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Albert CamusEl “Grand Tour” de Albert Camus

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La Belleza, que ayuda a vivir, también ayuda a morir.
Albert Camus, Carnets.

El 7 de noviembre se cumplió el centenario del nacimiento de Albert Camus (1913-2013), una buena ocasión para acercarse a su figura releyendo sus páginas más personales, sus diarios. En los mismos encontraremos materiales muy diversos y de muy diferente calidad, pero con frecuencia resultan apasionantes. Discrepamos de la opinión de Susan Sontag: “La impersonalidad es quizá lo que mejor define los Carnets de Camus; tan antibiográficos son... Así, los Carnets, pese a constituir una lectura absorbente, no responden a la pregunta sobre el carácter habitual de Camus ni contribuyen a un conocimiento más profundo de su persona en cuanto hombre”.1 Muy al contrario, leídos con atención, iluminan su compleja personalidad. Por ejemplo, basta echar un vistazo a esas páginas para constatar que su autor fue un hombre viajero. Y las notas referidas a esos viajes dibujan con precisión las luces y sombras de su vida al tiempo que ayudan a comprender su obra. De los países que visitó, Italia supuso para él un verdadero descubrimiento. Siguiendo el ejemplo de aquellos hijos de la nobleza europea que desde la mitad del siglo XVII hasta la época del Romanticismo se desplazaron al sur del continente para conocer las ruinas clásicas que empezaban a excavarse, Camus hizo su particular “Grand Tour”, y del mismo dejó constancia en sus Carnets. Será innecesario decir que sus razones para realizar este viaje fueron bien distintas de las de aquellos aristócratas ingleses o alemanes. Si las de éstos eran descubrir una Europa diferente, tomar contacto con otras culturas e incluso conocer a gente poderosa e influyente que los pudiese ayudar en futuras empresas, los motivos del humilde escritor argelino eran otros, estéticos y personales. En estas páginas proponemos una lectura de sus diarios bajo esta doble perspectiva, prestando especial atención a las notas que se refieren a sus estancias en Italia.

El responsable de que Camus sintiese tan vivo interés por la pintura italiana del primer renacimiento y no en menor medida por la escultura griega antigua había sido Jean Grenier. Los dos grandes biógrafos del escritor coinciden en este punto, en la importancia que tuvo este profesor del Grand Lycée Bugueaud y de la hipokhagne de Argel en su formación estética. Lottman afirma que, “al igual que Gide, Grenier cantaba las virtudes del Mediterráneo, virtudes que los mediterráneos no sólo comprendían sino que aprovechaban a diario”.2 Por su parte, Todd precisa que “Grenier aconseja a su estudiante visitar Italia y Grecia...”.3 Camus no desoirá sus palabras. Sus viajes por Italia supondrán para él el descubrimiento de unos artistas en cuya senda le había puesto su profesor. Las extraordinarias obras de los maestros italianos le servirán para elaborar una poética artística e influirán poderosamente en su obra literaria.

Si dejamos de lado algunas visitas esporádicas o circunstanciales, Camus realizó su “Grand Tour” en tres viajes a Italia. El primero duró apenas una semana, entre el 8 y el 15 de septiembre de 1937: parte en tren de Marsella, desciende por la costa ligur hasta Pisa, para llegar finalmente a Florencia. La experiencia quedó reflejada en los apuntes del cuaderno I de sus Carnets. El viaje fue corto pero muy importante para él. Al llegar a Pisa anota: “Pisa, al fin, viviente y austera, sus palacios verdes y amarillos, sus catedrales y, a lo largo del Arno severo, su gracia. Todo lo que hay de noble en esa negativa a entregarse. Ciudad púdica y sensible, tan cerca de mí en las calles desiertas de la noche que, paseándome solo, ceden al fin las lágrimas”.4 Descubre la austeridad y la gracia, la belleza nunca ostentosa de la ciudad toscana. Sus iglesias, plazas y fuentes le revelan algo que Camus no olvidará: “El milagro de no tener que hablar de sí”.5

