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Cartas a Plinio (el Joven), XIII

martes 17 de enero de 2017
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“El amante del volcán”, de Susan Sontag, y “La casa de los siete tejados”, de Nathaniel Hawthorne

Pues, aun en el caso de que mis amigos no sean tal y como yo los describo, yo soy feliz pensando que son tal y como me parecen ser.
Plinio, Cartas.

Ludovicus Plinio suo plurimam salutem dat. Estas palabras tuyas, que sirven de introducción a esta carta mía, son las más próximas que recuerdo, de ti, a lo que podríamos llamar una leve melancolía; o tienen, al menos, un cierto sabor agridulce entre lo que fue, o es, y lo que pudo ser, y es. O tal vez yo esté forzando un poco el sentido de las mismas para hablar de lo que me apetece: del tiempo pasado, de cómo fluye este, de cómo se nos escapa de entre las manos sin dejar apenas el rastro de un etéreo perfume, de un aroma que desaparece en cuanto es aspirado para no volver nunca jamás. Y entonces la memoria nos presenta las cosas, como a ti tus amigos, no como fueron sino como nos parece que debieron ser. Y el fracaso, de esta forma, se convierte en triunfo, y la cuenta de cristal en diamante o zafiro.

Me vas a permitir, por lo tanto, querido Plinio, que sea hoy muy subjetivo, y que cuente experiencias propias, reales. Las contaré como las recuerdo, como fueron, o como creo que fueron o debieron ser.

Este año he vivido unas vacaciones un tanto pesadas y atípicas, y no porque haya hecho nada especial sino por el comportamiento de mi cuerpo. Un cuerpo que me iba dejando más y más descolocado conforme avanzaba el verano. Al principio de las vacaciones se portó bien, más que bien diría yo: me obedecía en todo cuanto me proponía, y hacía cuanto yo quería: salir a caminar, largas y profundas caminatas, largas horas de estudio, y largas horas, por la tarde, de lecturas variadas, filosofía, novela contemporánea o actual, y alguna que otra película por las noches. Todo perfecto. No obstante, en un momento determinado, comenzó un ligero cambio totalmente justificado: la lectura, en latín, de la obra de Cicerón, De natura deorum, de 9 de la mañana a la 1 del mediodía, en medio de este calor, me dejaba exhausto: las cuatro horas de lectura, dudando de todo, consultando el diccionario y la gramática siempre, dándole vueltas a mi interpretación, a esta palabra, a aquel concepto, etc., me dejaban tan rendido que, tras la comida, mi cuerpo deliraba por extenderse en la cama. Y le daba cama. Días hubo, además, en los que me dolieron todos los rincones de la cabeza.

Siempre he dormido muy poco, y que yo recuerde jamás he hecho la siesta. Nunca salvo este verano. En verdad, querido amigo, no sé si eso se ha debido a mi provecta edad, a la lectura, con mi pobre latín, de Cicerón, al calor, agotador, o a todo eso junto y alguna cosa más. La cuestión es que no hacía la siesta; no, aquello era algo más, mucho más: cada vez que apoyaba la cabeza en el almohadón me atiborraba de sueño. Dedicaba más de una hora al descanso, y más de dos. Teniendo en cuenta que en esta tu casa se come muy pronto, todavía conseguía aprovechar parte de la tarde. Otras veces, sin dormir tanto, la desaprovechaba dando tumbos sin conseguir concentrarme en nada.

Es curioso, querido Plinio, que con tan magna obra como escribió tu tío, cierto es que totalmente obsoleta hoy en día, sea recordado más que nada por la forma en que murió, contemplando el volcán.  

Me despertaba recordando largas discusiones con personajes de varias épocas. No obstante, a los pocos segundos olvidaba los sueños, salvo si alguno de ellos me había impresionado mucho.

Hace algún tiempo, comiendo con un matrimonio amigo, hablé de la lectura de tus cartas, y de lo mucho que me había gustado aquella en la que narras la erupción del Vesubio. Como consecuencia de la apasionada conversación, mi amiga, al cabo de unos días, me regaló una novela que, según dijo, me gustaría mucho, dado mi interés por tu carta sobre la destrucción de Pompeya. Se trataba de El amante del volcán, de Susan Sontag. La novela languideció durante varios meses sobre una mesa sin que nadie, salvo el suave polvo, le prestara la más mínima atención.

