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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 25, del 2 de junio de 1997

Sala de ensayo


La ficción es un embuste

Jorge Gómez Jiménez

Siempre se ha dicho contra los argentinos —o más propiamente, contra los bonaerenses— que son pedantes, arrogantes. Un ejemplo de primera instancia para el sustento de esta etiqueta es Borges. Argenis Daza me refería en una oportunidad una ingeniosa respuesta de Borges a un periodista que le había tocado el punto. Para "refutar" lo de su pedancia, el escritor le contestó: "No sé por qué se meten tanto conmigo. Yo no soy más que un pobre poeta ciego... como Homero".

La cuestión tiene un valor más que anecdótico. Algo en sus escritos me indica que Borges siempre tuvo conciencia de su importancia en el mundo más allá de las fronteras de la literatura. El compararse con Homero quizás no sea descabellado, si tomamos en cuenta el elemento entorno. Homero no pudo haber sido, por factores comunicacionales tal vez, mucho más importante para la sociedad de su época que lo que es Borges para esta. En todo caso, no es acerca de esto de lo que quiero hablar.

El punto de coincidencia entre esta historia de su autocomparación con Homero radica en el valor que ambos escritores le dieron a la ficción, por encima de la realidad. El Saúl de Tarso de La última tentación de Cristo le dice a un Jesús sesentón, artrítico y frustrado, que más vale el peso de la historia de la crucifixión para un pueblo en busca de su libertad que la verdad o ficción existente en el hecho mismo de la muerte del Mesías. Lo mismo hace Homero: no importa que Odiseo no haya clavado nunca una lanza en el ojo del cíclope ni que sus socios hayan sido realmente convertidos en cerdos, lo que importa es el valor épico de la historia. Jorge Luis Borges, a su manera muy argentina, hace lo mismo.

Esta actitud de Borges, reflejada en sus centenares de escritos como función preponderante, conduce a la deducción de que la literatura de compromiso es una falacia en muchos sentidos. ¿Compromiso hacia qué? La literatura como tal, dirá Borges, es tan sólo para enorgullecerse de los libros que uno ha leído. La literatura es sólo literatura, no requiere de adjetivos. O, por lo menos, no del adjetivo "de compromiso". Si la literatura es de algo, es de distracción, de distracción mediante la lectura, de modo que no importa cuán real o ficticio parezca el hecho narrado.

("Leer es un placer", rezaba cierto eslogan dirigido principalmente a los jóvenes, para animarlos a dedicar más tiempo a la lectura).

En "Las barreras del sur", Vian describe un auto que cava túneles en la tierra cada vez que lo disfrazan de carbonera. Cortázar, en "Axolotl", habla de cuando se transformó en una criatura marina de tanto observar otras semejantes en un acuario. Son hechos ficticios, parece obvio; pero eso es lo que menos importa. Cuando García Márquez publicó "El general en su laberinto", una de las cosas que me sorprendieron fue el que los críticos se centraran principalmente en las incoherencias históricas de la novela, dejando de lado lo que yo particularmente considero más flagrante: la pobreza literaria del texto. Es como si alguien objetara a Homero por colocar a Aquiles como un semidiós y a los sapos y ratones como desafortunados partícipes de una batalla que resultó ser un estruendoso alijo de fallas estratégicas.

En uno de sus escritos, Borges menciona la historia de un poema de Coleridge escrito en base a un sueño del escritor inglés durante un retiro en Exmoor. Coleridge acababa de leer algún pasaje referido a la construcción de un palacio por Kublai Khan, cuando cayó vencido por el cansancio. "En el sueño de Coleridge, el texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse; el hombre que dormía intuyó una serie de imágenes visuales y, simultáneamente, de palabras que las manifestaban; al cabo de una hora se despertó, con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y pudo transcribir el fragmento que perdura en sus obras". Borges añade el testimonio de que el palacio fue mandado construir por Kublai Khan después de éste haber soñado dicho castillo. "El primer sueño agregó a la realidad un palacio; el segundo, que se produjo cinco siglos después, un poema (o principio de poema) sugerido por el palacio; la similitud de los sueños deja entrever un plan; el período enorme revela un ejecutor sobrehumano".

Este escrito de Borges da algunos parámetros de su concepción de la realidad. La realidad puede ser transgredida; por lo menos el hecho de que se "fantasee" sobre el particular da un indicio de ello. Los sueños —¿qué son los sueños si no una apreciación de la realidad en que la ficción juega el mejor papel?— pueden modificar la realidad; la realidad es todo lo que existe, todo lo que es; ergo, la ficción es una parte de la realidad. Recordemos que el único juez que tenemos a mano para determinar qué es ficción o qué es realidad somos nosotros mismos a través de nuestros sentidos y del raciocinio, por lo menos hasta ahora; mal podríamos hacer un juicio objetivo y definitivo al respecto. Y en un juicio, todas las porbabilidades han de ser observadas: pues bien, la probabilidad de que la ficción sea más real que esta instancia que llamamos realidad tiene derecho a ser, más que una probabilidad, y bajo ciertas condiciones, una certeza.