En Florencia se asoma, en las capillas Peruzzi y Bardi de la iglesia de Santa Croce, al arte de Giotto. Queda deslumbrado: “Los Giotto de Santa Croce. La sonrisa interior de San Francisco, amante de la naturaleza y de la vida... Lleva tiempo percatarse de que los rostros de los primitivos florentinos son los que uno encuentra todos los días por la calle... Los primitivos no deforman, ‘realizan’... Primitivos sieneses y florentinos. Su obstinación por hacer los monumentos más pequeños que los hombres, no proviene de una ignorancia de la perspectiva, sino de la perseverancia en el crédito que otorgan al hombre y a los santos que ponen en escena. Inspirarse en ello para un decorado de teatro”.6 Camus se detiene en el “humanismo” de Giotto y en su capacidad para reflejar los sentimientos a través de los rostros y de los movimientos del cuerpo. Podemos imaginarlo fascinado ante algunas escenas de la vida de San Francisco como la Verificación de los estigmas, que “merece figurar entre las obras maestras de todos los tiempos por la novedad de sus planteamientos plásticos, su exquisita naturalidad y esa condensación espacial que, sin embargo, no aplana los bellísimos rostros que se inclinan sobre el cuerpo del santo”.7

Este primer viaje de Camus a Italia concluye en Fiésole el 15 de septiembre. Allí, en el claustro del monasterio de San Francesco, tras visitar las celdas de los monjes, escribe: “Hoy me siento libre respecto a mi pasado y a lo que he perdido. No quiero sino esta estrechez y este espacio cerrado, este fervor lúcido y paciente... Italia y un año ardiente y desordenado que termina; lo incierto del porvenir, pero la libertad absoluta respecto a mi pasado y a mí mismo”.8 Desde el recoleto y meditativo claustro de los franciscanos de Fiésole Camus atisba los negros nubarrones que se ciernen sobre Europa: Guernica acaba de ser bombardeada, Hitler inaugura la exposición de “Arte degenerado” (Entartete Kunst) y en un año se firmarán los acuerdos de Múnich. Estas palabras no sólo son un presagio sino que encierran un secreto y debemos leerlas en su contexto biográfico, pues son expresión de una doble ruptura: con su primera esposa, Simone Hié, y con el Partido Comunista. Pero junto al sentimiento de fracaso y temor que atenaza a Camus, el viaje supuso también una gozosa epifanía: el descubrimiento del arte. Y una suerte de deuda saldada con Grenier. Cuando al año siguiente publica Nupcias (1938), dedica a su profesor el último capítulo del libro, en el que relata las impresiones del mismo. En la colina que domina la ciudad Camus conquista un momento de plenitud: “Nos afanamos y luchamos por reconquistar nuestra soledad. Pero un día la tierra nos ofrece su sonrisa primitiva e ingenua. Entonces es como si luchas y vida en nosotros quedasen borradas de golpe. Millones de ojos han contemplado este paisaje, y para mí es como la primera sonrisa del mundo. Me pone fuera de mí en el sentido más profundo de la palabra”.9 Entre un pasado doloroso que concluye y un futuro lleno de malos presagios, Camus vive un momento de eternidad en la soledad de una celda de Fiésole.

El segundo viaje a Italia lo hizo Camus a finales del otoño de 1954. Las circunstancias del mismo fueron en cierto modo similares a las del primero. Camus pasaba por un mal momento: la delicada salud y las violentas discusiones provocadas por la publicación de El hombre rebelde lo habían agotado literalmente. En ese mismo año el FLN argelino recurría a la lucha armada para poner fin al sistema colonial francés. Camus deseaba alejarse de París. Necesitaba recuperar las fuerzas y la confianza para superar el bloqueo que le impedía escribir. Y repensar la situación argelina, pues, además de su gravedad política, para él suponía una dolorosa fractura personal. Invitado por la Asociación Cultural Italiana aceptó dar algunas conferencias en varias ciudades: Turín, Génova, Milán y Roma. Pero como dice Lottman: “Por encima de todo, se preparaba a volver a otro país de sol que en su juventud había significado muchas cosas para él”.10 El 24 de noviembre llega a Turín, en tren de nuevo. Tras dejar Génova, el 29 pasa por Milán y visita el monasterio de Santa Maria delle Grazie y anota: “La Santa Cena-Vinci se encuentra, decididamente, en el comienzo de la decadencia italiana”.11 Al día siguiente da en Roma su última conferencia: “Por fin libre”.12 Tras dejar el hotel se instala en una pensión cuya terraza se abre a los jardines de Villa Borghese: “Me arrepiento aquí de los estúpidos y negros años que he vivido en París”.13 En los primeros días de diciembre Camus camina por calles y plazas de Roma. En la Gallería Borghese descubre los mármoles de Bernini y las telas de Corregio y Tiziano. Pero son los lienzos de Caravaggio —“soberbios, por el contraste de la violencia y la muda densidad de la luz”—14 los que realmente le fascinan. Visita también los museos Vaticanos y frente al Entierro de Cristo escribe: “El descendimiento de la Cruz de Caravaggio. No se ve la cruz; decididamente, es un grandísimo pintor”.15 Un laconismo que es una invitación a mirar, a mantener los ojos abiertos ante un cuadro admirable por su sobria intensidad. También es una declaración estética: ese es el arte que le gusta a Camus.

