aplica a contener su pluma; si no toma esa precaución, escribe demasiado y se derrama, por así decir, fuera de sí mismo; de suerte que se pertenece menos a sí mismo que a los demás”. Este es el cuadro de 5 y 6 de nuestra poesía hoy. Quien pretenda negarlo no vive en nuestro país. Ni un solo poeta joven brilla por cuenta propia desde la cultura oficial; siguen siendo los viejos del pasado los que ocupan las pocas sillas del escenario. Cero virtud, cero templanza, sino la desmedida ambición del protagonismo.

A este desconcierto habría que sumar uno no menos escandaloso. La Fundación Editorial El perro y la rana, la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y Monte Ávila Editores Latinoamericana pusieron en circulación una selección de poetas bajo el título Palabras en confluencia, 51 poetas venezolanos modernos, realizada por quienes ocupan cargos de dirección en las citadas instituciones; es, ostensiblemente, una partitura oficialista. Escudados detrás de dieciocho notables poetas muertos, la incorporación del grupo Tráfico, a excepción de Rafael Castillo Zapata, la inclusión del polémico Rafael Cadenas y uno que otro poeta del convite, los vivos que integran la “muestra” —vivos de verdad— pasan de la veintena; en su mayoría son el menú exquisito y elitesco de la cultura oficial, es decir, reconocidos funcionarios del Estado y prominentes adhesiones. Debo aclarar que no es cuestionable la militancia de un poeta o un artista en cualquier proyecto o partido político. Todo ciudadano es libre de profesar y practicar la ideología política de su preferencia. Lo grave comienza cuando siendo parte de la coreografía oficial se presten para la manipulación y el escamoteo literario. El meollo de esta “muestra” poética, como pretende llamarla el prologuista Gabriel Jiménez Emán, es la inclusión en ella de Farruco Sesto que, como poeta, es un excelente operador político. Señala Jiménez Emán, a tientas justificando lo injustificable, que no es esta una antología, mientras arguye razones banales para explicarse. No es una antología, pero sí es una antojolía como ironizaba el cáustico Unamuno. Una muestra, un panorama, una antojolía, un paisaje, una antología, pues, que venden los poetas oficialistas, “atrevida”, “plural”, como osa decir el prologuista, “para asimilarlos y disfrutarlos desde el entusiasmo y la pasión”. Por su intencionalidad esta antología es espuria, perversa, y que nos excusen los dignos poetas que allí cursan y que nada tienen que ver con ese entuerto. Líneas atrás se lee en el prólogo: “Sin embargo, veremos a poetas de trayectoria reconocida compartiendo espacio con poetas jóvenes que poseen clara voluntad de continuar; otros, pese a su trabajo sostenido en el tiempo, han sido poco divulgados”. Uno de esos jóvenes, a la vez que poco divulgado es, sin lugar a dudas, Farruco Sesto.

Amanecieron de bala (2007) es otra selección que pretende darnos un “Panorama actual de la joven poesía venezolana”. Guiarse por ella es extraviarse en cuanto a lo que acontece en la joven poesía actual en Venezuela. Uno podría argumentar cosas duras, irritantes, inesperadas, sobre Amanecieron de bala, pero nuestro objetivo no es provocar ni malquistar. Sin duda, es otra antología oficial, pero como se trata de jóvenes, tenemos muy presente el consejo de Juan Ramón Jiménez. Apenas quisiéramos apuntar algo sobre la introducción que titulan “A manera de preámbulo”. Lo que se dice allí, sobre todo cómo se dice, nos entristece, ya que era de esperarse mayor arrojo y bizarría de la palabra por tratarse de la joven guardia. La cuña gastada del compromiso y cierta pacatería verbosa quitan el aliento, anticipan el desencanto. Comparada esta antología con los manifiestos, proclamas y poemas de los años sesenta, sin ánimos de restarle credibilidad a los nuevos poetas, consideramos que se ha dado un paso atrás. Dichosos ustedes, “amanecidos”, porque el viento sopla favorable a sus futuras batallas.

En cuanto a publicaciones periódicas, no hemos visto en el sector oficial estos quince años una sola revista literaria digna de mención. Las pocas que han aparecido han sido eventuales, espasmódicas, sin continuidad alguna. Todo ha sido parasitar las del pasado —Revista Nacional de Cultura, Imagen—, que a pesar de que emergen a la superficie esporádicamente, siguen siendo clandestinas, inexistentes. La inconsecuencia con las revistas literarias es una evidencia más del comodismo de nuestros escritores, de la indiferencia pequeñoburguesa que los distingue, del burocratismo que arrastran como estigma del pasado.

Se nos quedan en el morral muchos aspectos y temas que preferimos no abordar aquí. Quisiéramos añadir, antes de concluir, que sin negar la importancia de los jóvenes poetas adscritos al oficialismo, al margen de éstos se levanta una relevante presencia de la poesía venezolana que no es grupal ni política, tal vez, pero en la que podemos ubicar nombres y libros significativos para corregir, llegado el caso, tantos extravíos y desvíos. El fallo de la historia, vale decir el TIEMPO, no lo dan los contemporáneos, menos los arribistas que han medrado siempre en la cultura oficial.

No es posible que en nuestras antologías aparezcan poetas como consecuencia del oráculo oficial, y no como fruto de la crítica, de la hermenéutica, de las impresiones que va arrojando una época en revistas y periódicos, y en la definitiva instancia de un público lector que las demanda sin las manipulaciones y presiones del mercado oficial.

No hay arte sin utopía, dice el crítico y poeta Eduardo Milán, lo que no cuesta nada suscribir. La tragedia de los poetas oficiales en Venezuela es que la utopía dejó de ser un destino, porque parte de su propósito se ha cumplido en ellos, en una hacienda burocrática que se pierde de vista, en eso reincidente y salvaje que prolifera en los ámbitos sin control del oficialismo, eso otro que satirizaba en su “Manifiesto contra la basuratura” Chevige Guayke y que parece tener correspondencia en los márgenes del poder. Como ayer, lo que pasa es que el bosque no deja ver los árboles.

 

Referencias

  • Jesús Semprum. “Notas críticas”. Visiones de Caracas y otros temas. Caracas: Ediciones de la Corporación Venezolana de Fomento, 1969.
  • Enrique José Varona. “Los aciertos de la crítica”. Desde mi belvedere y otros textos. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2010.
  • Christopher Domínguez. “Elogio y vituperio del arte de la crítica”. Letra Internacional, Nº 62. Madrid, mayo-junio, 1999.
  • José Antonio Escalona-Escalona. “Tres factores en la crítica de poesía”. Lector de poesía. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1984.
  • Gonzalo Arango. Correspondencia violada. Bogotá: Intermedio Editores, 2000.
  • Palabras en confluencia. 51 poetas venezolanos modernos. Prólogo de Gabriel Jiménez Emán. Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana.
  • Abate Joseph Antoine Toussaint Dinouart. El arte de callar. Madrid: Biblioteca de Ensayo Siruela, 1999.
  • Amanecieron de bala. Panorama actual de la joven poesía venezolana. Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2007.

(Conferencia leída en el XXXIV Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura Venezolana, celebrado en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador-Instituto Pedagógico de Maturín “Antonio Lira Alcalá”, el 7 de noviembre de 2013).