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Cartas a Plinio (el Joven), XV

martes 31 de enero de 2017
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Nathaniel Hawthorne
Nathaniel Hawthorne utiliza una forma de novelar que me parece muy alejada de la novela convencional, o de la novela, cuanto menos, como la entiendo yo.

Pues del mismo modo que en mis fincas agrícolas no sólo tengo viñas, sino también árboles frutales, y no sólo árboles frutales, sino también sembrados, y del mismo modo que en esos sembrados no cultivo únicamente trigo o centeno, sino también cebada, habas y otras legumbres, así también en mis discursos esparzo, por así decirlo, muchas semillas por aquí y por allá a fin de recoger luego todo lo que pueda brotar de ellas.
Plinio, Cartas.

Ludovicus Plinio suo salutem plurimam dat. Me parece, querido maestro, que las palabras de este fragmento de tu carta, que he transcrito, están en contradicción con aquello, que afirmabas en otra, de no leer a muchos autores sino a pocos y escogidos.1 Aquí, desde luego, hablas de esparcir, imagino que ideas, figuras retóricas, imágenes, etc., y no de leer o estudiar. Pero para esparcir, primero hay que hacerse con el grano o semillas. Y en nuestro caso, eso supone muchas horas de lectura. Y de autores diversos y variados, cuantos más, mejor. Así que a veces leyéndote a ti, a otros muchos autores, y aun observándome a mí mismo, me da la impresión de que no podemos vivir sin contradecirnos. Tal vez porque en distintos momentos de la vida vemos diversos fragmentos, o brillos de la verdad, sin ser capaces, jamás, a lo que parece, de llegar a ella por completo, tan brillante como variada y múltiple, creo.

Me pareció un poco absurdo, llevando la conversación a otro terreno, dedicarme a un solo asunto, a un solo autor y a una única melodía.  

Hace años me percaté de que el libro que mejor reflejaba esta situación era el famoso Calila e Dimna. Es un libro sapiencial, ad usum delphini, pero tan contradictorio como la vida misma, pues igual aconseja, mediante cuentos protagonizados por animales, ser astuto que paciente, taimado que precavido, razonable o imaginativo… Todo depende de la situación. Y, desde luego, es el hombre, siempre y en todo momento, quien escoge cómo actuar en cada instante de su vida. Y ahí se la juega, pues la vida, al fin y al cabo, es la suma de pequeñas decisiones, que son las que van marcando nuestro carácter, nuestra forma de ser y nuestro destino. Por supuesto que cabe el error. Pero errar no es grave, aunque pueda resultar doloroso: errare humanum est. Y tal vez, igual que tú en tus fincas, sea más rico en experiencias quien más vivencias ha tenido, quien más veces se ha equivocado si es que ha ido rectificando. Aunque, lo sé, hay seres afortunados que nacen acertando en la diana, y mueren sin haber errado un solo disparo. Otros se mueven casi convulsivamente, o van con calma y tranquilidad, en pos del cultivo o de los cultivos perfectos. Sea como fuere, hay tres vivencias que, con diferentes grados, nos son dadas a todos los humanos: la soledad, el amor y la muerte. Y el derecho a equivocarnos.

Si yo tuviera un huerto, querido Plinio, también tendría árboles frutales, y legumbres y lechugas y tomates, pimientos y berenjenas. Procuraría tener de todo y estar bien alimentado en todo momento, aprovechando en cada uno de ellos aquello que la tierra tiene a bien dar con más generosidad. Por eso mismo me pareció un poco absurdo, llevando la conversación a otro terreno, dedicarme a un solo asunto, a un solo autor y a una única melodía. El cambio, sin abandonar lo que estaba haciendo originariamente, me ensanchó los pulmones. Y creo que la tierra agradeció tener que alimentar a nuevas semillas.

Hace algunos años leí una entrevista que le hicieron al profesor Martín de Riquer. Este sesudo medievalista contaba que un verano disfrutó mucho leyendo, pues se enfrascó en las novelas de Proust En busca del tiempo perdido. Y disfrutó tanto por la calidad de la obra como porque en ningún momento, durante la lectura de tan magna obra, se vio constreñido a tomar notas, a subrayar pasajes o a pensar que podía aprovechar este o aquel capítulo para cualquier estudio, clase, o proyecto suyo: Marcel Proust no indaga en la Edad Media, desde luego. Y así el profesor Martín de Riquer volvió a ser un lector apasionado que leyó por el placer de leer. Sin más. Yo tenía ganas de experimentar algo similar.

Estaba cayendo en el monocultivo del latín: lecturas en latín por la mañana, y lecturas de autores romanos o griegos por la tarde. Y siempre con el lápiz en la mano, con el diccionario, las gramáticas o las consultas a esta o a aquella enciclopedia. Hacía mucho tiempo que no experimentaba el gozo de una lectura sin interrupciones, como el pase de una película. Y en estas estaba cuando, como te he contado en una carta anterior, por toda una serie de casualidades, di con un autor norteamericano que me ha llamado la atención: Nathaniel Hawthorne. Dicho autor, poco a poco, fue desplazando a los autores vespertinos, romanos y griegos, para ocupar, él solo, toda la tarde.