Una tarde noche, cansado de Cicerón, de los presocráticos y de cualquier otro libro, me puse delante de la televisión, y di con una película que, cuanto menos, me resultó interesante. No obstante, tenía la vista tan cansada que apenas si pude distinguir los títulos de crédito de la misma. La película no estuvo mal. Y al día siguiente, soy de naturaleza curiosa, busqué información sobre ella en Internet. Pero no había conseguido leer el título. Por un cierto protagonismo de una construcción de la casa di en pensar que se titulaba la casa de la chimenea. Me equivoqué. Sí, en la película hay una chimenea que juega un importante papel, pero solo una. Al escribir en el ordenador la casa de la chimenea, me apareció la casa de las siete chimeneas. Nada que ver con la película. Y no sé ya lo que hice, ni dónde busqué, pero en una de las búsquedas apareció ante mi pantalla un título que me intrigó, La casa de los siete tejados. Despertó mi curiosidad el hecho de que una casa tuviera siete tejados. Averigüé que el título corresponde a una novela de Nathaniel Hawthorne que si bien nada tenía que ver con la película que había visto yo, me llamó la atención. Aun así tardé varios días en conseguir dicha obra. Mientras, y desando salir un poco de Grecia y de Roma, comencé a leer El amante del volcán. Como puedes ver, pese a mi cuerpo, no dejaba de trabajar. Sí, al final di con la película. Se titula De una época a otra, de Julian Fellowes. Pero volvamos a las novelas.

Es curioso, querido Plinio, así lo dice Sontag, que con tan magna obra como escribió tu tío, cierto es que totalmente obsoleta hoy en día, sea recordado más que nada por la forma en que murió, contemplando el volcán. Sus libros parecen haber sido olvidados. A veces la vida es totalmente injusta, aunque creo que Plinio el Viejo cometió un fatal error en Historia natural, tal vez porque no tuvo capacidad para ello: olvidó la lírica. Pues igualmente están obsoletos muchas de los principios que sostiene Cicerón en De natura… pero la escritura de éste es un modelo de buen hacer. Y hay páginas, como la descripción del cielo, de un lirismo precioso. Leyéndolas me acordé mucho de fray Luis de León:

Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado…

Tuve mis dudas, no obstante, con el lenguaje de Cicerón, o, mejor, con su recepción: una cosa es cómo lo leemos nosotros, y otra muy distinta cómo lo leyeron sus contemporáneos, si es que lo leyeron.

Con estos ánimos comencé y terminé El amante del volcán. La obra de Susan Sontag me atrajo enseguida. No obstante, me pareció muy extraña su forma de novelar. Y quizás por esa extrañeza me atrajo todavía más. Es una forma de narrar, y con todas las salvedades que quieras, que se aproxima más a Ulises, de James Joyce, que a la novela clásica, con aventuras, diálogos, etc. En esta obra se disecciona a los personajes. El autor, totalmente omnisciente, cuenta una mínima anécdota, y a través de ella analiza al personaje hasta no dejar ni una brizna de él por revolver. Me pregunté si era esa una característica propia de Sontag o de la novela americana. Desde luego, por lo que recordaba, no es el caso de la novela negra, Hammet y Chandler, sin ir más lejos.

Esa pregunta me hizo volver a acordarme de la película, de la búsqueda de información sobre ella, y de mi casual tropiezo con la obra de Nathaniel Hawthorne. Estaba impaciente por ponerme a leerla. Pero quise antes terminar El amante del volcán. Sus últimos capítulos se me hicieron largos y pesados. Y creo, sinceramente, que sobran, que no aportan nada, y que, perfectamente, podrían haber sido eliminados. Al fin y al cabo cuenta, entonces, la vida de dos personajes secundarios, sin apenas relación con los protagonistas de la historia, y que, además, ni aclaran nada, ni aportan nada nuevo. El resto de la novela, no obstante, me pareció muy digno.

Ni Sontag ni Hawthorne hacen una literatura fácil o de consumo. Ni El amante del volcán ni, mucho menos, La casa de los siete tejados es una literatura de entretenimiento ni menos todavía de usar y tirar. Y ambas se caracterizan por lo mismo: por la casi total ausencia de acción, o por lo que entendemos por tal. Leyendo ambas obras me pregunté cómo era posible que hoy en día se siguieran publicando tales novelas. No porque sean malas, que no lo son, sino precisamente por no ser comerciales, ni tener ninguna consideración ni piedad con el lector. ¿Quién lee semejantes obras? ¿Les resulta rentable a las editoriales publicarlas?

Siempre que me hago esta pregunta, o alguna parecida, recuerdo lo que una vez, hablando de la Iglesia, me dijo un amigo: la comparó a unos grandes almacenes en los que puedes encontrar de todo: desde un tornillo del número dos hasta una casa prefabricada. Aquí lo que interesa es vender, así que nos acoplamos a lo que usted es y a su demanda. Tal y como hacen algunos medios de comunicación, que están a favor de todos los partidos políticos y de ninguno. Quiero decir con esto que la venta de otro tipo de literatura seguramente compensará las pérdidas de ésta. Es posible. Así que se pueden cubrir todos los campos.