Tras la estancia en Roma, Camus sale en coche hacia Nápoles. Recorre la costa amalfitana y el día 9 de diciembre por la noche llega a Paestum. Las ruinas le evocan las de Tipasa y los templos lo impresionan: “Maravillado asombro incesante ante este templo de enormes columnas de esponja rosa, de corcho dorado, ante su gravidez aérea, su presencia inagotable... Me resulta difícil arrancarme a estos lugares, los primeros desde Tipasa donde he conocido un abandono de todo mi ser”.16 Por el contrario, Pompeya no lo emociona: “Interesado, naturalmente, pero nunca conmovido. Los romanos, a veces refinados, jamás civilizados. Abogados y soldados a los que confundimos, Dios sabe por qué, con los griegos. Son los primeros, los verdaderos quebrantadores del espíritu griego. Grecia vencida no los venció a ellos, por desgracia. Porque si bien tomaron de Grecia los temas y formas del gran arte, sólo llevaron a cabo unas aproximaciones frías, que más vale que no hubieran existido para que la ingenuidad y esplendor griegos llegaran hasta nosotros sin intermediarios. Junto al templo de Hera de Paestum, toda la antigüedad que alfombra Roma e Italia vuela hecha pedazos y con ella una comedia de falsa grandeza”.17 Regresa a Roma y antes de partir hacia París a mediados de diciembre visita Santa María del Popolo para contemplar los cuadros de Caravaggio en la capilla Cerasi.

Si en el primer viaje Camus había descubierto los frescos de los pintores toscanos del Trecento, con sus arquitecturas geométricas pobladas de sólidas figuras, en esta segunda estancia en Italia se siente profundamente emocionado por el arte de Caravaggio. De nuevo podemos imaginarlo: conmovido por la fuerza de la luz, por los gestos mudos de los personajes, por la verdad de su pintura. Pero el viaje le permite también un primer paso hacia el arte griego. Grecia: otro viaje pendiente, otra deuda con Grenier. Los templos de Paestum serán un magnífico anticipo de la Acrópolis: en pocos meses visitará las ruinas y museos de Atenas.

En el verano de 1955, poco después regresar de Grecia, emprende Albert Camus su tercer viaje a Italia. El curso del mismo, al igual que el del anterior, lo hallamos en el cuaderno VIII de sus diarios. Las regiones del Véneto, la Emilia-Romagna, las Marcas, la Umbría y la Toscana serán ahora su destino. Visita primero las ciudades de Venecia, Parma y San Leo. Después se desplaza a Urbino y Borgo San Sepolcro para contemplar los cuadros y frescos de Piero della Francesca: “En el corazón de las severas murallas, los personajes indiferentes de la ‘Flagelación’ esperan eternamente, delante de los ángeles y de la altiva madona de della Francesca. San Sepolcro. Cristo ha resucitado. Y aquí está, levantándose del sepulcro, hosco militante”.18 Este es uno de los pintores que, sin duda de la mano de Grenier, más admiró Camus. De hecho hace referencia a él en varias de sus obras. Se puede decir que el arte de Piero della Francesca nutre y modela la poética de Camus, quien supo descubrir “ese presente eterno”19 en sus tablas y frescos, un rasgo estilístico que sintetiza la aspiración de todo arte verdaderamente grande. Las ciudades de Arezzo, Gubbio, Perusa, merecen su atención y a ellas dedica páginas llenas de una emoción serena no exenta de melancolía. El 22 de agosto concluye este intenso viaje en Siena.