Me resultó muy curioso, me asombró, las dificultades que tuve con la primera novela que leí de él: a veces me constaba entender este o aquel pasaje, que necesitaba leer y volver a leer. A menudo, ni aun así, quedaba satisfecho del todo. No por eso cerraba el libro. Hablo de La casa de los siete tejados. No es una lectura fácil. Exige una gran concentración entre otras cosas porque Hawthorne utiliza una forma de novelar que me parece muy alejada de la novela convencional, o de la novela, cuanto menos, como la entiendo yo. Esa dificultad mía, como sucede de vez en cuando en la vida, se la atribuí a los lectores de Nueva Inglaterra durante la vida de Hawthorne, y deduje que era imposible que este hombre viviera de esa literatura: nadie compra lo que no entiende. Recordé entonces que idéntico problema había tenido con Cervantes y Lope de Vega como autores teatrales: no me entraba en la cabeza que los mosqueteros, en un corral de comedias, captaran las intenciones de estos buenos dramaturgos, o la fina sutileza de muchos de sus versos.

A veces el huerto humano es un monocultivo. Y éste se repite con excesiva frecuencia.  

Hay dos cosas, por lo menos, que en el momento de la lectura de La casa de los siete tejados no tuve en cuenta: que los gustos literarios cambian, y que los lectores de Hawthorne, o los asistentes a los corrales en la España del siglo XVII, tenían en su mente un contexto que no está en la mía. Dicha carencia, desde luego, dificulta mucho la lectura. Quizás ellos no necesitaran de una atención excesiva para percatarse de los ataques de Lope a la monarquía, o de la lógica de la prosa de La casa de los siete tejados. Y aquí, querido maestro, ya estaríamos hablando de la variedad: un huerto con Cicerón, con autores griegos y romanos y con la narrativa norteamericana. Y dificultades por todas partes: con las obras escritas hace dos mil años, y con las escritas hace doscientos. Dificultades distintas, no obstante, que enriquecen el huerto. Las que me ofrecía Hawthorne me recordaron la extrañeza con la que viví la lectura de Moby-Dick. Por desgracia vi la película antes de leer la novela, y ésta se me hizo insoportable. Y el cine, sabido es, salvo contadas ocasiones, se ciñe a la aventura, al plano-contraplano, a la acción. Ahora la novela de Melville está de nuevo sobre mi mesa. Me gustaría leer a Melville, a Cicerón y a Hawthorne con cierta soltura, con la alegría del profesor Martín de Riquer leyendo En busca del tiempo perdido. Es decir, querido Plinio, como sabes, el huerto, para que dé distintos frutos, debe tener la tierra preparada, labrada y en condiciones. Y tal vez así tengamos una alimentación sana y variada.

Dentro de esta variedad, sin embargo, hay una terrible unidad, no en las novelas precisamente, sino en lo que en éstas se narra. Pues siguiendo con mi deseo de desvelar el “secreto” de Hawthorne, por qué había conseguido vivir de esa literatura que a mí me parecía tan dificultosa, di en leer otra novela suya, La letra escarlata. Aquí ya no había dificultad gramatical sino misterio, asombro y, por qué no decirlo, un cierto desagrado. Hawthorne describe y critica a los puritanos de Nueva Inglaterra de finales del siglo XIX. Éstos, intentando separarse de la iglesia de Roma, y de la anglicana, constituyeron una nueva iglesia seca, rigorista y cruel: en ella no se perdona nada: el desliz de una mujer, quedarse embarazada, siendo soltera, o viviendo como tal, hace que todo el mundo la repudie, que sea sometida a la vergüenza pública, que se le retire el saludo, que vaya marcada con la letra escarlata… hay de todo menos caridad, amor y comprensión.

Por otras narraciones de Hawthorne, Cuentos contados dos veces, me enteré de las persecuciones de los puritanos hacia los cuáqueros. Y aquí se cerró el círculo o el huerto: estas persecuciones me trajeron a la memoria tus cartas, querido Plinio, al emperador Trajano con respecto a esa nueva secta, los cristianos, que empezaba a tomar cuerpo en aquellos momentos. Son cartas verdaderamente interesantes. Gracias a ellas vi la enorme diferencia entre Trajano y los puritanos. Aquél, sin ser cristiano, fue mucho más humano y comprensivo que éstos, que huyendo de la iglesia de Roma fueron más crueles y despiadados que la misma Inquisición: ni rastro de caridad o comprensión hacia el prójimo. Doctrina y pecado. Desprecio, aislamiento, torturas y muerte hacia quienes no pensaban como ellos. Así comenzó una parte del Nuevo Mundo. La situación, por desgracia, se ha repetido en infinidad de ocasiones. Y no creo que se haya terminado… A veces el huerto humano es un monocultivo. Y éste se repite con excesiva frecuencia. No obstante, seguiremos buscando diferentes semillas y cultivando el huerto. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Vale.

Este artículo forma parte de la serie “Cartas a Plinio (el Joven)”, en la que el español Vicente Adelantado Soriano le escribe al tribuno romano sobre filosofía, historia y actualidad. Lee aquí la serie completa.
Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. “Procura, simplemente, elegir con gran cuidado los modelos dentro de cada uno de los géneros, pues siempre se ha dicho que es preferible leer con mucha atención a leer muchos autores”. Plinio, Cartas.
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