|
Edición Nº 57 19 de octubre de 1998 |
Aunque no podría asegurarlo con certeza —¿a quién le interesaría apalabrarlo con tinta de rúbrica?—, creo recordar que un viejo sol acostumbrado a derramar su pródiga luz también aquella tarde ensombreció la mitad del asfalto y cubrió el largo de la acera de enfrente calentando quebradas baldosas cuadradas con redonda generosidad. Tras la prolongada vigilia del duelo, el llanto y los aspavientos de las mujeres retrasaron la salida del féretro de la habitación del sepelio; un tanto después, el parsimonioso rito de la muerte a hombros de seis hombres ocupó por entero el ancho de la calle en pos del responso y reposo cristiano. En las afueras inmediatas de la farmacia, mi padre defendía con más voluntad que razón la pública zozobra de un amigo apesadumbrado por el pesado lastre de tener que partir de la isla para siempre apenas el cadáver de su suegra doblara la esquina, ¿el zócalo de piedra que adorna la fachada convertido en asilo y purgatorio accidental? Juraría que sólo la cansada anciana pasó con el dolor pendiente exclusivamente del cielo, algunos engrillaron con reproches de torpe incomprensión al desamparado náufrago del desconsuelo en la fea marcha del techo doméstico.
Escurrí el bulto por el mostrador atestado de gente, salvé la distancia de la encantadora caja registradora, bordeé con habilidad la mesa de mármol de la rebotica, crucé la frágil cristalera que simbolizaba la frontera teórica del negocio y hogar y gracias a la vertiginosa escalera de caracol que arranca súbitamente del patio logré llegar al único balcón del piso alto a través del dormitorio principal. Permanecí atento al despacioso cortejo fúnebre agazapado en la espalda de la artística geometría del barandal que el diestro maestro de obras fabricó en mampostería antes de que yo naciera, ¿acaso no atrae lo suficiente la calma profusión de elegantes sombreros con que mis paisanos mayores azocaban sus pensares inequívocamente masculinos?; escuché que los artesanos del sobrio tocado urdían sus enlutadas facturas con fieltro recio, pero ¿el carácter amoldable al viento de sus alas cortadas en vistosas elipses no las obligaría a flotar y flotar en el más triste océano de las tristezas? Como mandados por un atávico respeto, dueños y empleados cuidaban las puertas entornadas hasta que el lúgubre desfile rebasara por completo la entrada al comercio; salí a tientas de penumbras hostiles y corrí enceguecido en dirección al sacristán que mantenía el estandarte. Chiquillo del tamaño e inclemencia de los chiquillos del pueblo, eché mano de la indisimulada licencia que da una inocencia inquieta, y cuantas veces me vino en gana descubrí y volví a redescubrir que el piadoso recogimiento de los allegados en la cabeza de la comitiva cumplía con la áspera ley de desnudar íntegramente sus argumentos trascendentes en los últimos rezagados —de la aflicción sollozante a la callada y de ésta a los que hablaban de los precios del agua, de plátanos y tomates.
Doña Lucrecia —viuda todavía con cónyuge— y sus tres pequeñas —huérfanas con el autor de sus días bregando lejos— quedaron de repente a merced del destino trabajoso que suele acompañar a los molestos caprichos del pegajoso infortunio y la comprometida benevolencia de los parientes mejor acomodados que termina por oxidar las nobles intenciones. Conocí bastante de cerca esa historia impregnada con el olor de olvido que mora en las buhardillas, porque frecuenté más el apiñado cariño del resto de la familia vecina desde el trágico suceso del que fui testigo ocular y sentimental; al principio me enamoré de la admirable madre —jamás oí que sus labios invariablemente húmedos y en oportunidades rojos esbozaran quejas de esposa abandonada aún en flor—; ¡en cuántas ocasiones vencí el fervor infantil y le pedí ingenuo que atajara la inmisericorde huida de las horas y esperara sin más demora a que mis remolonas primaveras acabaran por coincidir con sus avanzados veranos en un descuido del reloj! ¿Su canción preferida? "Lisboa antigua y señorial"; en un comedor poco abastecido de víveres y muebles, los postres de muchos almuerzos recrearon sus mieles con la nostálgica amargura portuguesa. La profesora particular de mis tempranas Ciencias y Letras supo determinar mis precoces inclinaciones por las matemáticas, corrigió con dulzura mis imperdonables flaquezas ortográficas y lo realmente más importante: disculpó la traición platónica que soñé fraguar primero con la soñada hija de la casa y luego la pasión enloquecida que despertaron en mi pubertad los contorneados pechos de la segunda; el humor adusto y la robusta complexión de la más joven supuso una trinchera inatacable con mis ansias de fresca ternura e inexperta sexualidad.