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Don Alejandro. En las orillas del tiempo cuento con un querido profesor de matemáticas Por sencillas que puedan parecer las cosas, apartar lejos de sí lo corriente y moliente que distrae cada día las consideraciones más concienzudas, o quizá arrebatar por las bravas el incómodo asiento a un sosiego escurridizo, o peor, invertir con audacia de capitanes el curso tradicional de los acontecimientos necesarios con el saludable propósito de contar y contar de un alguien cardinal que influyó decisivamente en la insobornable confianza de uno mismo —destinada a durar hasta después del cruce de la muerte—, supone blandir con soltura segura la afilada tijera de sastre que separa el paño superfluo del auténtico traje hecho a medida, implica negar a la prisa ciega y hostil su carácter de excusa majadera contra el benéfico examen interior e impulsa a desenmascarar el engaño del que se sirve el fantasma del tiempo para que los humanos acepten que su sentir humano fluye exclusivamente por los derroteros del mudo y sordo futuro —con un grotesco argumento, ¿el cobarde pasado no suele alejar de sus henchidos dominios a los insoportables pacientes del presente que sufren del miedo a la levedad de sus flacas historias? De que semejantes amenazas planearan demasiados años por encima de una cabeza en constante ebullición y de que jamás dejara que las viejas mañas de la ignorancia anidaran en sus cabellos aún adolescentes, el discípulo precoz que de mayor escribe embridó las fuerzas ocultas con que le resultó viable recuperar de la memoria de visos sepias a aquel noble profesor de matemáticas; con el equipaje de entonces garabateo ahora en la blancura inmaculada de la cuartilla sus gestos educados en la próspera inteligencia y mis miras apenas entrenadas y ansiosas por entrar de su mano amiga en las intimidades de la aritmética y en la magnificencia de la geometría. Cabría que comenzara por hablar de la inestimable capacidad con que practicó la docencia, y es que su palmaria maestría corría pareja con el más grande de los oficios, probado con vara vocacional. En un amplio trozo de pared pintada de verde a modo de pizarra comprometió al engrandecido compás de tiza con el giro y conseguía trazar líneas y polígonos gracias a una señora regla y tamañas escuadras y cartabones... ¡idealidad, vana idealidad!, ¿de forma espontánea en la naturaleza germinan circunferencias y segmentos?, ¡racionalidad, necesaria racionalidad! ¿Con la descriptiva del plano no excitó dudas en las iniciativas prestas con el famoso postulado del griego Euclides?, ¿no florecería con más intentos la posibilidad de imponer más de una paralela por un punto exterior a una recta? A todos enseñó lo mejor de la didáctica con que el rigor de Tales encarara los ángulos en la antigüedad de Miletos, ¿no emborroné folios y más folios intentando ejemplos y ejemplos que abolieran lo evidente?; ¡lo confieso, lo confieso!, las tajantes leyes de la proporcionalidad con las que el sabio jónico calculara las cimas de las pirámides en Egipto me sacaron por entero de mis casillas. El teorema que Pitágoras estudiara probablemente en compañía de los remotos babilonios, ¿no deslumbró a unos y a otros que al sumar áreas de los cuadrados catetos de un triángulo rectángulo diera con la velada igualdad disimulada por siglos y siglos en los sótanos de la hipotenusa?; en el caso particular de los isósceles, ¿no fue monumental la perplejidad de los herederos del hombre de Samos al aproximar el valor de la raíz del número dos?, ciertamente padecieron la decepción de que existen longitudes que no mantienen relación con la unidad, ¡ay de los inconmensurables!, ¿en el mundo creado flaquea también la belleza elemental del exquisito orden mitológico? Con la imaginación nadé junto a las garbosas evoluciones de unos peces de color anaranjado que don Alejandro nutría en silencio debajo de un enorme ventanal so pretexto de pausas reflexivas. Querría poner delante de los profesionales de hoy el trato amable y hondo al que habituó a sus alumnos de ayer con la ciencia madre de la más cruda abstracción; ¡lo recuerdo, lo recuerdo!, en cuantas oportunidades presumió que la atención perdía presión por culpa del embotamiento acortó con prudencia la distancia que lleva en su vientre la ardua asignatura y toleró que un corto relajo general aflojara la adusta seriedad del aula, ¿las sacrosantas razones de la simplificación no llegaron a quedar tan claras como las risas jóvenes en esos esparcimientos del pensar?, en una ocasión le oí esgrimir que la sentencia "más vale plumífero en la cavidad metacarpial que el cuadrado de diez pululando en las capas bajas de la atmósfera" debía desistir frente al refrán "más vale pájaro en la mano que cien volando", y que "desde el pedestal de mi orgullo te flagelo con el látigo de la indiferencia" no superaba en precio a la sandez pueblerina de un pedante tonto. En momentos así de fáciles disfruté con plácida largueza de sus felices ocurrencias, y si la fortuna de la lógica alambicada permitía más distensión erguía el cuello y alcanzaba a medir con ojos de niño la inmensa espesura de plataneras que concluía en el respaldo de mi casa, ¿ejercería de baluarte a la plantación en su defensa de la calle por el lado del este? A través de unas correderas individuales de cristal lograba ver un universo de conocimientos que alzaba con jactancia sus cumbres a lo alto del techo. ¡Cómo entretenía los ratos gratos de unas clases metódicas con los artilugios que la dirección del colegio había expuesto en estantes con suelo de obra!; seguía una a una las sinuosas impertinencias de los vasos comunicantes, las misteriosas oscilaciones detenidas de una balanza de precisión, la abulia infinita de unas pipetas recostadas sobre sus barrigas hinchadas, pero el secreto más guardado permanecía apilado a ras del piso tras cierres de madera, ¿acaso el áspero papel del Boletín Oficial del Estado y los indescifrables decretos que contenía no merecían el oscuro prohibido a las blandas retinas infantiles?
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