Debo recurrir a un ejemplo más claro de esta idea borgiana, y que he eludido deliberadamente hasta este momento. Me refiero a "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", el primer relato de "Ficciones". El argumento es el siguiente: Borges está cenando con Adolfo Bioy Casares, colaborador suyo, en una quinta que han alquilado con el mobiliario incluido; una sentencia dicha por un heresiarca de Uqbar es recordada por Bioy Casares al referirse a los espejos. La sentencia dice: "Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres".

Bioy Casares explica, al requerir Borges más información sobre el origen de la sentencia, que la ha encontrado en "The Anglo-American Cyclopaedia"; una investigación ulterior y dilatada dirigida por los dos escritores revela que el único ejemplar que contiene información sobre Uqbar es el consultado por el colaborador de Borges. En el decurso de la investigación descubren que Uqbar es parte de un proyecto encauzado por una secta de escritores, sociólogos, científicos e historiadores que deciden crear una ficción con visos de realidad, acerca de un país desconocido; con el tiempo, el proyecto arrebata dos generaciones de tratadistas que concluyen creando un planeta completo, Tlön, bajo la dirección de una especie de orden demiúrgica, Orbis Tertius. "Los hombres son capaces de concebir un mundo", dice Borges en este relato. Una "Postdata de 1947" indica que la intervención de Tlön en la realidad ha sido más que un mero ejercicio intelectual, llevado a cabo por un atado de bandidos cerebrales, al hallarse artefactos y símbolos religiosos con ideogramas del alfabeto de Tlön y materiales no terrestres. Sólo una cosa deja de decirnos Borges: si lo que está contando es real o un simple juego literario.

Borges no aclara esto, sencillamente porque no es necesario. Escribió una historia a la que pareció colocarle como encabezado la impersonal frase a quien pueda interesar. Alguien puede objetar el carácter del relato aduciendo que lo que dice Borges allí es obviamente un embuste; Borges se ocupa, si no de hacerle creer en la historia a ese alguien eventual, sí de impedirle arrostrarse la verdad absoluta ante quien quiera creerla. Para lograrlo introduce nombres relevantes: convierte en personajes de su cuento a Berkeley, Martínez Estrada, Alfonso Reyes y hasta a Leibniz.

Más allá de las posturas filosóficas en relación a las múltiples subinstancias de la realidad, Borges apela a la fantasía. Quien lo conoce y lo analiza fuera de los límites de la lógica, sabe, por una parte, que Borges escribía menos para distraer que para distraerse. O, quizás, para sustraerse en manos de sus incontables historias. Todo lo que rodea a Borges, desde su ceguera hasta su matrimonio casi póstumo —murió poco tiempo después de casarse con su secretaria, María Kodama—, pasando por la historia acerca de su supuesto "último poema", parece un cuento borgiano. El mismo adjetivo borgiano es sinónimo, entre nosotros, de increíble, fantástico, fabuloso.

Esa característica de los textos borgianos irrumpe en casi todos sus escritos. Borges es un apasionado de la narración en primera persona; particularmente me parece un recurso obvio de un escritor que desea convencer de la realidad del cuento que está contando. Lo vemos así en "La viuda Ching, pirata"; mucho más en "Pierre Menard, autor del Quijote" (una absurda crónica social acerca de un escritor que reescribe coma a coma la obra de Cervantes) o en el tempestuoso escrito "El Aleph", donde asegura haber visto en un punto todos los puntos del universo.

Esos son elementos que definen una conducta literaria. Más que eso, una conducta de vida. Borges creía verdaderamente que la realidad y la ficción son, en esencia, la misma cosa. Estaba convencido de que la ficción no es un embuste sino, al contrario, la parte más fascinante de la realidad, la parte más imprescindible. Imprescindible por inexistente; inexistente por desconocida. Los hombres, en su devenir, ejecutan actos que consideran reales; nada más real, o por lo menos más seguro, que el hecho cierto de la muerte, y es precisamente el hecho que anula toda posibilidad de realidad. Borges, en este sentido, se apega al principio, que he mencionado en algún lugar de este artículo, de que toda probabilidad tiene derecho a ser una certeza hasta que no se compruebe que en efecto no lo es; paralelamente afirma que no hay manera de comprobar en forma definitiva que cualquier cosa, desde la existencia de Dios hasta el sabor de la pasta de dientes, sea parte de la realidad, o tan siquiera que la realidad exista. Más que un juego de un loco intelectual, las prescripciones de Borges son un armazón de reflexiones en torno al problema ficción-realidad. La ficción es una creación del hombre; el hombre es una creación de Dios; pero Dios ha creado al hombre en una suerte de círculo vicioso que recuerda el enigma —o charada— del huevo y la gallina, qué es primero. De manera que, si creamos a Dios y nos convencimos de que l nos creó a nosotros, no podemos negar la posibilidad de que los hechos que llamamos sobrenaturales, la ficción, no sean otra cosa que elementos, no reconocidos por nosotros, de la realidad.

"La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia", dice Borges en "El tintorero enmascarado Hákim de Mery". Una máxima muy apropiada para indicar la forma de leer a Borges: como una parodia de este enorme embuste que llamamos realidad.

       


Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983