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Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 33, del 6 de octubre de 1997

Las letras de la Tierra de Letras


Querido amigo

Octavio Santana Suárez

Telde, 24 de octubre de 1991

Querido amigo:

Tu estilo afectuoso en el hablar entonó mi ánimo incluso en los momentos de aflicción: el tono quedo siempre lo opiné más convincente que las tesis expuestas a la grupa del grito. Tu postura paciente al atender mis quejas grabó en mi memoria un grato recuerdo de silencio sostenido mientras elegí en más de una ocasión la ruta equivocada del resentimiento; ¡conservo con agrado mis yerros!, cargaron en sus pliegues el acierto. Es penetrante la exigencia del respeto mutuo por mantener, durante la reflexión, sujeto el verbo en medio de una conversación descansos impuestos y reanudar la charla íntima con la proporción que se adquiere al tomarse el alejamiento preciso. En esos lapsos mudos consideré que tu mirada fue más útil en la orilla de la sombra que al costado de la distracción del discurso; no desesperaste nunca de los naufragios que presagiaron mi semblante entristecido. ¡Y pensar que las opacidades que echan el brillo de mi alma afuera se deben a que no me arriesgo a consentir la entrada de la luz! Luego tasé las cosas que meditaste en mis dolencias, y me impresionaron más que el privilegio de tu consuelo. ¿No ocurrió asimismo que tu lengua no se movió al suplicar mi ignorancia a tu desconocimiento?, callar cuando no se está seguro de la respuesta, espectador, contiene al menos tanta sensatez como el aconsejar recto, actor, en caso de que se goce de la certidumbre del juicio. Tus palabras, las confieso concordantes con tus actos y tu sobrentender lo admito conforme al conocimiento que tienes de mí. En los buenos ratos que pasamos juntos, tu magnífico humor acortó nuestra distancia. ¿Tropezaré con serias dificultades al afinar mi espíritu?, me basta con seguir las notas de tu armonía tras resolver la emoción de tu compañía. ¡Con qué inteligencia aprovechaste de continuo tu experiencia! ¡Descubrí a sobrados frustrados por no atinar con la manera de convertir sus fracasos en conciencia! Yo pretendo que sabías antes, mucho antes, de aprender. Recogí de ti que no puedo alterar el flujo de las horas, pero que si soy capaz de fijar el ritmo vivencial ganaré la intensidad a pesar de la extensión que no gobierno.

Jamás te oí una crítica y constantemente al atreverse alguien a perpetrarla en tu presencia me informé de que bajó los ojos; por contra, sí que escuché, y los demás también, tus elogios en alta voz. ¡Qué educación esmerada!, no cabe la sospecha del engaño: es la llave principal que autoriza liberar de su prisión a la virtud. ¡Qué intransigente eres con la intolerancia!, firme ante lo que malintencionadamente parece dejarse entender y decidido a proclamar lo auténtico. ¿No dijiste con motivo de algún pretexto que la argumentación destructiva es un incesto de la tormenta y que, por esa causa, su sabor dulzón se vuelve empalagoso y rápidamente ácido? Al carácter agrio le sucede igual que a la fruta verde, es cuestión de que madure y se desprenda. Aquel que lo consiga plenamente, tú lo lograste, por supuesto que renunciará a usar ese truco y terceras artimañas de envanecimiento. Tu afición es lo grande; te distinguí remendando las averías de los que no lo alcanzaron; imaginas la lupa instrumento del botánico o cachivache del mediocre que profiere obstinado amenazas blandiéndola en su hez; de todos modos, tus anhelos de justicia te condujeron a ser exacto con los inoportunos, permitiéndoles, arrepentidos, una retirada tranquila a falta de enojos. ¿Acontecerá un día en el que olviden el tumor infecto de sus prejuicios? ¡Qué tremendos peligros encierra una voluntad creída de poseer ella sola la verdad! ¿Por qué no corrigen la fatal actitud?, ¿no perciben que así conferirían a sus rumbos un giro importante? Cada uno orienta su destino, y la variación de la carrera la ha de escoger del fondo de lo que ansía. Me sedujeron tus pasos prudentes en los territorios encrespados de la envidia y la arrogancia ajena. Estos malos hábitos encadenan a la vulgaridad, constituyen una necesidad para los que padecen sus efectos y les cuesta lo suyo obligarlos a estallar: los vicios entierran profundas sus raíces.

Semejante al color, te gustó el sol en la cara; leí con claridad tu mente diáfana. Resulta evidente que profesas una fe irrevocable por allá de las coyunturas, del lado de los sueños despiertos: del ideal. No reconocí en ti la cobardía de señalar en el error de otros la fuente de tu congoja, ni que anticiparas tal o cual desgracia después que el asunto era ya irremediable ¡los quisques del mundo dan entonces razones en exceso! No cambias: en vez de optar por la locura te atienes a la cordura. ¿Y en las partidas en que no adivinaste la mentira y perdiste la jugada?, te observé serenamente fortalecido; ¿los significados de uno cualquiera no corresponderían sombríos por la derrota? Vi cómo propinabas un puntapié a los paréntesis y te tirabas a perseguir a las circunstancias propicias; en los lances en que no las encuentras, desnudo de titubeos, las traes de donde a las ranas les salen pelos. ¡Cuánto vales!, reparé en los que te abatieron debatirse sin éxito con los riesgos de sus fantasmas y no advertí que retuvieras la ventaja; te vences a ti mismo, ¡sublime! Te recluías con la calma a estudiar lo original hasta la madrugada, entretanto tus judas en la noche permanecían todavía atrapados en sus pesadillas de sumisión; lo nefasto merodea con frecuencia alrededor de lo digno. ¿Comprenderé al fin que a despecho del hecho de que el desquiciamiento exterior degrade a irrespirable el espacio, aún dispondré del tiempo interior? Aparejas el rigor de un científico con el sentir y la expresión de los que llaman poetas. No, no te inscribí en mi recorrido con el apelativo de chiflado, sino con el título de un poema genial escrito en la bóveda azul y el nombre del misterio que llegará a revelarse. Te llevo conmigo.