Camus cierra de este modo un círculo que había comenzado a recorrer veinte años antes. Un “Grand Tour” italiano que se vería enriquecido por los viajes a Grecia en 1955 y 1958. Ello le permitió conocer de primera mano el arte de los maestros del Trecento y Quattrocento. Como epítome del mismo dice en sus notas: “No olvidar Italia y el descubrimiento del arte”.20 Esto fue decisivo para él, pues la pintura de los maestros italianos que le había recomendado Grenier le permitió formular una poética basada en la sobriedad y en la mesura. Camus siempre tuvo cerca a la diosa Némesis. Esto se tradujo en una obra literaria que nos sigue atrayendo por su equilibrada belleza y por las múltiples posibilidades de lectura que ofrece. Pero, como decíamos al comienzo, este “Grand Tour” no sólo persiguió un objetivo artístico sino que tuvo también razones más personales. Ya hemos visto que el primer viaje lo realiza Camus en un momento traumático a causa de su fracaso matrimonial y su expulsión del PC argelino. Lo mismo podemos decir del segundo y tercer viaje: la mala salud, las duras críticas de Sartre, Breton y otros y el comienzo de la guerra en Argelia provocaron en él una depresión física y creativa. Por aquellos años encontramos la palabra “suicidio” en sus Carnets. Los viajes a Italia sirvieron para cicatrizar esas profundas heridas. Italia fue un paraíso que Grenier le descubrió y que Camus nunca quiso abandonar: “Cuando sea viejo, quisiera que me sea concedido volver por ese camino de Siena, sin igual en el mundo, y morir allí, en una cuneta, rodeado únicamente de la bondad de esos italianos desconocidos a los que amo”.21 Ahora se entenderá mejor nuestra discrepancia con las afirmaciones de Susan Sontag.

La última obra que Camus publica en vida es El exilio y el reino (1957), dedicada a Francine Faure, su segunda esposa. En ella reúne seis relatos breves en los que los protagonistas, en lugares muy diversos, experimentan el destierro pero hallan también la felicidad. El libro puede ser leído en clave autobiográfica. La orfandad, la tuberculosis, el fracaso político habían convertido a Camus en un extranjero. París era también un duro exilio. Para escapar de allí el escritor viajó mucho en aquellos años. Tras el Nobel dirá un adiós definitivo a todo aquello, con más amargura que gratitud. En Provenza, allí donde Francia comienza a parecerse a Italia, encontrará un lugar para vivir y crear. Lourmarin será su nuevo reino: “Agradecimiento a este país, a su soledad, a su belleza”.22 Había sido Jean Grenier quien le había hablado de este pequeño pueblo provenzal.23 También en esto se fio de la palabra de su profesor, con quien había tejido una amistad perenne. Como le había ocurrido en Fiésole, Paestum y Siena, Camus volvió a vivir allí un momento de plenitud. Tal vez por eso, cuando muere en 1960 su amigo René Char escribe una breve nota: “Eternidad en Lourmarin”.24

 

Notas

  1. Sontag, S., Contra la interpretación, Santillana, Madrid, 1996, p. 95.
  2. Lottman, H. R., Albert Camus, Taurus, Madrid, 1994, p. 67.
  3. Todd, O., Albert Camus. Una vida, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 69.
  4. Camus, A., Carnets, 1, en Obras, 1, Alianza, Madrid, 1996, p 487. Todas las citas de la obra de Camus se harán siguiendo esta edición.
  5. Id, p. 488.
  6. Id, pp. 488-489.
  7. Brandi, C., Giotto, Carroggio, Barcelona, 1984, p. 140.
  8. Camus, A., Carnets, 1, pp. 492-493.
  9. Id, pp. 490-491.
  10. Lottman, Ob. cit., p. 574.
  11. Camus, A., Carnets, 3, Obras, 5. p. 303.
  12. Id, p. 304.
  13. Id, p. 305.
  14. Id, p. 306.
  15. Id, p. 308.
  16. Id, p. 312.
  17. Id, pp. 312-313.
  18. Id, p. 344.
  19. Camus, A., Nupcias, en Obras, 1, p. 100.
  20. Camus, A., Carnets, 3, p. 343.
  21. Id, p. 345.
  22. Camus, A., Carnets, 3, p. 420.
  23. Todd, O., Ob. cit., p. 739.
  24. Char, R., La palabra en archipiélago, Hiperión (2ª), Madrid, 1996, pp. 172-74.