De Sontag conocía algo, tanto de su vida como de su obra. Pero desconocía por completo a Hawthorne. Y me llamó la atención que éste, según parece, hubiera conseguido vivir de sus libros, máxime en el siglo XIX, y en Estados Unidos. ¿Cuánta gente leía en aquel momento? ¿Y cuántas personas entendían lo que decía o quería decir Hawthorne? No creo que La casa de los siete tejados fuera la obra más vendida, ni que sacara de ella muchas alegrías crematísticas. Algo similar, he de confesarlo, me pasaba con Lope de Vega y su teatro: ¿de verdad los mosqueteros entendían obras, en un corral de comedias, como La estrella de Sevilla? No lo sé. Lo dudo, pero no lo sé. Sé, no obstante, que tanto La casa de los siete tejados como El amante del volcán son obras complejas, obras que exigen toda la atención del lector. Y aun así se queda uno con la vaga sensación de no haber llegado al fondo de la cuestión, o, si quieres, de no haber entendido muy bien lo que sucede en ambos libros.

Siempre que se regresa a la cueva, los abalorios se vuelven a transformar en piedras preciosas. Quizás sea cuestión de insistir. O de volverse un poco ciego.  

Obsesionado con estas dos novelas cuando, cansado, me metía en la cama soñaba y soñaba, y no cesaba de soñar con ellas. Me vi en más de una ocasión en el famoso cuadro de Cesare Maccari en el que Cicerón denuncia a un aislado Catilina. Lo bueno del caso era que, en mis sueños, Catilina era Cicerón, y yo Cicerón. Con la actitud de quo usque tandem Catilina abutere patientiam nostra, exponía, con toga y todo, que aquellas novelas, las de Sontag y Hawthorne, eran dos obras peculiares, que apenas si se habían leído, y que muy pocos entendían o habían entendido. Era imposible que sus autores, y más en los tiempos actuales, obtuvieran ningún beneficio económico de ellas. El senado, lejos de Cicerón, me apoyaba. Pero éste, en contra de lo que hiciera Catilina, se incorporaba de su asiento, me miraba sonriendo y me decía que el dinero era lo de menos. La importancia residía en la comprensión. ¿Y a él, lo entendían sus semejantes? El senado guardó un espeso silencio.

Te busqué a ti entre los senadores, querido Plinio; pero no estabas. Pregunté en voz alta quién había leído las obras de Cicerón. Omnes conticuere, todos callaron. Ante tanto silencio, dormí profundamente. No obstante, al día siguiente tuve un nuevo problema: ¿entendía el romano medio la obra de Cicerón? —me pregunté despierto. Muy a menudo he oído que Cicerón, con su difusión de la filosofía griega, trató de romanizar a la excesivamente helenizada Roma. ¿Lo consiguió? Al preguntárselo yo, se volvió a transformar en el Catilina del cuadro, mirando hacia otro lado.

Me desperté, lo recuerdo, con una extraña sensación, una sensación triste y desalentadora: yendo los tres, Cicerón, Sontag y Hawthorne, a bordo de una barca. Ésta llegaba a la playa. El gran atún que habían pescado lo llevaban atado a un costado de la barca, pues no cabía a bordo. Pero al desembarcar no quedaba de él más que el esqueleto. Los tiburones lo habían devorado durante la travesía. El viejo y el mar. Sí, lo recuerdo. Está bien. No obstante, me dije, sin levantarme de la cama, todavía cansado, siempre he preferido la metáfora de Maeterlink: el cofre del inmenso y brillante tesoro que, extraído de la cueva, se transforma en abalorios y cuentas de cristal. Sin embargo, ahí están las tres obras. Las tres magníficas obras. Igual que los amigos a los que se idealiza un poco, ¿por qué no? Siempre que se regresa a la cueva, los abalorios se vuelven a transformar en piedras preciosas. Quizás sea cuestión de insistir. O de volverse un poco ciego.

Luego, pese al calor y el cansancio que no me quitaba de encima, con el mismo sentimiento de estar subiendo al Gólgota, terminé El amante del volcán. Y nunca, querido Plinio, me quedo convencido de haber entendido un libro o un poema. Siempre hay algo que se me escapa, que me hace dudar, como a ti, de mi percepción no ya de los amigos sino de casi todo. Aun así, poco después, comencé a leer La casa de los siete tejados. Pero esta ya es otra historia. Vale.

Este artículo forma parte de la serie “Cartas a Plinio (el Joven)”, en la que el español Vicente Adelantado Soriano le escribe al tribuno romano sobre filosofía, historia y actualidad. Lee aquí la serie completa.
Vicente Adelantado Soriano
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